lunes, 24 de septiembre de 2007

El hombre que escribía para morir por su cuenta

por Rafael Gumucio
"El País", 14 de abril, 2007
















Los adolescentes suelen querer creer que su patria está en los libros, y que los poetas y la poesía es lo único sagrado en un mundo lleno de vulgaridad y futilidades. Los padres suelen mirar este exceso de citas y discursos y nombres de escuelas literarias y divisiones trotskistas con una mirada piadosa, pensando: "Ya se le pasará". A Roberto Bolaño, por razones de carácter, pero también por razones históricas -hijo de los setenta, despatriado no sólo simbólicamente sino efectivamente, a golpe de metralleta-, la adolescencia no se le pasó. A Roberto Bolaño la adolescencia siguió -porque para su desgracia también era lúcido, porque no sólo le gustaba leer sino que sabía leer- doliéndole porque conocía mejor que nadie sus mentiras y sus torpezas.

Escribió sobre esas torpezas y esas mentiras. No lo hizo ni desde la nostalgia impostada, ni desde la decepción, también impostada, sino con verdadera ternura, con secreta templanza, con adolescente entusiasmo, con juvenil sarcasmo, con maduro control de su prosa. Lo hizo en poco tiempo, poco antes de morir, con la autoridad del que sabe que no le quedan más fichas, que no tiene tiempo para otro intento. Es esa urgencia, y la fe que con contar basta para ser comprendido, lo que hace que lo que cuenta Bolaño sea tan directamente innegable. La extrema autoridad con que sus narradores nos hablan, nace de ese extraño lugar desde el que Bolaño mismo nos habla, un adolescente -es decir, alguien que cree que no puede morir- que habla con la voz de un hombre que lo único que sabe a ciencia cierta es que va a morir. Que escribe por eso y para eso, no para no morir sino para -como pedía Enrique Lihn- morir por su cuenta.