domingo, 29 de noviembre de 2009

Los amuletos salvajes de un novelista

por Gonzalo Aguilar
Clarín. Argentina. 25.03.2001





Todos sus personajes son escritores. Sin embargo, el tema de Bolaño no es tanto la literatura como las oscuras relaciones entre el arte y la barbarie, en el marco de la historia latinoamericana.




Un día, un escritor tuvo una idea tan atroz como fascinante: existió, en América Latina, una pujante literatura nazi, con sus escritores, editoriales, revistas y lectores entusiastas, con sus debates acalorados y sus reseñas más o menos elogiosas. Ese escritor se llama Roberto Bolaño y el libro en el que desarrolló esa idea fue La literatura nazi en América, de 1996. A través de esta novela, Bolaño comenzó a trazar un mapa inquietante que continuaría en Estrella distante, también de 1996, donde retomaba y expandía una de las numerosas biografías apócrifas que componían La literatura nazi en América: la de Alberto Ruiz-Tagle, enigmático alumno de un taller literario, quien se transforma, durante el Chile de Pinochet, en Carlos Wieder, militar torturador de la dictadura y poeta vanguardista. Con este personaje, Bolaño roza —sin ser nunca totalmente explícito ni enjuiciador, salvo en la piedad por las víctimas— un tema fundamental: las relaciones entre la literatura y la represión, entre los actos civilizados y los abyectos. Como variaciones alrededor de un mismo tema, sus libros posteriores continuaron investigando en este registro mediante ficciones alucinantes y abrumadoras: los cuentos de Llamadas telefónicas en 1997 (que prolongan narraciones anteriores), Los detectives salvajes y Amuleto, de 1998, y ahora su última novela, Nocturno de Chile.

Con Los detectives salvajes, libro que consagró definitivamente a Bolaño (recibió los premios Herralde y Rómulo Gallegos), los viajes ficcionales se inician en otro punto del mapa: ya no Santiago de Chile sino la ciudad de México, donde Bolaño pasó parte de su adolescencia y de su juventud (con un intermedio infernal en el Chile del golpe militar del 73). La novela cuenta la historia de Arturo Belano (alter ego de Bolaño) y Ulises Lima, dos jóvenes escritores que fundan el Realismo visceral y salen a la búsqueda de la poeta Cesárea Tinajero, legendaria integrante de las vanguardias mexicanas de los años veinte. Entre los testimonios que recogen (el catálogo y la enumeración son, en Bolaño, las formas de la narración), se mezclan las voces de personajes ficticios y escritores reales como el líder vanguardista Manuel Maples Arce o el ensayista Carlos Monsiváis.

En el juego de espejos que arman estas narraciones (todos los personajes se duplican y las historias se cuentan dos veces), así como La literatura nazi en América se prolongaba en Estrella distante, Los detectives salvajes encuentra su propio reflejo, como un camafeo que repitiera la figura de quien lo lleva, en Amuleto. Allí se vuelve a contar la historia de Auxilio Lacouture, una poeta uruguaya que pasó varios días encerrada en un baño de la Facultad de Filosofía y Letras de México en 1968, mientras la policía ocupaba los edificios y violaba la autonomía universitaria. La narradora y los hechos son los mismos, pero lo que en Los detectives salvajes es un simulacro de testimonio realista, en Amuleto es un relato fantástico.

Algo une a los personajes de Bolaño: todos son escritores o aspiran a serlo. Para lograr la fama o el reconocimiento, viven como se supone que viven los escritores: transitan por la bohemia y por el alcohol, dan su vida por un poema, procuran el placer y el desafío, y arman revistas y salen a la caza de premios y concursos. En sus novelas, casi todos son vanguardistas o se aprovechan de la herencia de las vanguardias para llamar la atención del público y querer reformar (o higienizar) el mundo. Pero el tema de las novelas de Bolaño es, más que la literatura, sus bordes perversos y espantosos. Sabemos que las sociedades modernas se han dedicado, con mayor o menor empeño, a conservar en museos y bibliotecas las obras de arte como muestras de la civilización y como momentos de esplendor creativo del género humano. Además, y a diferencia de las iglesias, los museos o las bibliotecas son monumentos laicos del recorrido del hombre en busca de su emancipación y autonomía. A este impulso se debe, sin duda, la idealización de la figura del escritor y del artista que marcó el período modernista de nuestra cultura. Pero en contradicción con esta tendencia, las tradiciones artísticas del siglo XX han predicado las virtudes de la rebeldía, la insumisión, la embriaguez y la transgresión. Y de aquí también se deriva una idealización que tiene que ver, en este caso, con la capacidad del artista para acercarse a las fuerzas oscuras. Hoy, cuando el Marqués de Sade nos cuenta sus tropelías en algún cine de la calle Lavalle o el asesino serial Hannibal sube a los primeros puestos de recaudación, el choque y la explosión de estas dos idealizaciones no es un problema menor. Frente a esta banalización, la densidad de la escritura de Bolaño nos entrega la especulación ambigua de sus narraciones ficcionales. ¿Cuáles son las complicidades, más o menos secretas, de la literatura y del arte con la barbarie? ¿Qué hacer con la herencia vanguardista? ¿Qué hacer con esos escritores que intentaron fundir desesperadamente el arte y la vida, el placer estético y la furia de las pasiones? Es verdad que los movimientos vanguardistas hicieron explotar la imaginación y el deseo quebrando todas las restricciones reales, pero no por eso es menos cierto que su petición de libertad escondía un mandato autoritario y dogmático. Como escribió el ensayista alemán Enzensberger a propósito de los surrealistas, "esta libertad absoluta no se alcanza más que al precio de una disciplina absoluta". También es verdad que ciertos movimientos vanguardistas le dieron vía libre a la irracionalidad, a la espontaneidad, a las ocurrencias, al sarcasmo burlón, pero ¿no hay allí una actitud adolescente, que sólo goza de sus actos por el escándalo que provocan? Por último, ¿no coquetearon las vanguardias con la barbarie, el mal, la crueldad y la violencia? Recordemos la frase de Breton: "el acto surrealista por excelencia es salir a la calle y disparar contra la multitud". De todos modos, tampoco se trata de culpabilizar exclusivamente a las vanguardias. Como dijo Walter Benjamin, "todo documento de la civilización es, a la vez, un documento de la barbarie". La poética de Bolaño reconoce la fuerza de esta frase y la arroja al vértigo de una imaginación ficcional que despliega toda una galería de personajes que participan de la creación literaria y del terror policial. Y en ese recorrido, en ese acercamiento al horror y al miedo, se vislumbra una salida, la posibilidad de un encuentro genuino con los documentos de la civilización liberados de la pesadilla de la barbarie: los poemas que Auxilio escribe en un papel higiénico en Amuleto, los versos del poeta colombiano Asunción Silva en Nocturno de Chile o "las estrellas cada vez más distantes" que observa el preso del régimen pinochetista. La literatura siempre está a punto de ser "una literatura de albañal" o de "vertedero" aunque, en ese mismo reconocimiento, puede entregarnos un momento de encuentro o de amistad verdadera.

Pero hay algo más: Bolaño ha logrado narrar estos conflictos en el contexto de la historia latinoamericana. Sus personajes recorren el continente, citan a los escritores de Chile, Perú o México, se preocupan por su pasado y por su historia. Leído desde la tradición argentina, se reconocen en su escritura la presencia de J. R. Wilcock, Jorge Luis Borges, Ricardo Piglia y H. Bustos Domecq, el heterónimo de Borges y Bioy. Pero también del chileno Enrique Lihn o del mexicano José Emilio Pacheco. En este sentido, Bolaño parece haberse erigido en uno de los pocos escritores de la actualidad que adquirieron dimensión latinoamericana, tal como había ocurrido con la narrativa en los años sesenta. Hasta el periplo biográfico del mismo Bolaño (Chile, México, Barcelona) es muy similar al de un Donoso o al de un García Márquez. Sin embargo, una vez que se los compara, se hacen evidentes las diferencias de época. Entre aquellos años de euforia optimista y los actuales, median nada menos que los genocidios y el desvanecimiento de América latina como alternativa política o cultural. Mientras Donoso o García Márquez barrenaban en la cresta de la ola, Bolaño parece pasearse por la orilla recogiendo los restos de un naufragio. El entusiasmo que esas narrativas ponían en la palabra crítica de la literatura es lo que encuentra en Bolaño su reverso: ya no emana ninguna autoridad de la literatura ni de los escritores. Para hacer el recuento de estas cuestiones, la novelística de Bolaño coloca estos interrogantes en la perspectiva de la historia latinoamericana: ¿cómo explicar la escalada represiva que se inicia hacia fines de los sesenta (con la represión de los estudiantes en el México de 1968) y que desemboca en los genocidios de la década del setenta en Chile, Argentina y en otros países? ¿Cómo pudieron instalarse la barbarie y el horror mientras continuaba la vida cotidiana y sin sobresaltos? Las respuestas a estas preguntas no están dadas ni por el testimonio ni por el alegato. Lo que Bolaño pone en funcionamiento es una máquina ficcional: no hay que narrar los hechos sino sus posibilidades imaginarias.

La sociedad que esta máquina de ficciones construye se alimenta del cruce de biografías apócrifas y reales: en cualquier información exigua (un nombre, dos o tres fechas, un lugar de nacimiento, una idea) se agazapa un potencial relato y allí está la ficción falsa o verdadera que lo hace funcionar. A veces, como en el caso de Monsieur Pain (una de sus primeras novelas), se trata de una pequeña referencia que hace en sus escritos la esposa del poeta César Vallejo. En otros, como en Estrella distante, un funesto personaje cuya biografía se había esbozado en La literatura nazi en América comienza a multiplicarse en mil seudónimos hasta disolverse en una sombra.

De este modo, la obra de Bolaño constituye una pequeña enciclopedia de literatos que convivieron con el horror y que pasan de una novela a otra y se cruzan con escritores célebres como Pablo Neruda, el alemán Ernst Jünger u Octavio Paz. Uno de los efectos más perturbadores de estos cruces es la sombra siniestra que proyecta, en estas novelas, la literatura realmente existente: en La literatura nazi en América, por ejemplo, los escritores fascistas estudian a los poetas comunistas Pablo Neruda y Pablo de Rokha, porque lo único que hay que hacer, para lograr el modelo de literatura panfletaria, es tomar sus poemas y poner Mussolini en vez de Stalin y Stalin en vez de Trotski y "reajustar ligeramente los adjetivos". En este pequeño desliz, en este mínimo cambio de palabras, la inexistente literatura nazi en América se transforma en una sombra, en un doble frágil y siniestro de la literatura en América (y, extensivamente, de su cultura). Aquello que se le opone pero que, en ciertas condiciones, lo duplica, lo refleja, lo repite. Sin embargo, las afinidades nunca son completas, ni cerradas, ni totalmente especulares: los escritores autoritarios de Bolaño no se corresponden exactamente con uno u otro escritor.

Esta máquina no sólo funciona en términos espaciales sino también temporales: su estructura espiralada se organiza alrededor de un hecho que quiebra la linealidad, la coherencia del tiempo que vivimos. En Estrella distante, ese día es el de la llegada de Pinochet al poder: a partir de entonces, la narración de la historia ya no es más la de los acontecimientos sino la diáfana relación de conjeturas e hipótesis y de hechos improbables, confusos o inciertos. Como si una vez dejado atrás el Chile de la dictadura, apenas quedara una memoria frágil o distorsionada: "en el triste folclore del exilio —se lee en Estrella distante— más de la mitad de las historias están falseadas o son sólo la sombra de la historia real". En la literatura de Bolaño, el exilio es una brecha en el tiempo en la que sólo resta inventar y narrar, entre el olvido indeseado y la memoria imposible.

Uno de los personajes de Estrella distante (el crítico conservador Nicasio Icabache, amigo de Neruda y Huidobro) parece ser el origen o hermano gemelo de Sebastián Urrutia Lacroix, el sacerdote y crítico que narra su vida en Nocturno de Chile, la última novela de Bolaño. Pese a considerarse un hombre responsable y razonable, Lacroix no duda en darles clases de marxismo a Pinochet y a la junta militar. Bajo la instigante presencia del poeta trovador Sordello, al que le cantaron Dante, Robert Browning y Ezra Pound y que fue un emblema de la devoción patriótica y del lamento melancólico, Nocturno de Chile es un relato de los equívocos del amor a la patria. Pero lo que hace a Urrutia Lacroix un personaje conmovedor es que, sin mediar ningún arrepentimiento artificial ni ninguna autocrítica ideológica, llega a la melancolía más pura, a la de aquel que ya no encuentra consuelo ni en los libros ni en la vida ni en la memoria. Víctima del miedo y del odio, Sebastián Urrutia Lacroix puede recitar con intensidad los versos de Leopardi: "y el naufragar me es dulce en este mar". Lo lamentable es que se los recite a su alumno de marxismo, el general Pinochet.

Con Nocturno de Chile, Bolaño se constituye en uno de los narradores más talentosos de la literatura latinoamericana y en uno de los más sólidos exponentes de la nueva situación que enfrentan los escritores. Frente al optimismo de la historia como ilusión de libertad, Joyce acuñó, a través de uno de sus personajes, una frase célebre: "la historia es una pesadilla de la que trato de despertarme". Si la narrativa modernista osciló entre la historia como ilusión de libertad y la historia como pesadilla, parece que nos hallamos actualmente frente a una nueva fase, a la que Bolaño pertenece. La de esos narradores que se despertaron y comprobaron que la pesadilla de la vigilia no era menor a la de la noche. La melancolía no está ahora en padecer la historia sino, simplemente, en no poder ser parte de ella.