miércoles, 24 de octubre de 2007

Nocturno de Chile: Vericuetos de una conciencia tenebrosa

por Patricia Espinoza
Rocinante, marzo, 2001










En estos días de enero de 2001 se han conocido los resultados de la Mesa de Diálogo y el pasado inserta su terrible inagotamiento en la escena alienada del verano chileno. Y con el pasado la duda, acompañada de las retóricas para la acomodación de los hechos al momento político. Pero dentro o detrás de eso, la ausencia de cuerpos reales, que como cuerpos jurídicos pasarían de secuestrados que inculpan a asesinados que amnistían. Con todo esto la verdad vuelve a complicarnos, tal vez como nunca. "Nadie sale indemne de las concatenaciones o permutaciones o disposiciones del azar", ha dicho en Amuleto uno de los personajes de Roberto Bolaño. Y es este azar el que permite que precisamente en este particular contexto, aparezca Nocturno de Chile. Un libro en torno al terror, a la posible verdad, a la moral posible. Un intento de mirar tras la cara visible del mismo poder que hoy intenta seguir convenciendo con su discursividad del ocultamiento. A partir de un magistral proceso de focalización, la novela nos permite introducirnos en los vericuetos de una conciencia tenebrosa. Y aunque siempre el mal se nos aparece como un indestructible poder simbólico, esta vez Bolaño decide acosarlo ¿atraparlo? desde lo más profundo de sus anomalías, en una denuncia que se niega al facilismo y que privilegia un proyecto estético que es a la vez político, ideológico y metafísico. A partir de ello, Bolaño puede tratar de responder qué se hace con el dolor, con el resentimiento, cómo experimentar o pensar al mal, desde dónde ubicarse para lograr entender lo más profundo de una lógica que a pesar de todo siempre será la de un rostro desviado.

Nocturno de Chile es el relato en primera persona de Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote, crítico literario, cuyo seudónimo es H. Ibacache; discípulo del majestuoso y respetado Farewel, crítico literario y homosexual. Durante alguno de los días de dos mil, Urrutia Lacroix agoniza y mira hacia atrás, abarcando casi medio siglo de la historia chilena y de su propia vida. ¿Confesión? ¿Ficción al modo autobiográfico? Bolaño presenta a un yo literaturizado, ficcionalizado, pero también un yo adherido a una referencialidad clara. Por cierto, no se escatiman algunos nombres propios (Pinochet, Neruda) acompañados de otros simplemente convocados a partir de un mediano conocimiento del lector de la escena literaria chilena. Bajo este último procedimiento, los juegos intencionados con los posibles efectos de lectura, aparecen José Miguel Ibañez Langlois, sacerdote y crítico literario de seudónimo Ignacio Valente, Mariana Callejas, Michael Townley y, un poco más borrosamente, Hernán Díaz Arrieta, Alone, (aunque parecen ser varios resumidos en él).

Es precisamente en ese punto, en el de no insistir en demasía en una referencialidad denunciante, que la novela adquiere otro peso, otra dimensión que vectoriza los significados hacia una reflexión sobre el mal y el poder. Esto ocurre por la acuciosidad con la que el autor se dedica a construir un yo, que desde una implacable primera persona, bucea en sus zonas más íntimas e "ingenuas". Urrutia Lacroix se mueve dentro de una dinámica donde la culpa parece anularse con facilidad extrema y todo sucede de un modo, digamos, casi natural e inevitable. Salvo por la presencia del "joven envejecido", un otro yo, mala conciencia que hiere y obliga al sacerdote-crítico a su autoafirmación.

La novela constantemente se la juega por la necesidad de ubicarse en el imposible sitio del otro, no para enmascarar una denuncia, sino para hacer estallar al poder desde su propia realidad discursiva: lo bello puede convivir con lo perverso y esto con la moral y la santidad y la salvación del alma. Así, la figura del crítico -gestor de un canon, supraconciencia- se intersecta con las posibilidades de un mal que impide calibrarlo, porque en él se vive, sin más.

H. Ibacache se nos aparece como el último representante del moderno deseo chileno del padre terrible. Un poder evaluador, una palabra legislativa, valorativa, "supuestamente" desideologizada, no interferida por la mezquindad de la actividad humana. Sin embargo, desde una suspicacia mínima, podemos leer un calce casi exacto entre un poder político (Pinochet, la Junta Militar) y el poder crítico. Este espejeo, sumado a las tertulias literarias en casa de María Canales, en cuyos subterráneos se practicaba la tortura, tiende a abrir una brecha culposa en la moralidad del establishment artístico nacional.

Nocturno de Chile es un texto construido como un bloque, un flujo continuo cuyo formato sólo se ve intervenido por el apartado de la frase final. Un libro lleno de un intenso ritmo, de interrogantes, reflexiones y zonas casi infranqueables como la serie de sueños, el viaje a Europa o la anécdota acerca del cementerio sólo para héroes. Roberto Bolaño nos aproxima al miedo de un modo extraordinario y lúcido, redundando en el concepto de una búsqueda necesariamente sustentada en la memoria, donde todavía es posible encontrar algún mínimo sentido.

"Quítese la peluca" dice el epígrafe de Chesterton. Exhortación que Urrutia Lacroix parece realizar, pero que queda resonando una vez finalizada la novela, como si a pesar de tanto hablar todavía siguiera ataviado con ella y la pregunta por dónde está el mal pesara más ahora que antes. Nocturno de Chile es una novela que asume numerosos riesgos, pero de cada uno de ellos se dispara una reflexión poderosa que apunta a no transar con el querer entender, al no dejarse llevar por los significados ya establecidos, al ir más allá y más adentro. Este libro, del mejor narrador chileno en muchos años, corrobora una vez más que la literatura es una experiencia de conocimiento radical.