lunes, 27 de agosto de 2007

2666: Todos los caminos conducen al desierto

por Carlos Almonte










Roberto Bolaño se caracteriza, entre otras cosas, por desenlazar sus historias muy cerca del final. En tres o cuatro páginas reúne a los personajes, o los separa; fabrica diálogos notables, interpone situaciones, las desarrolla, las elimina, prepara un final y lo realiza sin apuros, a base de finas y precisas estocadas, y a pesar del aparente poco espacio para maniobrar; demostrando así un talento inmaculado que no sólo no deja baches o cabos sueltos, sino que tampoco permite dudas. Bolaño pertenece a la categoría de Maestro, qué duda cabe. Ya lo había demostrado, con iguales o, en mi opinión, mayores creces, en Los detectives salvajes, esa entrañable historia de entrañables personajes, del año 1998.

Varias son las semejanzas entre 2666 y Los detectives salvajes. Algunas saltan a la vista; otras pueden ser forzadas. Sin embargo, lo que realmente importa, y lo único exactamente igual en ambas novelas, es el personaje oculto, mítico y casi-invisible, que moviliza el resto de la acción. Aquella dupla enorme y neblinosa conformada por Cesárea Tinajero y Benno von Archimboldi; la primera gorda, el segundo altísimo. Ambos escritores (Cesárea, poetisa, Benno, novelista), a los que es casi imposible seguir el rastro por ciudades de México o el mundo, o el desierto de Sonora, a donde parecen -parecemos- llegar todos, indefectiblemente, tarde o temprano.

¿Por qué una obra maestra necesita estar oculta, lejana, perdida en el desierto? ¿Qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?

La sensación de estar en medio de un desierto es indescriptible. Hace años, y acaso como otro personaje de ficción, presencié una tormenta eléctrica en las pedregosas costas del Gran Norte. Fue un espectáculo tan asombroso que todo lo que pueda decir ahora sería un vulgar remedo de lo que en realidad sucedió esa noche. Para colmo de bienes, el día anterior a la tormenta habíamos cocinado un cactus y un par de horas antes del comienzo de la lluvia lo habíamos ingerido en lo más alto de una duna. “A partir de ese momento, la realidad, para Pelletier, para Espinoza, para Liz y para mí, pareció rajarse como una escenografía de papel que al caer dejó ver lo que había atrás”.

Durante la ingesta, y posterior efecto, bailamos bailes indios inventados por nosotros, conversamos con las plantas y los búhos y, cuando la lluvia se hizo fuerte, corrimos en dirección al mar. El cielo se cerró completamente y vimos a las aves, nada acostumbradas a este tipo de avatares, despedirse de nosotros para ir en búsqueda de abrigo. Fue entonces cuando se nos escapó el control del tiempo.

Bajo estos parámetros resulta comprensible el refugio estipulado -soñado, idealizado- para Tinajero y Archimboldi. Un lugar secreto e inexpugnable, sin escritura ni posible huella, y que sin embargo retribuye, en desintegración y trascendencia, en silencio y en vacío.

Archimboldi está aquí, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él. Sé que vosotros lo comprenderéis.