martes, 19 de junio de 2007

Nadie es profeta en su tierra

Mauro Libertella








Una noche de 2003, una famosa (sic) y poco lúcida conductora de televisión chilena anunció, en vivo y a todo color, que Roberto Bolaño, el Chavo del Ocho, había muerto. La confusión podría tildarse de simpática –la animadora pensaba en el actor Roberto Gómez Bolaños, que sigue vivo y coleando– si no escondiera tras su pliegues una realidad inquietante: a la hora de su muerte, Roberto Bolaño era en su país un escritor más bien fanstasmal, de apellido intercambiable. Con cincuenta años encima, marcados por una concepción utópico-idealista pero altamente contemporánea de la literatura, Bolaño dejaba tras su paso un puñado de libros definitivos; libros escritos con urgencia, con humor, y con una pasión que a muchos nos hizo creer de vuelta en la epifanía literaria como un sueño posible. Sin embargo, en el país en el que había nacido y del que se había ido de adolescente, para volver sólo unos días antes del golpe de Pinochet y exiliarse para siempre, la opinión era todavía difusa. ¿Cómo explicarlo? En primer lugar, la aniquilación y la pausada reconstrucción que hizo Bolaño de lo que se entendía por “literatura chilena”, una literatura anquilosada y dormida en los colchones espinosos de la dictadura, fue radical. Desde sus cuentos y novelas, Bolaño tallaba sobre un mármol perdurable una idea de Chile, hecha con la materia de una inagotable biblioteca personal, pero también con un universo de ideales morales y estéticos que jamás se corrompieron. Así, Bolaño es el escritor que desde España escribe sobre el Chile que recuerda, pero en ese recuerdo está agazapada la proyección de un Chile posible, de un país en donde la mediocridad o el silencio pueden ser denunciados con elegancia pero sin concesiones. Y es lógico: muchos escritores y críticos chilenos sintieron en Bolaño a un forastero que hablaba desde afuera, y tejieron sobre su obra un silencio casi simbólico, que se puede entender como miedo, como rechazo o como la aceptación de una evidencia incontestable.

Y además, claro, están los jóvenes escritores, esos que llegaron a la literatura cuando Nocturno de Chile o Estrella distante se estaban imprimiendo. Y la pregunta es inevitable: ¿cómo escribir después de Bolaño? ¿Por qué puerta entrar a las catedrales de la literatura chilena, cuando uno de sus más grandes escritores vivos decía: “Chile es hoy un país en donde ser escritor y ser cursi es casi lo mismo”? De un solo modo: quemando las barcas por la escritura. Tomando la herencia de Bolaño desde su costado vital y luminoso, que más que un costado es su centro mismo. Pero, desde ya, la propuesta de Bolaño no es de simple ejecución. Implica una revisión total de la tradición, invirtiendo valores que años de dictadura y operadores culturales a su servicio habían erigido, armando con los ladrillos de la mentira una idea de la literatura chilena –esplendorosa, vendedora–, que un escritor como Bolaño, en muy pocos años, pudo hacer temblar.

Para ilustrar la relación esquiva y pantanosa de Bolaño con la patria y el suelo de pertenencia, se ha mencionado el hecho de que Los detectives salvajes es la gran novela mexicana, escrita por un chileno que vivía en España. Esta extraterritorialidad (en términos de Ignacio Echevarría) fue lo que evitó que el mundillo literario chileno le palmeara la espalda, neutralizando su literatura. Y esa misma extraterritorialidad –solitaria, vertiginosa, lunática– fue la que le permitió también hacer declaraciones como “los escritores chilenos, con alguna excepción, no quieren tener ningún problema. Sólo quieren que se les quiera, que de ser posible un día se vean instalados en una agregaduría cultural, que hablen bien de ellos. Escalar, escalar siempre, buscar y conseguir el éxito, aunque el éxito sea tan pequeño como Chile mismo. En esta feria de vanidades, en este baile de salón entre los siúticos y los cuicos, brilla todo, menos la literatura”. Hay un momento en el archipiélago de la obra de Bolaño en que la idea de Chile hace expansión y se convierte de súbito en la idea de “Latinoamérica”. Pareciera que de Chile a Latinoamérica hubiera un solo paso, la misma pisada áspera pero imprescindible que lo llevó del Chile fundacional al México infrarrealista (reconvertido en “real visceralismo”), y de México a la España de su trabajo narrativo. Y cuando Bolaño se vio a sí mismo reflejado en el espejo prolífico y mediático de la literatura latinoamericana de fin de siglo, no vaciló en espetar sus pareceres. Respecto del panorama de la “nueva literatura latinoamericana”, dejó una frase memorable: “El panorama, sobre todo si uno lo ve desde un puente, es prometedor. El río es ancho y caudaloso y por sus aguas asoman las cabezas de por lo menos 25 escritores menores de cincuenta, menores de cuarenta, menores de treinta. ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos”.

Caminando por las calles de Santiago se puede percibir el singular imaginario letrado de un país que carga en su haber con dos premios Nobel de Literatura, ambos poetas. Es una relación con la literatura al mismo tiempo cercana –Pablo Neruda es algo así como el tío bueno, con el que todos se hubieran tomado una copa, si no afirman habérsela tomado, además de haberlo leído en la escuela, al igual que la Mistral– y de idealización, de protección casi guerrera de sus vacas sagradas. Y entonces llegó el alter ego de Bolaño, Arturo Belano, y habló de Enrique Lihn como un poeta mayor, y habló sin perder el aliento de la inteligencia desnuda de Nicanor Parra. Por eso, tal vez, la irrupción repentina y feroz de Roberto Bolaño en el mapa de las letras locales, con su ímpetu de quiebre y su fascinación por lo menor y lo dislocado, fue difícil de asimilar. Fueron unos pocos años de torbellino y fragor. En 1996 publicó Estrella distante y en el 2003 moría en un hospital, dejando en el horno su magna obra 2666. Un destello de siete años en donde se astilló el arco biológico de una vida, y en los cuales ni la crítica ni los lectores pudieron ignorar que algo definitivo estaba pasando.




Ilustración: Fernando Vicente