domingo, 8 de julio de 2007

El copiloto del Impala

Juan Villoro
La Jornada Semanal, 18 de julio de 1999







Roberto Bolaño acaba de ganar el Premio Rómulo Gallegos con Los detectives salvajes. Construida al modo de un estadio donde la gente entra y sale sin tregua, la novela es una marea de historias, Las mil y una noches de una generación adicta a los paraísos artificiales de la poesía y del tequila blanco. Esta saga inconmensurable dura 609 páginas pero podría abarcar una biblioteca concéntrica; en rigor, no termina: se disipa tras una última ventana. Con un oído atento a los giros y modismos que definen personalidades, Bolaño congrega a un coro de mexicanos, chilenos y españoles que conocieron a Ulises Lima y Arturo Belano, los detectives literarios que a fines de los setenta se lanzaron en busca de la poeta Césarea Tinajero. La pesquisa dura dos décadas y pasa por las bodegas de un barco anclado en el Mediterráneo, las soledades del desierto de Sonora, bares de una Barcelona sin gloria y sórdidos departamentos de la Ciudad de México. En esta anti-novela de iniciación, las rutas son rigurosamente descendientes: "el poeta no muere, se hunde, pero no muere''. Como en el Popol Vuh o en Las cintas del sótano, de Bob Dylan, las flechas apuntan hacia abajo y proponen peldaños interiores.

Césarea, fundadora del movimiento visceral realista, atestiguó el crepúsculo de la Revolución Mexicana y desapareció sin otro legado que su leyenda y unos poemas hiper-herméticos que sus fieles interpretan como el non plus ultra de la vanguardia. Muchos años después, Lima y Belano siguen sus huellas. Retrato de una época, Los detectives salvajes ofrece un catálogo de formas para viajar al inframundo y cambiar la superficie, una vindicación y una sátira simultáneas de los enamorados de la modernidad que aceptaron la invitación al viaje de Valéry, recorrieron las carreteras de Kerouac y gritaron con Jim Morrison: “¡queremos el mundo y lo queremos ahora!”.

Para los mexicanos que frecuentaron talleres literarios en los años setenta, el caudal narrativo de Bolaño brinda el botín adicional de la lectura en clave. Monsiváis y Paz aparecen como fantasmas rulfianos y una pléyade de poetas, editores, burócratas de la cultura y críticos menores adquieren nombres falsos y perdurable identidad. Arturo Belano es el alter ego de Roberto Bolaño, escritor chileno que vivió en México de 1968 a 1978, y Ulises Lima, protagonista absoluto del relato, es el poeta Mario Santiago. Los visceral realistas representan a los infrarrealistas, el grupo que alborotó nuestra república de las letras en los setenta. Pero Bolaño no levanta un acta ministerial de ese tiempo. En su pluma irónica, la pandilla en la que militó resulta absurda y entrañable, y el “enemigo” Octavio Paz se agranda como un chamán que recorre el Parque Hundido en una caminata que es un signo que es un viento entero.

Los detectives salvajes recupera un país único y espectral. En este sentido, estamos ante una de las más brillantes novelas mexicanas. Poco importa que alguno de nuestros presuntos paisanos diga “atasco” por “embotellamiento” o “guardabarros” en vez de “salpicadera”. A la distancia, Bolaño atesoró una patria memoriosa hasta convertirla en atributo de su imaginación. El resultado: un paisaje preciso y enrarecido, la descolocada veracidad de la ficción.

Un par de años antes de Los detectives salvajes, Bolaño publicó Estrella distante, novela breve sobre la represión en Chile. El protagonista es un aviador que escribe poemas efímeros con la cauda de su jet. Durante la dictadura se “sofistica” hasta concebir la tortura como una de las bellas artes. Dandy del horror, encarna un tema caro a George Steiner: la paradoja del genocida con espléndido gusto artístico y la imposibilidad de la estética para definir una moral. Metáfora del “artista heroico”, intoxicado de sí mismo, Estrella distante muestra el oprobio con escalofriante sofisticación. ¿Puede haber algo más avieso que compartir la atracción de lo inmundo? Por un momento, el lector es un voyeur del espanto. Sin consignas declamatorias, el libro dibuja un infierno excelso, una alegoría cuyo mérito es no parecerlo, al modo de En los acantilados de mármol, de Ernst Jünger.

Quizá el territorio “natural” de Bolaño sea el cuento. Después de décadas de escribir poesía, se facultó para contar historias tensas, que operan por alusión. En su volumen de relatos Llamadas telefónicas confirma la variedad de sus registros, su temple de escritor nómada, de la fugitiva estirpe de Caín, y escribe con igual fortuna la biografía de una actriz porno de Estados Unidos que un relato dialogado entre dos policías chilenos. No es casual que este cuentista de raza haya armado Los detectives salvajes como un maletín lleno de historias.

Bolaño vive en Blanes, el puerto donde se alza la primera roca de la Costa Brava. Ahí, las barcas llevan banderas del Español o el Barça. En los domingos grandes, las peñas parten en tren a los estadios de la ciudad condal. Frente al punto de reunión de los porristas, hay una pastelería donde un culto repostero lee con cierto rubor las historias de Bolaño. “Yo también fui joven, pero esto es demasiado”, comenta ante las sobredosis de sexo, drogas y rock and roll. Sin embargo, no deja de leer. El pastelero de Blanes no es el único que ha sentido la perturbadora carga de los relatos de Bolaño, o Belano, quien recorrió las autopistas y el desierto en el Impala comandado por Ulises Lima.

De acuerdo con la Odisea, el safari de los espejismos termina en casa. Los detectives salvajes es la aventura de un regreso. Roberto Bolaño ha vuelto, para siempre, a la indescifrable realidad que por convención llamamos “México”.