viernes, 1 de mayo de 2009

Literatura + Enfermedad = 2666

por Roberto Cabrera
Taller de Letras, Universidad Católica de Chile. 01.05.2005











En el año 2003, poco después de la muerte de Roberto Bolaño, fue publicado un pequeño volumen de relatos, titulado El gaucho insufrible. Al interior de este libro, incluidos casi como un extra, un acápite de último minuto, aparecen dos conferencias o ensayos. En el primero de ellos, “Literatura + enfermedad = enfermedad” el autor intenta vincular los conceptos de enfermedad, viaje y literatura. Y lo consigue. De la mano de Baudelaire y Mallarmé, Bolaño sostiene una suerte de teoría emanada desde su doble condición de escritor y enfermo terminal.

La propuesta de aquel ensayo resulta clarificadora respecto de 2666, especialmente en lo referido a la importancia del viaje en la constitución de un escritor. Es, por lo demás, un texto acerca de la condición del escritor, tomando en cuenta el (no) modelo de los poetas simbolistas.

La lectura de 2666, arroja una serie de luces y otras tantas sombras, mensajes cifrados que sugieren lazos, correspondencias y afinidades literarias; hoy, sin embargo, nos centraremos en la presencia de la enfermedad como un elemento constitutivo de la narrativa de Bolaño, una directriz que se encarna en el personaje central de la inmensa novela póstuma. El recorrido vital de Benno von Archimboldi reafirma lo dicho por los poetas franceses del siglo XIX: entregado al viaje, se ve sumido en el tedio; arrojado al vacío, encuentra lo nuevo, aunque esto corresponda a un oasis de horror.


Una genealogía enferma

La quinta novela incluida en 2666 es “La parte de Archimboldi.” Lógicamente, encontramos en ella las pistas que nos conducen (con sinuosidad, claro) al autor. Dos elementos resaltan en cuanto al origen del escritor: Sus padres y su país.

Su verdadero nombre es Hans Reiter y es hijo de un cojo y una tuerta cuyos nombres desconocemos. Las particularidades físicas de la pareja progenitora resultan irónicamente funcionales al posterior desarrollo del futuro escritor: el niño Reiter muestra una extraña capacidad para mantenerse bajo el agua y ver a través de ella. De hecho, sus ojos crecen de manera exagerada, haciéndolo ver como un animal anfibio, un tipo que no parece estar cómodo en la tierra ni en la orilla de una playa, sino que encuentra su medio natural mar adentro, en lo profundo. Obsesionado con la realidad subacuática, se especializa en la observación y el catastro de las algas. Años más tarde, parecerá estar condenado a un eterno deambular, a un viaje sin fin ni retorno, un peregrinaje a ninguna parte.

Reiter es prusiano, cuestión que liga su vida al desarrollo de los conflictos bélicos europeos; estos últimos entroncan al protagonista con el mundo de la literatura. La existencia de una nación prusiana comenzará a derrumbarse a medida que el gobierno nazi avance en su anhelado proyecto del tercer Reich. Como le sucede a su país, a Reiter también le son retirados los andamios de su incipiente estructura. Prontamente es retirado de la escuela a insinuación de sus profesores, quienes lo juzgan lejano e incapaz. El día de su temprano retiro de la escolaridad coincide con la llegada de Hitler al poder. Su padre, el cojo, ve en el niño-alga los residuos fantasmales de una Prusia idealizada:

¿Dónde están entonces los prusianos? Me acerco a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos… Solo te veo a ti, tu cabeza que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otra roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista… no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. (803)

A pesar de su rudimentaria mentalidad, el cojo parece entender la condición incombustible de su hijo (muy distinta de la suya, mutilado en la Primera guerra) y hacia él conduce un lejano vaho de magra esperanza.

A propósito de la construcción niño-alga, el Diccionario de los símbolos de Jean Chevalier entrega datos que reafirman lo propuesto y que, además, resultan anticipatorios respecto de la trama: “Sumergida en el elemento marino, reserva de vida, el alga simboliza una vida sin límite y que nada puede aniquilar, la vida elemental, el alimento primordial” (Chevalier 75).

Como se observa, Reiter enfrenta desde muy pequeño el problema de la ausencia, de la disolución y la fuerza enorme de lo anónimo. Así, la carencia de un nombre y de vínculos generacionales (el retiro de la escuela supone un distanciamiento de todos aquellos con quienes pudo haber compartido su niñez) se convierten en condiciones inherentes al futuro escritor, sus rasgos distintivos, una marca distinguible incluso en su narrativa. Sus novelas son inclasificables, aunque puedan ser comparadas o relacionadas con algunos estilos o escuelas. El narrador de 2666 es claro al respecto: “…esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés)…” (15).

Así, con la misma sumisión que Prusia es asimilada por la Alemania nazi, Reiter se integra al ejército que esparcirá el caos por buena parte de Europa. En el campo de batalla, el futuro escritor —aparente blanco fácil, gracias a su estatura inconveniente— se mueve entre la incredulidad y la indiferencia. Otra vez, como un alga entregada a los devaneos de las corrientes marinas, Reiter conoce a personas cuya influencia sobre su actuar se hará sentir posteriormente. La misma sumisión de su patria demuestra el ex soldado cuando cambia su nombre al momento de asumir la literatura. Esta decisión es fundamental porque evidencia la capacidad del personaje para adaptarse, para mutar, para sobrevivir en ambientes tan distintos como hostiles:

…entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. Reiter dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Me llamo Benno von Archimboldi.
El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.
—Mi nombre es Benno von Archimboldi, señor —dijo Reiter— y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.
(981)

La escasa importancia que el personaje otorga a su nuevo bautizo, contrasta con su afición infantil de memorizar y escribir el nombre de cada alga contenida en el libro que robó desde el colegio. Esta es, en todo caso, una hábil maniobra que le permite (a pesar de lo irrisorio y equívoco de su nueva identidad) distanciarse aun más de todo aquel que lo conozca. La triquiñuela es doblemente eficaz si consideramos que cada oficio, cada espacio, cada nombre asumido por el personaje, lo acerca al modelo de un tipo cualquiera, fundiéndose en la multitud de los rostros tristes y heridos de la Europa de posguerra. Sin saberlo (sin siquiera sospecharlo) alimentará su propia leyenda, diseminando sus huellas sin lógica aparente; a la vez, hará más difícil la tarea a los críticos que se obsesionan por encontrarlo.

Archimboldi podría ser considerado una suerte de emblema de la anomia, si tomamos en cuenta sus nombres y oficios, multiplicados por cada individuo con que se encuentra en los devastados paisajes que recorre. Cabe, en todo caso, hacer una distinción que favorece al dibujo del personaje que construye Bolaño. Si bien es cierto que Archimboldi vive el desarraigo, no es menos cierto que saca partido del mismo, moviéndose subrepticiamente de un espacio a otro, inmune a los males y conflictos que asolan al continente europeo. La misma condición de sujeto anómico que mencionábamos antes, le permite revestirse, reconstruirse, reconstituirse a partir de muchas y diversas fuentes.

Como los cuadros de su casi homónimo Giuseppe Arcimboldo (pintados a partir de trozos, de elementos dispersos, que, en su conjunto, logran una figura), la literatura y la vida de Benno von Archimboldi son una mezcla de partes y personas diversas y contradictorias (Halder, Ansky, Ingeborg, Sammer, Zeller) que, sin embargo, lo enriquecen y le permiten desarrollar una capacidad de camuflaje que impide su encasillamiento o clasificación fija, categórica. Siempre en la línea de la poesía simbolista francesa, Bolaño crea un personaje que hace recordar a Rimbaud en Una temporada en el infierno: “Varias otras vidas me parecían debidas a cada ser”. Archimboldi/Reiter, el hijo de un cojo, recorre toda Europa y México; el hijo de una tuerta ve bajo el agua y desarrolla una visión privilegiada de la literatura y el arte.

Es momento de retomar la propuesta inicial y referirse a la enfermedad que ataca a Archimboldi, el mal del cual es portador, víctima y sobreviviente. En líneas generales (y respetuosas del carácter abierto de la novela y la narrativa bolañesca) podemos decir que el protagonista de 2666 muestra una tendencia a la dispersión, una suerte de disolución constante, un comportamiento ambiguo, dual y equívoco, marcado por una sostenida producción literaria y el sistemático borrado de sus huellas. Este último elemento es particularmente interesante, puesto que todos quienes han tenido contacto físico con el escritor guardan vagos y escasos recuerdos del mismo, acrecentando así la leyenda y cargando de literariedad al personaje.

De hecho, “La parte de los críticos” —primera sección de 2666— termina en un total extravío de los protagonistas respecto del paradero de Archimboldi, aunque Pelletier y Espinoza, atolondrados por el calor santateresiano, manejen una ciega convicción:

—¿Y por qué no lo hemos hallado? —dijo Espinoza …
Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse.
Es lo de menos. Lo importante es otra cosa. ¿Qué? —dijo Espinoza.
—Que está aquí… Archimboldi está aquí —dijo Pelletier— y nosotros estamos aquí y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.
(206-7)

Quizás si lo que mejor define a la enfermedad de Archimboldi sea la entrega al vacío, una vocación por la huida y la difuminación. Al respecto, es justo destacar que el protagonista recibe la clave de la escritura de boca de un hombre que le arrendará una vieja máquina de escribir:

“La lectura es el placer y la alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada” (983).

Nueva y exquisita paradoja creada por Bolaño: el poseedor de un artefacto, de una máquina de escribir (un tipo que, además, se declara ex escritor) ha llegado al convencimiento —después de ver pasar cientos de dedos golpeando las teclas— que lo competente al escritor es tomar el camino del vacío, atribuirle el mérito a la escritura como una actividad que trasciende a quien la practica. Respecto a esto último, Enrique Vila-Matas (cuya narrativa guarda evidentes vínculos con la de Bolaño) ha declarado hace poco en una entrevista que “escribir es dejar de ser escritor” y que, en los años de descubrimiento de su vocación literaria:

…ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida si se quería realmente escribir. Por no saber, ni sabía que escribir, en la mayoría de los casos, significa entrar a formar parte de una familia de topos que viven en unas galerías interiores trabajando día y noche. (Revista de Libros 828)

Volviendo a la doble constitución del personaje central, cabe recordar lo propuesto por el egipcio Ihab Hassan, en el texto Postmodernism, a reader. El crítico intenta caracterizar el posmodernismo, sosteniendo que este se forma mediante dos tendencias: la indeterminación y la inmanencia.

La primera de ellas es un complejo referente al que muchos y muy diversos conceptos ayudan a delinear: ambigüedad, discontinuidad, heterodoxia, pluralismo, revuelta, perversión, deformación. La deformación, asume, de hecho, docenas de términos de uso corriente para referirse al “deshacer.” Lo que acarrea esta conjunción de conceptos es el movimiento de una “vasta voluntad del deshacer que afecta al cuerpo político, al cuerpo cognitivo, al cuerpo erótico, a la psique individual y colectiva, es decir, a toda la corriente del discurso en el occidente” (Hassan 153).

En cuanto a la inmanencia, esta designa a la capacidad de la mente para generarse ella misma en símbolos e intervenir más en la naturaleza. La inmanencia puede ser evocada por términos como difusión, diseminación, comunicación; todos ellos derivados de nuestra condición de seres con lenguaje. La indeterminación y la inmanencia constituyen la contradicción inherente a lo posmoderno, un monstruo bicéfalo que, no obstante, permite hacer funcionar la lógica de lo post (continuación) y lo moderno (la renovación constante).

Lo anterior parece funcionar como un marco de acción para entender el comportamiento creativo de Archimboldi, pero también de otros personajes de la novela, partiendo por los críticos, a quienes se suman Amalfitano y Fate, entregados al desarme y la disolución.


La ruta del contagio

Ya se sabe, la novela está constituida por cinco partes, capítulos o subnovelas, que podrían ser leídas de manera independiente, no obstante la figura de Archimboldi constituye el elemento común a todas. Pues bien, la estructura elegida por Bolaño relaciona 2666 con el Pentateuco bíblico y aunque establecer comparaciones rigurosas entre uno y otro texto amerita un trabajo de muy largo aliento, llaman la atención algunos detalles. En primer término, cabe destacar que el Pentateuco comienza con el libro del Génesis y el escrito, en su conjunto, también está unido por medio de una figura, la de Moisés. La novela póstuma de Bolaño termina con la biografía de Archimboldi (un sobreviviente, al igual que el patriarca bíblico), cuestión que podríamos considerar como el origen de la extensa narración que precede a la última parte.

Otro de los libros reconocibles en el Pentateuco es El Éxodo: el pueblo elegido debe emprender la huida desde Egipto de la mano de Moisés, quien, a su vez, es conducido por los mensajes de Yahvé. Es sabido que, a pesar de la ayuda divina, el viaje adquiere ribetes caóticos, la ruta elegida incluye una estadía en el desierto, además de rebeliones al interior de las tribus y varios momentos de abierta desesperanza, instantes en que parece imponerse la idea del error.

La primera parte de 2666, “La parte de los críticos,” está marcada por el viaje que emprenden Espinoza, Pelletier y Norton tras la dudosa huella archimboldiana, si bien la novela completa está impregnada por un nomadismo absoluto, que trasciende tiempo, espacio e ideologías. La voluntariedad del viaje no necesariamente lo aleja del concepto de éxodo; consideremos que las carreras de los críticos han llegado a un punto entrópico, demostrado en la escasa preparación de sus últimas ponencias en torno a Archimboldi, como bien lo observa el narrador:

…a participación, ya no digamos el aporte, de Espinoza y Pelletier al encuentro ‘La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX’ fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica, como si de pronto estuvieran desgastados o ausentes, envejecidos de forma prematura o bajo los efectos de un shock. (100)

Al menos aparentemente, la obra del enigmático escritor ya les pertenece (o ellos ya son parte de la obra misma de Archimboldi), tras largos años de estudios y absurdos grados de especialización. Por lo tanto, lo que resta es el abandono de las comodidades, la peregrinación y el encuentro.

Otra coincidencia. Aunque buena parte del viaje se desarrolla por Europa, la búsqueda los llevará —casi por azar— al desierto de Sonora, una amplia y agreste región del norte de México, dentro de la que Bolaño inserta a la ciudad de Santa Teresa. Evidentemente, el hipograma (en términos de Rifaterre) de la tierra prometida se desliza en la trama. La travesía de Moisés y su gente tiene un final acorde a las bendiciones divinas, sin embargo, para Pelletier y Espinoza, el desenlace es del todo abierto. A pesar de concluir sus pesquisas con las manos vacías, es constatable un ánimo cercano al del sobreviviente: ambos intuyen que —a pesar del innegable fracaso de su misión— esta experiencia marca un punto de quiebre en sus vidas y carreras, es un punto de fuga sin retorno.

En cuanto a otros textos del Pentateuco, digamos, por el momento —un trabajo más extenso y específico sería la instancia ideal— que puede plantearse un grado de cercanía en negativo entre el Deuteronomio (una suerte de censo efectuado durante el exilio) y “La parte de los crímenes,” conteo y descripción de los asesinatos registrados en Santa Teresa.

Ahora, apelando una vez más a la intertextualidad, extendemos vínculos hacia otros escritos de La Biblia. Un complejo perfil es el que caracteriza a los críticos: sus rasgos, nacionalidades y comportamientos permiten el establecimiento de varios juegos interpretativos.

El primer elemento dice relación con el número de personajes implicados, cuatro: el francés Pelletier, el español Espinoza, la inglesa Norton y el italiano Morini. Probablemente a causa de su “inestabilidad topográfica”, Archimboldi no es criticado ni seguido por algún especialista alemán. Así, el cosmopolita cuarteto se une en torno a un escritor del que no saben nada, biográficamente hablando. A pesar de este último rasgo, es factible postular una alusión a los cuatro evangelistas, por medio de cuyos escritos se ha tenido acceso a la vida de Jesucristo, al menos a los episodios de interés teológico, claro.

Contra la ignorancia del medio germano y europeo en general, los cuatro estudiosos logran construir un corpus crítico de la obra de Archimboldi, consiguen legitimarlo (en términos de Bourdieu) en el campo de poder de la literatura alemana de posguerra y posicionarlo como un referente. La “misión” de proclamar la (Buena) Nueva archimboldiana está conseguida.

Siguiendo con el elemento numérico, la trama indica que Morini (postrado en una silla de ruedas) está impedido de iniciar la búsqueda, por ello, los peregrinos son tres. La anécdota puede remitir al episodio de los Reyes Magos, los sabios de Oriente que viajan kilómetros para al futuro rey de los judíos. Guardando las evidentes distancias, diremos que el ibérico, el galo y la isleña inician un periplo tras el poseedor de una verdad que consideran clara y categórica.

Se produce acá un nuevo giro, una nueva revuelta textual. Tras establecerse una dinámica sexual tan nociva como inquietante, Liz Norton comprende que su estadía en México es innecesaria y decide volver a Europa, al lado de Morini. Pelletier y Espinoza perseveran y —ya con las naves quemadas— se entregan al descubrimiento del alma santateresiana. Si hemos de continuar la propuesta numérica, el dos presenta variados y diversos referentes dentro del hipograma bíblico, lo que oscurece el camino y acerca al borde de una lectura aberrante. Asumiendo el riesgo, se propone que el español y el francés podrían ser asociados (al menos, tangencialmente) a las figuras de Pedro y Pablo, respectivamente. El primero, más intuitivo, voluntarioso y enérgico en sus formas. El segundo, en cambio, asume un perfil un tanto más culto, riguroso e intelectual; así también son los caminos por los cuales han llegado los críticos al universo archimboldiano.

No obstante sus diferencias, que le permiten al lector imaginar una amistosa, pero definitiva separación, Espinoza y Pelletier coinciden en la importancia prioritaria que otorgan al eventual encuentro con Archimboldi.

Independiente de la lectura anterior, hay que considerar la manera en la que Bolaño presenta a los críticos y el medio en el que se desempeñan. La ácida ristra de críticas al sistema universitario y al campo literario europeo, se manifiesta en la caracterización de las casas de estudio (“fábricas de atorrantes ”) o en el pulular de personajes tan sórdidos como el decano Guerra y su hijo.

Mención aparte para los protagonistas, quienes, a pesar de su intelectualidad de alto vuelo, se muestran obnubilados con la figura legendaria del escritor; finalmente esta obsesión los convierte en otro grupo de europeos que viajan a América atraídos por el mito. En el inicio, se planteó la idea de la enfermedad como directriz narrativa en 2666; pues bien, los críticos no escapan a ella, muy por el contrario, en búsqueda, se entregarán a la duda y a la experimentación, sacrificando su aparente bienestar europeo.

A muy poco andar, se asume que el cuarteto muestra carencias afectivas achacables a sus carreras profesionales y a la escasa importancia que le atribuyen a ese tema. Lo cierto es que la afinidad literaria que los lleva a conocerse, encontrarse e intercambiar trabajos en congresos, deviene en amistad. En la obra de Bolaño, este vínculo es siempre complejo y relativo; las relaciones de amistad son también instancias para el cruce y la definición de identidades. Entre los críticos —particularmente entre Pelletier y Espinoza— se fija un lazo similar al de Belano y Lima en Los detectives salvajes; utilizando la misma imagen del autor, diremos que el vínculo de la amistad se establece “como una peste”. Así, constituye una marca difícil de borrar y un margen de sufrimiento para cada uno de los involucrados.

Como ya se ha dicho, Pelletier y Espinoza son bastante similares: solteros enfrentados a una cuarentena que los hace ver esquivos, no obstante sus viajes y participaciones. El fantasma de la misantropía visita con frecuencia las oficinas y cuartos de hotel de los críticos. Hacia el final de la mencionada primera parte, el francés y el español mostrarán algunos rasgos de sus enfermedades: afectivamente neutro, Pelletier se sume en la lejanía y su figura se ve reducida por la fallida búsqueda de Archimboldi. Espinoza, en tanto, dirige (más bien desvía) sus afectos a una adolescente santateresiana, en una clara muestra de su nula educación sentimental.

En cuanto a los males de Norton y Morini, estos presentan un doble nivel: Norton evidencia rasgos depresivos, conducidos mediante un alcoholismo que la lleva a cometer actos inconscientes; el más celebre para la novela es el menage a trois con Pelletier y Espinoza. Los rasgos anteriores delatan su condición de abandono y soledad extrema. De Morini, sabemos que necesita una silla de ruedas para poder desplazarse y es esta misma herramienta la que lo aísla del trío restante en su peregrinación por Europa. Mayor que el resto, el italiano es un tipo introvertido, casi un asceta cuya opinión de la obra de Archimboldi es muy positiva, pero dista del entusiasmo que manifiestan sus compañeros.

Aparentemente, entre Pelletier, Espinoza y Norton, existe un nexo que los acerca a la sordidez y la oscuridad, a cierto ambiente violento en su forma y fondo. El trío está abierto al vacío, al viaje; ese desplazamiento (que es también afectivo, literario, idiosincrásico) los llevará a violar los límites de una convivencia civilizada. Previo al ya nombrado encuentro sexual de los críticos, ha habido un hecho violento en las laberínticas calles de Londres:

…rebalsó, y con creces, la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de este a su conductor, quien ni esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que solo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse este, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos… (103)

La paliza de los críticos al taxista paquistaní va acompañada de expresiones racistas y reclamos culturales, dibujando un conjunto grotesco, cuyo resultado ellos mismos relacionan a una instancia erótica. La escena —todo un homenaje a Donoso en El lugar sin límites— es sintomática respecto de la inconveniencia del trío. Aunque Norton viajará a Sonora junto a sus amigos, pronto comprenderá que necesita la estabilidad y quietud de la silla de ruedas del italiano; no hay posibilidad de viaje para ellos, el salto al vacío es tarea de otros.

La enfermedad de la disolución, del vacío y la dispersión atrapa también a los críticos, quienes, al viajar a Sonora, extenderán el contagio o conocerán otras manifestaciones del mal.

El contacto de los europeos en México es Óscar Amalfitano, un profesor chileno residente en Santa Teresa producto del exilio. Consecuentemente, es un tipo cuyo desarraigo es evidente y total y que se combina con un incipiente estado de locura y paranoia, manifestado en apariciones fantasmales y el miedo a que su hija adolescente (dulce resabio de una horrenda relación con una mujer de desequilibrada personalidad) termine engrosando la lista de mujeres salvajemente asesinadas.

Amalfitano entra en el camino de Archimboldi a través de la traducción que ha hecho de una de las novelas del prusiano. La permanencia del profesor en México responde a la creación de un inestable microcosmos en el que conviven incontables nombres literarios (que Amalfitano se esmera en unir de acuerdo a intrincados esquemas), paisajes decadentes y una enorme soledad.

El fantasma que lo acosa cada vez con mayor frecuencia enfoca su acción a la pregunta por el origen: el espectro habla primero como el abuelo del protagonista, de nacionalidad italiana, luego, como el padre de Amalfitano. En tales visitas, se manifiesta otro rasgo de la enfermedad de 2666; toda verdad absoluta se difumina, toda certidumbre desaparece, todo constructo se deconstruye. Lo trascendente, las claves de la escritura y del arte en general, no se evidencian, solo se entregan bajo la apariencia de mensajes cifrados. Otras veces —como en el caso de Amalfitano— no se obtiene ni una huella de lo esperado y, por el contrario, el discurso de la revelación se desacraliza:

Y la voz dijo: ¿lo eres?, ¿lo eres?, y Amalfitano dijo no y además negó con la cabeza. No voy a salir corriendo. No será mi espalda ni la suela de mis zapatos lo último que de mí veas, si es que ves. Y la voz dijo: ver, ver, lo que se dice ver, pues francamente no. O no mucho. Ya bastante chamba tengo con mantenerme aquí. ¿Dónde?, dijo Amalfitano. En tu casa, supongo, dijo la voz. Esta es mi casa, dijo Amalfitano. Sí, lo comprendo, dijo la voz, pero procuremos relajarnos. (267)

Además de constituir una señal de locura más o menos clara, los cantinfleados diálogos del profesor con los hombres de su familia lo obsesionan al punto de comenzar la búsqueda de la verdadera cuna de O’Higgins. La pregunta por el origen no tiene (otra vez) respuesta y Amalfitano comprende que su herencia, lo que le ha dejado la tradición familiar no es más que la locura y la paranoia, incluso llevadas a lo intelectual. Esto último se demuestra en el libro de geometría colgado en el famélico patio de la casa. Locura duchampista, insanidad dadaísta, la vía estética al vacío.

En su intento por alejar del peligro a su hija Rosa, Amalfitano la deja en manos de un desconocido, Óscar Fate. Periodista neoyorquino, se ha especializado en el trabajo con las “minorías” étnicas y los barrios duros. Su estadía en Santa Teresa obedece, sin embargo, a criterios muy distintos.

Como Amalfitano, Fate es también un desarraigado. De hecho, “La parte de Fate” comienza con la muerte de la madre del protagonista, un deceso solitario y silencioso, acallado por el devenir citadino. De la lectura, se infiere que Fate y su madre no tenían una relación cercana, a pesar de ello, el fallecimiento afecta al periodista al punto que —tras recibir las cenizas de Edna Miller— se desconcierta y acepta un curioso encargo laboral: cubrir un encuentro boxeril en la lejana Santa Teresa. La orfandad y carencia de identidad del personaje son aceptadas con igual pasividad por el propio Fate y también por el narrador, para quien ambos elementos parecen ser hechos de la causa: “Es hora de volver al trabajo. Con la mano en el pomo de la puerta, se quedó quieto y pensó si no sería conveniente llevarse a su casa el jarrón con las cenizas. Lo haré cuando vuelva, pensó, y abrió la puerta” (304). La trama indica que el citado retorno es, al menos, incierto. De esa forma, Fate deja atrás su primera y original identidad; Quincy Williams. Poco se sabe de este primer nombre, puesto que en su trabajo, todos lo conocen como Fate. A esto se suma el absurdo y circunstancial cambio de giro laboral, que implica pasar del periodismo político al deportivo y, de este, a la investigación policial. Una vez en Santa Teresa y tras constatar la escasa trascendencia de la pelea que debe reportear, Fate se ve atraído por la sórdida lógica que —intuye— lleva a la ejecución de los crímenes; entra en juego la narrativa en clave policial, que será protagonista de “La parte de los crímenes”.

El traspaso de Rosa, desde Amalfitano a Fate, es otra muestra de la continuidad como tema catalizador de 2666, este es un fenómeno que supera la trama, donde una cosa lleva a la otra, o mejor dicho, cada personaje aporta con una pieza del puzzle archimboldiano, aun sin saberlo. La continuidad de la escritura (la continuidad del viaje, de la anomia, del desarraigo) está marcada por los abundantes vínculos entre los propios textos bolañescos, así como con otros referentes de la literatura universal.

Como decíamos, el profesor cede su hija a Fate y, con ello, permite el afianzamiento de la orfandad de los personajes, ambos carentes de madre, de refugio y dirección. Significativa onomástica la elegida por Bolaño: el profesor Amalfitano, en franco camino a la perturbación mental, ve en la llegada del periodista Fate una clara señal del destino (¿destino fatal, destino negro, como la piel del neoyorquino?), un mensaje superior que se encarga de llevar adelante incluso contra la sorpresa de la inédita pareja. El plan diseñado por Óscar Amalfitano contempla el envío de su hija a Barcelona, lejos del alcance del viento y el polvo santateresianos.

Y es que, efectivamente, Santa Teresa se presenta como el eje físico de la enfermedad, donde convergen las líneas de la narración, el punto equidistante para todos aquellos que se han topado con Archimboldi; para el mismo escritor también lo será.

Bolaño atribuye al pueblo (o ciudad, nunca queda del todo claro) una contradictoria dualidad: es la zona con menor cesantía de todo el país, pero a la vez la tasa de crímenes es muy superior al promedio. Constituida por un conjunto de fábricas, una serie de poblaciones o colonias y rodeada de cerros baldíos y basureros municipales y clandestinos, no parece existir un centro en Santa Teresa; solo la universidad muestra una apariencia que, si bien es absurda e irónica —en medio del desierto, un centro de estudios dedicado a las humanidades— se aleja un tanto de la inmundicia circundante.

Una lectura rápida permite evocar a Pedro Páramo y una Comala infernal, un sitio donde la muerte omnipresente marca a todo aquel que llega. Dicho sea de paso, Rulfo también podría ser considerado una víctima de la enfermedad de 2666: la disolución de su escritura, el desarme de su identidad. Citando a Vila-Matas en Bartleby y compañía, diremos que Rulfo es un “escritor del No”.

Retomando el análisis, cabe preguntarse qué atrae a tan numerosas y diversas personas a esta suerte de Comala posmoderna, donde todos perciben la muerte y la violencia, pero no se logra identificar a los agentes del mal. Evidentemente, la respuesta no es categórica, no obstante, hay algunos elementos que permiten la especulación. Como ciudad fronteriza, Santa Teresa permite el constante tránsito de aquellos que no encuentran espacio ni en un lado ni en otro, tránsfugas cuyas identidades son falseadas hasta la rutina; en buenas cuentas, sobrevivientes.

La conformación del lugar y la aparición de la ola de crímenes dan cuenta de una vasta voluntad del deshacer, como bien define Hassan, lo que lleva a presentar a Santa Teresa como el reducto del desarme estructural.

Un elemento evidente es la deshumanización marcada por los crímenes sobre mujeres; jóvenes y solitarias empleadas de las maquiladoras, muchas veces sin vínculos familiares directos o formantes de círculos íntimos violentos. La disolución del componente humano se ve apoyada en la abundancia de detalles narrados, propios del ambiente forense y policial, es tanto el énfasis en este punto que, tras un primer acercamiento al texto, suele perderse la cuenta de mujeres asesinadas; otra vez las identidades son puestas en cuestionamiento. A lo anterior debe agregarse la duda en torno a ¿el asesino?, ¿los asesinos?, una pregunta que no obtiene respuesta satisfactoria con el encarcelamiento de Klaus Haas, excéntrico sobrino de Reiter/Archimboldi.

Los cadáveres aparecen con frecuencia en medio de los basurales que socavan las febles bases de la ciudad. Mezclados, mimetizados con los desechos productivos generados por las maquiladoras, los despojos femeninos van marcando especies de hitos geográficos, rutas por donde la muerte —una muerte silenciosa, cómplice y salvaje— pasa y se queda, acechando.

La Santa Teresa de Bolaño —como la santa de Ávila— está siendo traspasada en su corazón por una fuerza que aparenta superioridad. Transverberación negativa, distante de la mística religiosa, el proceso que afecta al nicho sonoriano conduce a la creación de un auténtico oasis de horror en medio de un desierto de tedio.

La ciudad-eje de 2666 funciona como un imán de la muerte y la descomposición: narcotraficantes, boxeadores decadentes, policías que duramente logran diferenciarse de los delincuentes, estudiosos desorientados, psicópatas. La gama de tipos humanos es tan amplia como espeluznante. Es más, el miedo supera la categoría de sensación, para convertirse en un rasgo idiosincrásico, un carácter a estudiar. Esto es lo que sucede con la doctora Elvira Campos, a cargo del hospital psiquiátrico del pueblo, quien, en conversación con el policía Juan de Dios Martínez, realiza un acabado catastro de las formas del miedo:

O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, solo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con ropajes más diversos. ¿No es exagerado? Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres… Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos. ¿Si usted tuviera que sufrir una de las dos, cuál elegiría? La fobofobia, dijo Juan de Dios Martínez. Tiene sus inconvenientes, piénselo bien… si les tiene miedo a sus miedos su vida se puede convertir en una observación constante del miedo, y si estos se activan, lo que se produce es un sistema que se alimenta a sí mismo, un rizo del que le resultaría difícil escapar, dijo la directora. (478,9)

Santa Teresa parece ser un excelente caldo de cultivo para el crecimiento de tales enfermedades y otras variedades. De hecho, la pantofobia y la fobofobia pueden resumir el carácter de quienes viven en la ciudad: Amalfitano y el miedo a los fantasmas, a las sombras, a él mismo; los policías y el miedo a descubrir la verdad acerca de los crímenes.


El ¿desenlace?

Una constante en la narrativa bolañesca es, sin duda, la continuidad de la escritura, la concatenación (muchas veces inesperada) de las subhistorias, el diálogo entre los textos. Pues bien, las páginas finales de 2666 reafirman esta característica; en estricto rigor, hablar de las páginas “finales” de la novela constituye un abuso del adjetivo, por cuanto la secuencia sitúa a Archimboldi presto a iniciar un nuevo e ineludible viaje, uno que se hará sobre sus propias huellas, ésas que él y el azar se han esmerado en borrar y que, sin embargo, están allá, latentes.

El abierto final de la novela plantea también un choque de universos: el de Reiter y el de Archimboldi. Es más, la conversación que mantiene el protagonista con su hermana delata la incomodidad de quien ha sido otro (y otros) durante largo tiempo, sin necesidad —hasta ese momento— de volver atrás.

El desenlace es también una pregunta para el narrador de 2666, Arturo Belano (según apuntes de Bolaño encontrados por el editor Ignacio Echevarría). La búsqueda parece haber concluido, pero —tal como ocurre en Los detectives salvajes y el fatídico encuentro con Cesárea Tinajero— un viaje lleva a otro. Probablemente, Belano (como Baudelaire) siempre esté atento al deslizamiento, al viaje eterno, al inexorable salto al vacío en busca de lo ignoto, lo nuevo.