lunes, 26 de octubre de 2009

El lector como detective en la narrativa de Roberto Bolaño

por Diego Trelles Paz
Revista QueHacer, nº139. Perú. Nov-Dic 2002






La oscuridad es la
cortesía del autor hacia el lector.

Jean Génet





Me encuentro entre los que observan con entusiasmo la aparición de una nueva hornada de escritores hispanoamericanos que ha decidido romper con esa estela todopoderosa que sembró y propagó el boom literario en la década del 60. Aunque la pretensión de pensar la novela como una totalidad o summa literaria se había terminado mucho antes, la mayoría de las voces surgidas posteriormente no pudieron evadir la sombra de los cuatro beatles de la literatura sudamericana (Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez y Fuentes). Hubo, sin embargo, intentos aislados que produjeron obras sólidas en las cuales se dio cabida a los llamados subgéneros como el policial o la ciencia-ficción. Escritores como el argentino Manuel Puig (1932-1990) empezaron a incorporar formalmente técnicas narrativas propias del cine, mediante las cuales se intentaba reproducir con la misma imparcialidad con la que lo hacía una cámara cinematográfica [1], y también introdujeron en la sagrada fortaleza literaria, temas y motivos propios de la cultura popular: «las revistas de modas, la confesión religiosa, las (actas) necrológicas se convierten en modos de narrar que permiten renovar las formas de la novela» [2]. Al igual que Puig, Ricardo Piglia (Buenos Aires, 1940) se convierte en uno de los difusores de la vertiente negra (el hard-boiled) de las novelas policiales que cultivaron escritores estadounidenses como Raymond Chandler (1888-1959) o Dashiell Hammet (1894-1961). Su cuento La loca y el relato del crimen (1975) es emblemático dentro del emergente género que terminó adaptándose a la realidad latinoamericana a través de detectives impagos y mafiosos, asesinatos pintorescos y situaciones paródico-grotescas propias de una realidad represiva, en donde la figura de los agudos y elegantes detectives europeos no tenía cabida.

Precisamente, es el derrotero empezado por Puig y Piglia el que empezaron a transitar escritores como Juan Villoro (México, 1956), Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957), Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), César Aira (Coronel Pringles, 1949), Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958), Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) y Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953). Estos autores parecen sentirse más cercanos a escritores norteamericanos como Thomas Pynchon, Don DeLillo o Philip K. Dick y, también, a latinoamericanos tan disímiles como el argentino Macedonio Fernández, el guatemalteco Augusto Monterroso, el argentino Roberto Arlt o el mexicano Sergio Pitol. Son ellos los que están empezando a revalorizar los distintos géneros que siempre se ha tendido a tildar como menores (la ciencia-ficción, la novela de terror, la novela detectivesca, la novela gótica, la crónica de viajes, la novela pornográfica o el thriller) y le dan forma a lo que la crítica, luego de los sucesivos y disgregados post-booms, ya ha empezado a reconocer como el nuevo boom latinoamericano [3].


El laboratorio Bolaño

Decir que el chileno Roberto Bolaño es uno de los más importantes narradores surgidos en la última década, no es inexacto. Es un autor prolífico (ha publicado nueve novelas, dos libros de cuentos y seis libros de poesía, la mayoría durante los 90) que, pese a su regularidad, no suele disminuir la calidad de sus textos. Por ello no sorprende que haya ganado tantos premios literarios, de los cuales dos son los prestigiosos Herralde en Barcelona y Rómulo Gallegos en Caracas por la misma novela: Los detectives salvajes [4]. Su estilo sorprende favorablemente por esa impresión de simpleza con la que engañosamente se presenta. Como bien apunta la crítica literaria Nora Catelli: «en la obra de Roberto Bolaño la impresión de facilidad es nítida, casi indiscutible (...) puede decirse que (...) ha construido un sistema tan sencillo como férreo de hacer ficción» [5].

A ese sistema la crítica le ha dado el nombre de "laboratorio Bolaño". En un artículo publicado en el suplemento Dominical de El Comercio, el crítico literario José Miguel Oviedo expone de una manera precisa las virtudes esenciales de su escritura: «un mundo personal complejo y seductor; un tono entre cínico y conmovido para contar historias que reflejan una visión sombría del mundo moderno; un lenguaje cuya básica funcionalidad no le impide alcanzar la tensión lírica y la profundidad existencial. A Bolaño (...) le gusta mezclar, astutamente, experiencias reales de su vida de escritor con situaciones imaginarias que tienen algo de obsesivas o delirantes, perversas o tragicómicas». Precisamente, lo que distingue a Bolaño de sus contemporáneos es la manera inteligente en la que ha incorporado a su narrativa mecanismos propios de la literatura policial en los que se involucra al lector de una manera activa. Así, a través de un juego de referencias en el que realidad y ficción se involucran de una manera por momentos indescifrable, Bolaño logra que su lector se convierta en el sabueso que irá aportando piezas al puzzle y, a través de su lectura, creando el laberinto significativo de la obra. De esta manera, como bien precisa Oviedo [6], «Bolaño siempre termina convirtiendo a sus lectores en detectives».


La hora del lector

La noción del lector como activo creador de la obra literaria y la destrucción del estado parasitario de la lectura, ya habían sido señaladas por José María Castellet en su libro La hora del lector (1957) y, trece años más tarde, Roland Barthes reafirmaba esta premisa señalando que: «el objetivo del trabajo literario (de la literatura como trabajo) es hacer que el lector no sea más un consumidor, sino el productor del texto» [7].

Uno de los primeros escritores latinoamericanos en incorporar de una manera brillante la hipótesis del nuevo lector fue el argentino Julio Cortázar (1914-1984) a través de su novela Rayuela [8]. Con Rayuela, Cortázar se pone a la cabeza de la vanguardia literaria con un libro que era muchos libros a la vez y en donde la existencia de un Tablero de dirección opcional para leer la novela, otorgaba la posibilidad de ejecutar lo que Morelli, el personaje principal, define como la necesidad urgente de un cambio en la estética novelística para «intentar (...) un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos más esotéricos» [9].

Que la crítica especializada haya visto en Los detectives salvajes de Bolaño una Rayuela de fin de siglo, no debería sorprendernos. Al igual que esta, en la novela de los poetas real visceralistas (Arturo Belano y Ulises Lima) que andan buscando a Cesárea Tinajero, una poetisa de culto misteriosamente perdida en México, existe ese afán desmesurado por ampliar los ámbitos de la novela a través de una «saga inconmesurable (que) dura 609 páginas pero podría abarcar una biblioteca concéntrica» [10]. La novela es un texto fragmentario «proliferante, entrecruzado, vasto, polifónico» [11] que está continuamente dialogando con la obra de Cortázar y cuya aparición, como acertadamente lo señala el escritor Enrique Vila-Matas, supuso «una rotura muy importante para lo que hasta ahora ha ido haciendo una generación de novelistas: un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y de la que Los detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra» [12].

Con Los detectives salvajes Bolaño retoma, de una manera más oblicua, temas fundamentales en los que había profundizado Cortázar como la angustia existencial de toda una generación condenada al fracaso; el juego de los dobles; la persecución circular; la desconfianza permanente con el lenguaje y la paradoja que supone el hecho de que su destrucción solo pueda ser posible utilizando el mismo lenguaje; la musicalidad de la prosa; la búsqueda de sentido desde el sinsentido y, sobre todo, a partir de la asimilación de fórmulas narrativas propias del suspense detectivesco, la nueva manera de entender el oficio del escritor y la tarea del lector.


La estética de la imprecisión

A diferencia de Cortázar, Bolaño no invita al lector cómplice a través de un Tablero de direcciones sino que lo hace jugando con las referencias, mezclando la realidad con la ficción, los hechos y las conjeturas, los personajes apócrifos con los históricos [13] y poniéndole trampas para que, tarde o temprano, termine asumiendo el papel de descifrador. Así, «como buen demiurgo ordena, desordena y escamotea los hechos para presentarlos al final en un juego irónico en el que verdad y mixtificación se dan la mano» [14]. Esta atmósfera de vaguedad, de falta de certeza, plasma al mismo tiempo la incertidumbre que define la época en la que se desarrolla el libro (1975-1996) y le da forma a lo que María Antonieta Flores definió como la «estética de la imprecisión» en la narrativa de Roberto Bolaño [15]. Vemos de esta manera, en Los detectives salvajes (1976-1996) —que es la segunda parte de las tres partes de la novela—, a personas reales con sus verdaderos nombres haciendo las veces de personajes ficticios que tuvieron algún tipo de contacto con Arturo Belano y/o Ulises Lima, mientras estos ejercían la búsqueda de Cesárea Tinajero.

El escritor mexicano Carlos Monsiváis es uno de ellos. Monsiváis transita a lo largo de toda la novela y es uno de los tantos que declara, en primera persona y ante un interlocutor que parece ser el joven poeta García Madero —poeta novel que ingresa al real visceralismo y aparece escribiendo el diario que, dentro del libro, da forma a Mexicanos perdidos en México (1975) y Los desiertos de Sonora (1976)—, sobre el encuentro «amistoso» que tuvo con los poetas real visceralistas, en el cual se discutió la obra de Octavio Paz sin llegar a ningún acuerdo porque los dos jóvenes «estaban obstinados en no reconocerle a Paz ningún mérito, con una terquedad infantil, no me gusta porque no me gusta, capaces de negar lo evidente» (p. 160). Otros escritores e intelectuales que aparecen declarando como personajes son el narrador Juan Marsé, quien consigue una beca de estudio para la madre enferma de Belano, a quien el español «le pareció buen mozo, con unos ojos preciosos, un tipo regio y qué simpático y sencillo» (p. 223); el poeta estridentista mexicano Manuel Maples Arce, quien habla de su relación amical con Borges; Verónica Volkow, la bisnieta de Trostki; y el poeta francés Michel Bulteau que tiene un encuentro extrañísimo en París con Ulises Lima y a quien interroga sin éxito por un grupo de rock mexicano llamado los «Question Mark».

Sin embargo, son los escritores y las personas aludidas a través de hechos y circunstancias que pueden resultar familiares —aunque sin nombre o, bien, con nombres alterados—, los que impulsan al lector a participar activamente de la búsqueda emprendida por los detectives-poetas y, al mismo tiempo, a establecer una investigación personal que los ayude a discernir lo real de lo ficticio. En primer lugar, están los protagonistas: Arturo Belano es el alter ego del propio Bolaño (en otros libros del autor aparecerá solamente con la inicial B.) y Ulises Lima es el ya fallecido poeta mexicano Mario Santiago (1953-1998). Santiago aparece nombrado en Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), la primera de sus novelas, escrita de manera conjunta con Antoni García Porta (1954) y, también a su memoria, Bolaño dedica su novela corta Amuleto (1998). Los real visceralistas, por su parte, representan a los infrarrealistas mexicanos, un grupo de poesía vanguardista de los 70 identificado con lo hecho por los estridentristas mexicanos (1921-1927), movimiento al que pertenece Cesárea Tinajero en la ficción. Los infrarrealistas tuvieron contacto con los horacerianos peruanos (de hecho, se les nombra en la novela) y con otros grupos vanguardistas latinoamericanos. El espectro se amplía cuando Bolaño presenta como declarantes a un grupo de poetas peruanos que en los 70 vivía en una buhardilla en París. El chileno ha sabido captar los diversos dialectos de sus personajes y ha reproducido con maestría la jerga de los diferentes países. Así, tenemos a Hipólito Garcés, o Polito, un poeta peruano indeseable que estafa a Ulises Lima cobrándole de más por la comida que le cocina. Todos los días le da arroz blanco y le pide sumas exorbitantes de dinero para las compras. La excusa que esgrime es la siguiente: «no, mi pata, le dije yo, no mi causita, ni te imaginas tú lo cara que es la vida, se nota que no vas a hacer las compras» (p. 229).

Otro de los poetas peruanos que habla es un tal Roberto Rosas, quien presenta la buhardilla como la «Comuna de Passy o Pueblo Joven Passy». Rosas habla de la relación de Polito con Ulises Lima y cuenta cómo lo expulsaron de su comuna («O te vas de aquí esta misma semana conchatumadre o te vamos a tirar por las escaleras, nos vamos a cagar en tu cama, te vamos a poner matarratas en el vino». P. 232) porque pedía plata prestada, libros prestados que nunca devolvía y siempre contaba que «esa semana había visto a Bryce Echenique, a Julio Ramón Ribeyro, que había estado tomando tecito con Hinostroza, las mentiras de siempre» (p. 232). Seguidamente, el lector puede verse obligado a ingresar en el atractivo juego detectivesco, al que es guiado de la mano por Bolaño y, de esta manera, preguntarse: ¿quiénes podrán ser estos dos poetas peruanos, presumiblemente vinculados con el movimiento Hora Zero, si acaso existen?

Páginas más adelante, un chileno llamado Felipe Müller relatará una historia que le contó Belano sobre dos escritores jóvenes (un poeta peruano y un escritor cubano) que tenían un futuro brillante hasta que les «ocurrió lo que suele ocurrirles a los mejores escritores de Latinoamérica (...): se les reveló, como una epifanía, la trinidad formada por la juventud, el amor y la muerte» (p. 497). El peruano regresó de París guiado por la inercia y, luego de algunas malas experiencias, terminó perdiendo la cordura. Lo abandonó su mujer, se fue a vivir con su madre, perseveró en su locura «y, por supuesto, no dejó de escribir y de producir libros enormes e irregulares en donde a veces se percibía un humor tembloroso y brillante» (p. 499). El caso del cubano es distinto. Era anticastrista y homosexual. Logró huir de la isla y mudarse a Nueva York en donde contrajo el sida. Prefirió suicidarse antes que agonizar en un hotel. El juego de espejos e ilusiones se reproduce con igual habilidad. No es muy difícil deducir que el escritor cubano es Reinaldo Arenas. En el caso del peruano, hay quienes piensan que Bolaño está hablando en realidad del poeta Enrique Verástegui, aunque nada es seguro. De la misma manera, se hace participar como personajes a otras personalidades de las letras como Alejandro Jorodowski o Augusto Monterroso pero, aunque las pistas y descripciones coinciden, no hay total certeza de que realmente se trate de ellos.

Es precisamente esta incertidumbre la que hace que el lector transite con los narradores testigos sabiendo más que cada uno de ellos, pero siempre desde la carencia y la duda [16]. La estética de Bolaño funciona a través de la lectura en clave, apoyándose en trampas irónicas y falsas pistas por las que el lector tendrá que llegar a comprender por qué, cuándo y cómo. Si bien estos crucigramas o puzzles literarios ya habían sido explotados por el escritor chileno en obras anteriores como La literatura nazi en América (Seix Barral, 1996) —en donde se presenta una falsa enciclopedia de escritores nazis que, sin embargo, tienen una sospechosa similitud con escritores reales— y La senda de los elefantes (1994), luego reeditada con el nombre de Monsieur Pain (Anagrama, 1996) —en donde se narra la extraña muerte de un poeta peruano que sufre de hipo y que no es otro que César Vallejo, aunque nunca se diga su primer nombre—, es con Los detectives salvajes que Roberto Bolaño va realmente a alcanzar un nivel extraordinario al fundir con armonía «su capacidad para observar la realidad y seleccionar de ella los datos que permiten interpretarla de forma sobrecogedora» [17]. No creo equivocarme, pues, al decir que esta novela es ya un clásico de la nueva literatura hispanoamericana y el ejemplo más importante del camino que podría tomar la estética novelística en las décadas siguientes.





Notas

(1) José María Castellet: La hora del lector. Notas para una iniciación a la literatura narrativa de nuestros días. Barcelona: Editorial Seix Barral. Serie Biblioteca Breve, 1957.
(2) Ricardo Piglia (compilador): La Argentina en pedazos. Buenos Aires: Ediciones de la Urraca, 1993.
(3) Aunque, debido a la diferencia de edades, me parece equivocado establecer una ligadura generacional, es importante puntualizar que muchos críticos tienden a incluir dentro de este nuevo boom a autores nacidos alrededor del año 68, como los mexicanos Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Jordi Soler y Mauricio Montiel, el peruano Iván Thays, el boliviano Edmundo Paz-Soldán, el chileno Alberto Fuguet, entre otros.
(4) Roberto Bolaño: Los detectives salvajes. Barcelona: Editorial Anagrama, Serie Narrativas Hispánicas, 1998.
(5) Nora Catelli: «El laboratorio Bolaño», reseña crítica de la novela Amberes de Roberto Bolaño, publicada en la red en el suplemento Babelia del diario El País (14/09/02) (
www.elpais.es), visitada el 20/10/02.
(6) José Miguel Oviedo: «Bolaño en la noche oscura de Chile», suplemento Dominical del diario El Comercio, Lima, 11 de febrero del 2001, año 48, Nº 105, pp. 8-9.
(7) Roland Barthes: S/Z. París: Editions du Seul, 1970, p. 4. La traducción del francés es mía.
(8) Julio Cortázar: Rayuela, 1963. Edición de Andrés Amorós. Madrid: Cátedra. Serie Letras Hispánicas, 1984.
(9) Este fragmento de la novela ha sido extraído de la casilla 79. En el mismo apartado, Cortázar definirá, de una manera controvertida, al lector pasivo, cómodo, apegado a la rutina, como un lector-hembra. Luego pediría disculpas públicas por el término utilizado.
(10) Juan Villoro: «El copiloto del Impala», en La Jornada Semanal (18/07/99). Extraída de la red el 15 de octubre de 2002 (
www.jornada.unam.mx/).
(11) Antonio Bordón, Jorge Edwards, Elena Hevia: Reseñas críticas de Los detectives salvajes publicadas de manera conjunta en la Revista Lateral, Nº. 52, abril de 1999. Extraídas de la red el 15 de septiembre de 2002 (
www.lateraled.es). El texto citado pertenece a Edwards.
(12) Enrique Vila-Matas: «Bolaño en la distancia», en Letras Libres. Extraído de la red el 15 de octubre de 2002 (
www.letraslibres.com).
(13) José Antonio Ugalde: «Una bárbara y destructiva estela», reseña crítica de Estrella distante de Roberto Bolaño publicada en El mundo. Extraído de la red el 15 de octubre de 2002 (
www.elmundolibro.com/). Antonio Bordón et. al., op. cit. El texto citado pertenece a Hevia.
(14) María Antonieta Flores: «Notas sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño», en Verbigracia, año III, Nº 38 de 22 de enero del 2000. Extraída de la red el 15 de octubre de 2002 (
www.eluniversal.com/).
(15) María Antonieta Flores, op. cit.
(16) Antonio Bordón et. al., op. cit. El texto citado pertenece a Bordón.