jueves, 12 de junio de 2008

Pequeños asuntos sobre Roberto Bolaño

por Lorenzo Peirano
Carajo. 01.2008















Sobre Roberto Bolaño ya se ha dicho todo. Sabemos que escribía bien y que quería escribir bien. Que se levantaba muy temprano, que vivía en un pueblo catalán. Que se fue de Chile, que le gustaba Borges. Sabemos también que era (es) mejor que Isabel Allende. Lo han acercado, lo han alejado. Ya odiosos personajes pronuncian su nombre; queda claro, este hombre triunfó, y su triunfo fue un cachetazo dentro de nuestro medio literario. “Era también poeta”, me dijo un conocido. “Era también poeta”, y recordé entonces su nombre escrito hace tiempo en un cartel.

Pero sus versos me interesan menos. Y sigo recordando (pero) cosas más recientes: en una entrevista expresaba lo importante que Nicanor Parra era para él. Con honestidad para admirar, con verdadera honestidad, creía debérselo todo al antipoeta. Puede que así sea; puede que en parte. Sin embargo, habría que hacer notar un caso único de beneficio (no olvidando a Adán Méndez, claro está) de una primordial influencia parriana en un escritor o poeta. Porque Parra –esta certeza o insolencia se la debo a Bolaño— ha sido mal entendido; Parra no es un cómico, alguien que sólo provoca carcajadas (las mismas que podría producir un personaje de televisión).

Los últimos atardeceres de la tierra, con B y su padre, nosotros y nuestro padre; mi padre y yo. Movimientos de cuerpos en una atmósfera como de ensueño. “Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda / que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del cementerio…”, escribió Parra. Mal cito, enredo y me disculpo.

Bolaño suscita. Podemos o no estar de acuerdo (¿quién decía que un escritor nos parece bueno cuando sus opiniones coinciden con las nuestras?). “Irreverente” han afirmado, pronunciando esta palabra como una novedad. “¿Por qué, Zoilo, ensucias el agua de los baños lavando allí tu culo? ¿Te gustaría ensuciarla todavía más? ¡Mete la cabeza!”, escribió Marco Valerio Marcial, el poeta romano nacido en Bilbilis, en el cuarenta y dos después de Cristo.

Y es que Bolaño, por sobre todo, nos dejó la certeza de un hombre ante el oficio de escribir. Se sintió fracasado, realmente malo, se sintió pésimo, no obstante nunca dejó de sentirse un escritor. Y Marcial de nuevo: “Pues mientras te preguntas qué quieres ser, es posible que no seas nunca nada”. “Claro”, me dirán, “pero era un escritor tremendamente dotado”. Responderé: “No hace tanto que ha quedado claro”. ¿Quién, sino un loco, tiene esa seguridad? Lo razonable en el arte de las letras es el fracaso, la mofa de ex novias y parientes. La megalomanía. Lo irrazonable, al fin y al cabo. Yo he conocido a unos cuantos personajes de esa laya (desde que pasé los cuarenta, tal como me aconsejaban mis amigos muertos, evito los espejos).

Ahora, he leído que uno de los méritos de Roberto Bolaño sería el acometer una novela larga; la extensión; la misma pretensión de la inteligentísima Rayuela. Un nuevo Ulisses de Joyce. Combinaciones, sobre posiciones; exquisiteces que sólo entienden los expertos del lenguaje. Un equivalente, una emulación. Porque en Chile así se piensa: la primera (y pésima) película de vampiros, la primera película de un millón de dólares. La traslación, el adoptar un hijo extranjero al que nunca se llegará a conocer del todo. Bolaño partió desde un Yo, un Yo algo vilipendiado no hace mucho. La distancia como mérito, el no hablar de uno. Ser sólo un observador de nuestros semejantes, meterse en arquitecturas y palpitaciones de otros cuerpos. Aunque “todo lo que realmente pasa me pasa a mí” (Borges).

Si bien Roberto Bolaño se encontró ligado en México a un movimiento como el Infrarrealismo, su experiencia corresponde a la de un solitario. Su enfermedad, la lejanía de la patria. Resulta obvio que únicamente escribió, sin proponerse, astucias destinadas a impresionar a seres como el “cura Ibacache”, crítico y poetastro.

Otros aspectos también me acercan a Bolaño: la asquerosa dentadura (esto no es una ligereza). Sus referencias a ciertos poetas que fueron parte del “alimento de mi juventud”. Habla de Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé, y aunque no dice nada nuevo sobre ellos, su tono regocija. Incluso, a mi juicio, se equivoca, colocando a Mallarmé por sobre Verlaine: Mi alma se prepara para el terrible naufragio. Pero remueve las aguas. Le parece desgastado Jean Valjean. La imagen socavando a la palabra en el llamado “imaginario” de la gente. Y de nuevo (perdón por tanta vanidad) otro de los poetas de mi ayer, León Felipe, encantador según uno de sus personajes femeninos.

Dije, al comienzo de esta afortunada o desafortunada prosa, que había visto el nombre de Bolaño tiempo atrás escrito en un cartel. Fue en la Sociedad de Escritores, en los ochenta. En aquella ocasión alguien hizo una broma que sería una torpeza repetir.