jueves, 8 de mayo de 2008

Ruta de un detective salvaje en el D.F.

por Andrés Muñoz



El 15 de julio se cumplieron cuatro años de su muerte. Pero, de una u otra forma, Roberto Bolaño sigue vivo. Sobre todo en Ciudad de México, escenario clave en la vida y libros de este escritor chileno. Allí se ambientó su premiada novela "Los detectives salvajes". Y allí también se mantienen en pie -a duras penas- las calles, bares y plazas que Bolaño visitaba en los 70 y por los cuales hizo incluso desfilar a sus personajes. Cuando iba a estos sitios, Bolaño no se movía solo. Junto a él caminaba un grupo de poetas infrarrealistas, que hoy se atreven aquí a reandar la ruta. Entre nostalgias y unas disimuladas gotas de rabia.




La imagen está detenida en el tiempo. Ciudad de México, mediados de los 70. Una tarde muy fría. Parado al lado de un banco, un tipo crespo y de anteojos lleva a cuestas un morral, casaca de cuero, jeans gastados y botas. Está de pie, porque nunca se sienta. En una mano sostiene un taco comprado en la calle; en la otra, incómodo, varios libros. Mordisquea su taco y fuma Delicados, su marca predilecta de cigarros y los más baratos. Lo hace todo al mismo tiempo. Siempre con frío. Y siempre de pie.

Así recuerdan en el D.F. a Roberto Bolaño quienes lo conocieron a fondo. Sus amigos más íntimos. Entre ellos estaban Juan Esteban Harrington, José Peguero y Guadalupe Ochoa, tres poetas que fueron y aún son parte del movimiento infrarrealista, al cual también perteneció el escritor chileno y que es el pilar de su novela Los detectives salvajes. Estos tres mexicanos estuvieron con Bolaño en su juventud y fueron convertidos en personajes de la premiada novela: Harrington en Juan García Madero, Peguero en Jacinto Requena y Guadalupe en Xóchitl García.

Pese a los años que han pasado, dicha situación -ser personajes de la novela de Bolaño- no deja de incomodarlos un poco. Según ellos, esto fue un juego literario, pero también una falta a la lealtad y a la confianza del grupo. A la amistad que tenían. "Yo sé que García Madero soy yo, todo está moldeado a la verdad. Yo tenía 17 años ¡y el auto Impala que sale era el mío! Pero hay cosas inventadas y traiciones, y eso nosotros lo reconocemos en el papel", señala Harrington, quien junto a Peguero realiza un documental del infrarrealismo. Para mostrar que siguen vivos.

Pero hoy, en pleno Zócalo del D.F., los tres están reunidos por otros afanes: revivir, como en una máquina del tiempo, los pasos de Arturo Belano -álter ego de Bolaño en Los detectives salvajes- y los "infras" en la capital mexicana. Con las mismas paradas que juntos hacían en la década del 70. Los detectives salvajes salen otra vez de cacería.


De chelas a escribanos

Primera parada: bar El nivel, a un costado de la Catedral. Entre niños que se pasean con máscaras de lucha libre y cientos de postales de la Virgen de Guadalupe que tapizan la acera, se vislumbra una pequeña puerta. Los infrarrealistas entran. "No ha cambiado mucho" dice Peguero, mientras observa antiguas fotos blanco y negro de la ciudad que decoran los añosos muros del lugar. Hay mucha gente, más hombres que mujeres. Todos con un vaso de cerveza en la mano. "Por lo menos ahora entran mujeres, antes debíamos disfrazarnos para entrar", explica Guadalupe, y se toca su pelo corto. El aire aquí huele a maíz frito y al cuero de los viejos sillones. Los tres poetas se sientan.

"Roberto no tomaba tequila; una cerveza quizás, pero cuando decía 'vamos a tomar' no tomaba. Prefería la 'Chesco light', una bebida malísima, destilado del cactus", recuerda Harrington. Un ventilador del techo espanta el humo de los cigarros de los "infras", quienes recuerdan que Bolaño era algo tacaño: "Cuando ofrecía fumar, cortaba los cigarros por la mitad. Lo mismo hacía con los huevos al desayuno, sus medio-huevos eran clásicos. ¡Éramos miserables, pero no tanto!". En este bar, "la primera cantina de la ciudad" según reza un pequeño cartel, antes había una canaleta al lado de la barra, para que los borrachos se desahogaran sin moverse de sus asientos. Hoy deben ir al baño.

Es hora de volver a caminar. Igual que hace 30 años, donde junto con Bolaño recorrían diariamente 15 km por el D.F. En el trayecto, se oyen rancheras que salen de los locales ambulantes. "¿Qué escuchaba Roberto? A Kiss y a Lou Reed. Tenía patinadas con la música, le gustaba el rock de vanguardia", dice Peguero. Después de diez minutos, los pasos se detienen en la esquina de las calles Argentina y Dorceles. Allí estaba el departamento de Bruno Montané -Felipe Müller en la novela-, otro "infra" chileno, hijo de exiliados, que conoció a Bolaño en el México de los 70 y que hoy vive en Barcelona. Es un edificio con fachada de ladrillo, moderno para ese tiempo: tenía hasta ascensor. El departamento era muy amplio, sin ventanas y podían entrar 50 personas. O 50 "infras", para ser más precisos. "Nos reuníamos todos apretados. Ahí se fue formando el grupo, incluso ahí le pusimos el nombre a Piel Divina, el personaje del libro", explica Guadalupe, quien saca una foto en un arrebato de nostalgia.

Durante la caminata, los tres poetas se detienen cada segundo: un recuerdo, una anécdota, un abrazo, una foto. Hace tiempo que no repetían esta bitácora. Por fin llegan a la Plaza de Santo Domingo, o de los "Escribanos" como le dicen ellos. Allí, ancianos con máquinas de escribir antiguas se dedican a redactar cartas de amor a pedido de campesinos que vienen de otros pueblos. "La primera máquina de escribir de Roberto era una de ésas, pero roja. Cuando amanecía -recuerda Peguero-, veníamos a la fuente de la plaza para ponernos presentables, nos lavábamos la cara y despertábamos después de una noche de copas. También era todo un panorama sentarse a escuchar lo que la gente pedía en sus cartas, son verdaderos poemas".


Habana Club

"Era demasiado tarde. Ya no pasaba ninguno, así que decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de ahí nos fuimos caminando juntos hasta un bar de la calle Bucareli, en donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía" cuenta García Madero en Los detectives salvajes. Hoy, Harrington -o García Madero- está vestido de negro. Tiene varios kilos de más y está calvo. Y sigue fumando sin parar, un código que él, Bolaño y los otros "infras" nunca rompieron. Harrington y su colegas llevan media hora caminando desde el Zócalo. Se detienen en las calles Reforma con Bucareli, las mismas del libro. Los bares y almacenes están remodelados. Excepto uno.

El café La Habana, o café Quito para los lectores de la novela bolañista, es popular entre detectives, abogados y periodistas. Tiene muchas historias, como haber sido centro de reunión del Che Guevara y Fidel Castro. "Nos sentábamos al fondo y a la izquierda, en una mesa doble. Ese era nuestro sagrado sitio. A veces Roberto venía sin sus lentes y no nos veía al entrar, y teníamos que ir a buscarlo a la calle", cuenta Peguero. Ya no están las mismas meseras, que fueron inspiración de tantos poemas y discusiones. "Escribíamos como locos, poemas de 28 cuadrillas con pasión y fuerza. Y todo aquí mismo y en el momento", dice Harrington. En este café las charlas trataban de literatura, política, cine y mujeres. "Eran algo machistas, no sólo por hablar de mujeres, sino porque ellos se creían más importantes. A veces nos dejaban de lado", se queja Ochoa, sentada en la misma mesa de antaño. Piden unos tragos y un plato de "chiles toreados", sólo para valientes. "Antes sólo tomábamos café y banderilla, un pan dulce. Eran muy lindos esos días, había un sentido de la belleza y la pureza que era muy determinante en nuestra vida. Vivíamos nuestra poesía de esa forma. Nunca hemos dejado de querer esos momentos", recuerda Harrington con la voz cortada.

La mesera trae la cuenta, mientras sobre la mesa hay un ejemplar de Los detectives salvajes que nadie se molesta en abrir. Los tres "infra" lo ven con indiferencia. Como si no existiera. Sólo Harrington atina a decir: "Mientras conversábamos, Roberto sacaba su libreta y con su letra chiquitita anotaba lo que serían las historias de su novela. Y es que son escritos nuestros, los vivimos, los dijimos, todos participamos". Un breve silencio recorre el salón color crema.

Afuera, a pocos pasos, está el cine Bucareli. "Ahí veíamos películas clase B, donde los senos de las actrices se veían de cuatro metros", explica Peguero, sin darse cuenta que hoy los carteles sólo anuncian el estreno de Harry Potter 5. También está el monumento del Reloj y la esquina donde estaba la Pizzería del Gringo -otro lugar reconocible en la novela-, reemplazada por una gran casona. "Comer pizza en esa época no se acostumbraba, pero Roberto siempre lo hacía, fue un precursor", dice Harrington. De vuelta a la ruta, siempre en el centro de la ciudad, pasan varias cuadras entre Reforma y Juárez. En una de ellas, no muy lejos del Palacio de Bellas Artes, estaba la antigua librería El Sótano, ahora demolida. Era el antro del robo de los "infras": guardaban la mercancía en las chaquetas y salían corriendo como si hubiesen visto al demonio.

Cruzando Juárez, detención en otro espacio obligado: el Correo. "Veníamos a escribir para participar en concursos literarios o lo que fuera", recuerda Peguero, mientras mira a este gigante edificio de estilo clásico. Como añorando los tiempos donde no había e-mail.


Ese hígado de Bolaño

"Creo que se puso Arturo Belano en honor a su amiga Bárbara Délano -hija del escritor Poli Délano, fallecida en un accidente aéreo en 1996-, pues la quería mucho", especula Harrington sobre el álter ego de Bolaño en Los detectives salvajes. Fue este personaje quien en el libro hizo un discurso sobre películas de terror en La Casa del Lago, un centro cultural que sigue en pie en el Bosque de Chapultepec, el pulmón del D.F. Allí también los infrarrealistas irrumpieron para molestar a su enemigo Octavio Paz, en un recital poético. Hoy La Casa del Lago sigue igual, escondida entre pinos, ardillas y pájaros. Con sus pilares blancos frente a un lago. "Llegar ahí es muy padre, no te quieres ir, es inhóspito", señala Peguero. Todavía se hacen recitales. Un aviso en una solitaria pizarra, con letras a color, lo confirma: "Lectura de cantos: sábados y domingos. En el bosque de la imaginación".

De vuelta al Zócalo. Son varios kilómetros, pero a nadie le importa. En el camino aparecen los clásicos "cafés de chinos", tan nombrados en la novela de Bolaño. Sobre todo El Popular, que carga 60 años de existencia. Es un local abierto las 24 horas, que antes era atendido por chinos y cuyos clientes eran estudiantes o trabajadores por sus bajos precios. La carta se remite al café con leche y a platos mexicanos en versión oriental. "Cuando había para comer, éste era el lugar: harta gente y bueno", explica Peguero. El sitio es pequeño y el tiempo vuela mirando la experticia de los mozos en los embaldosados pasillos, siempre con un amable "¿mande?" a flor de labios.

La parada final de la ruta es la casa de Roberto Bolaño. Los "infras" quieren ir a pie, pese a que cargan 50 años encima. Pero al final deciden usar el metro, hasta la estación Balderas. Mientras camina, Harrington hace recuerdos: "Roberto era algo hígado, que acá significa ser pesado, desagradable. ¿Qué irónico, no? Recuerdo cuando se ensombrecía: bajaba un poco el mentón, se echaba para atrás y empezaba a tirarte mierda. Tenía un humor seco y duro. También era algo ególatra, pero igual era un cuate, lo queríamos". Según sus amigos poetas, Bolaño era una especie de André Breton, que siempre quiso ser líder del grupo. Sin serlo. Peguero dispara: "Era un gran amigo, escribía muy bien. Quizás para su novela no debió inventar ciertas cosas, y haberse preocupado más de promover el amor y la continuidad del movimiento".

El grupo camina por la calle Abraham González, dobla en Versalles al topar con Berlín. Allí, donde estuvo la casa de Bolaño, hoy se levanta una casona de ladrillo. Ya no existe el departamento del escritor, ubicado en el cuarto piso de un edificio que fue demolido. La calle sigue siendo muy residencial. Cerca, se ven fábricas nuevas y una clínica automotriz. Más allá, en una gran avenida, un Mc Donald, farmacias y un teatro que presenta el musical "Los productores". Los tres detectives salvajes saben que el tiempo terminó. Que deben emprender la marcha de regreso. Se despiden, no entre ellos -se ven seguido-, pero sí de aquel otro infra que los miró, los investigó y escribió sus vidas. Aquel que, en la página 21 del libro, en la voz y diario de García Madero, escribió un 7 de noviembre: "La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas, ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas".