miércoles, 27 de junio de 2007

La parte de Chile

Alejandro Zambra
en Radar, Domingo, 08 de Abril de 2007











Antes de que comenzaran a llegar los libros de Roberto Bolaño, la literatura chilena se debatía entre el triunfalismo y la desesperación: los narradores intentaban, con mayor o menor delicadeza, contradecir o al menos reproducir la atormentada perfección de las novelas de José Donoso; los malos poetas procuraban no parecerse a Neruda, mientras que los buenos luchaban sin pausa por no parecerse a Nicanor Parra o a Gonzalo Rojas o a Enrique Lihn o a Rodrigo Lira; por su parte, los críticos elogiaban o condenaban a los escritores nacionales con celosa cortesía, pero reservaban sus adjetivos predilectos para ponderar a los clásicos (y durante aquellos años hasta Tolkien era considerado un clásico). Los profesores, en tanto, aprovecharon ese valioso tiempo —el de la renaciente democracia— para modificar a su antojo la lista de lecturas obligatorias: fue así como las novelas de Isabel Allende, Luis Sepúlveda y Marcela Serrano se transformaron en inamovibles materiales de estudio.

Los libros de Bolaño —de un tal Bolaño, Roberto, chileno sólo a medias, porque “ha pasado la mayor parte de su vida en México y en España”— más temprano que tarde llegaron a las librerías nacionales. Fue el origen de un subterráneo pero efectivo caos. Los narradores comenzaron a leer poesía y los poetas a leer y hasta a escribir cuentos y novelas. Secretamente, eso sí: después de comparar Los perros románticos con La literatura nazi en América o Estrella distante, la conclusión del gremio lírico fue unánime: como poeta, Bolaño era un estupendo novelista. No faltó el narrador, en tanto, que definió Los detectives salvajes como una buena novela de aventuras, ni el que caracterizó a Bolaño, con calculada malicia, como un escritor “para poetas”. Los críticos reaccionaron con desconfianza o con incredulidad: muy pronto las aguas se dividieron entre quienes pasaron de Bolaño —y siguieron buscando al sucesor de José Donoso o divirtiéndose con Tolkien— y quienes reseñaron Llamadas telefónicas y Los detectives salvajes con un entusiasmo que muchos consideraron excesivo. Los profesores, siempre más aplicados que el resto, aprovecharon el bullicio para diversificar un poco el corpus de lecturas obligatorias: sumaron, entonces, a Hernán Rivera Letelier, a Roberto Ampuero y —para internacionalizar un poco el asunto— a Paulo Coelho.

La muerte de Bolaño dio lugar a retroactivas declaraciones de amistad y a soterradas escaramuzas que con justicia podrían tildarse de bolañianas. Más tarde, la publicación póstuma de 2666 generó debates que poco o nada tenían que ver con la novela; el momento más cómico de la discusión fue la insólita respuesta de un escritor herido que, sin siquiera arrugarse, confesó, en El Mercurio, que no había leído la novela, lo que según él no le impedía opinar que los elogios a 2666 eran desmesurados. En fin: no son pocos, en Chile, los lectores capaces de opinar sin leer los libros. La literatura chilena se piensa a sí misma como una isla orgullosamente distante, que recibe con los brazos abiertos a los turistas, pero mira con desconfianza a los hijos pródigos. “La cantilena, entonada por latinoamericanos y también por escritores de otras zonas depauperadas o traumatizadas, insiste en la nostalgia, en el regreso al país natal, y a mí eso siempre me ha sonado a mentira”, decía Bolaño, y ese saludable descreimiento le valió la antipatía de unos cuantos. Fue, claro está, el mayor escritor hispanoamericano de su generación, y más allá de las querellas literarias el hecho es que vamos a seguir varias décadas leyendo y releyendo sus libros con invariable ansiedad. ¿Bolaño, entonces, es el nuevo Parra o el nuevo José Donoso de la literatura chilena? Es una pregunta absurda que, sin embargo, en un notable artículo sobre el propio Donoso, Bolaño ya contestó: “Desde los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha hasta los matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos de Donoso. Grave error. Mejor harían leyéndolo. Mejor sería que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer”.

Por lo pronto —y es aquí donde entra Borges que, en realidad, nunca ha estado fuera— Bolaño no tiene sucesores, sólo precursores: voces que aún no hemos descubierto, pero que sin duda vagan dispersas por las páginas de Amuleto, Nocturno de Chile o 2666. Los lectores chilenos de Bolaño son también lectores de Wilcock, de Enrique Vila-Matas y Sergio Pitol, de Ricardo Piglia y Rodrigo Fresán, de Fernando Vallejo, de Enrique Lihn; autores, todos, que no suelen figurar, por cierto, en las listas de lecturas obligatorias.