martes, 13 de junio de 2017

¿Por qué seguimos leyendo a Roberto Bolaño?

Por Jaír Villano
El espectador, Colombia. 21.12.2016



¿Es Bolaño tan grande como lo certifican las editoriales? ¿Por qué se sigue hablando del autor de Los detectives salvajes como un escritor de imprescindible lectura?

  

No sé los demás, pero la primera vez que leí a Bolaño sentí que era uno de esos autores que iba a inscribir, de entrada, entre los de cabecera. Los detectives salvajes es, sin duda, una novela ideal. Ideal, digo, para quienes transitamos por desiertos culturales; ser testigo de las aventuras de los poetas del real visceralismo era como ser parte de una realidad de la cual me hubiera gustado ser parte. Además de la poesía, estaban las hermanitas Font, ¿y a quién no le gustaría un affair con María y/o Angélica? La novela, por supuesto, es mucho más que eso. Es el viaje cruel y descarnado de un grupo de soñadores que caminan por el mundo creyendo que sobrepasarán los límites de la poesía, y a la vez es el fracaso de una generación iconoclasta, que termina padeciendo el poder del canon.

Algunos críticos la han querido equiparar con Rayuela y Paradiso. A mí me parece que por su crudeza es más cercana a las condiciones de los personajes de La ciudad y los perros. Y sin embargo es un libro auténtico, de ahí la potencia de su valor, pues su argumento es genuino y su estructura arriesgada, aunque en mi opinión a esa polifonía expuesta en la segunda parte le sobran al menos 100 páginas. Como en su otra gran obra, 2666, su urdimbre es liviana, sus personajes planos y sus acciones algo insulsas, casi superfluas.

De toda esa caterva de elogios, si usted lo quiere comprobar lea Palabra de América (todos montados en el bus Bolaño), el más descabellado ha sido Ignacio Echevarría, quien sin asomo de hipérbole sentenció que Los detectives salvajes es la novela “que Borges hubiera aceptado escribir”. De antemano, es poco cortés que dicha aseveración derive de un crítico. Y es que si hubo algo en lo que se esmeraba Borges era en la prolijidad del lenguaje, cualidad, dicho sea de paso, de la cual adoleció Bolaño y para eso baste con leer detenidamente sus libros, o esa crítica tan bien lograda que escribió Pablo Montoya en Literariedad.

Pero, vale, la pulcritud en las palabras no es un imperativo en la narrativa. Novelistas y cuentistas, grandes, con modesta prosa, es lo que sobran: Carver, Vargas Llosa, Franzen, Houellebecq, si de hacer una lista arbitraria se tratara. El quid es que Los detectives es una obra importante en las letras latinoamericanas, pero no es la gran obra, y la verdad es que no se acerca a ninguna de ellas. Los defensores acérrimos del chileno dirán que 2666 lo es, pero no. Tampoco. Bolaño, para resumirlo, es un escritor de divertimento, no de culto.

Es más: me atrevo a decir que en su grandeza hay más de marketing editorial que de prolijidad estética. Pues su obra está llena de altibajos. No hay que hacer una cartografía amplia, pero entre su legado dejó libros interesantes, como Estrella distante, y otros para el olvido, como Una novelita lumpen, y narrativa arriesgada (y borgiana, sí), como Palabra de América, y otra inane, como Amberes. Y lo mismo podría decirse de su narrativa breve. Unos domesticables, otros indigestibles.

Es irónico, pero sus amigos han hecho todo lo que él hubiera repudiado, pues como lo dije en otro artículo, Bolaño fue irreverente, “atacaba los consagrados, diría Villoro, y los defendía si tú los atacabas”. Lo que ocurre es que a veces uno soslaya (por la idea romántica que se tiene en torno a la cultura) que el capitalismo editorial es igual o más rampante que el otro capitalismo. Y entonces el marketing crea la necesidad y nosotros los lectores saciamos nuestra gula en las librerías. Y los magazines culturales no pueden resistirse a la tentación: ¡todos están hablando de ese autor!, y al menos deben tener una entrevista. Y hasta los críticos caen en la trampa y resuelven montarse al bus del éxito, pues es más difícil llevar la contraria.

Pero (lo diré en tautología): la buena literatura es la buena literatura. Y eso está por encima de todo. El mercado puede engolosinar a los lectores imberbes con sus nuevas estrellas, los abstrusos versos de Elvira Sastre, ejemplo de ello. (No es de mi incumbencia decirlo, pero es conocido lo letal que puede llegar a ser el azúcar).

Estuve hace poco en México, viendo en las vitrinas de las librerías las nuevas ediciones de Roberto con Alfaguara. La verdad, fue grato verlas, resultó un tanto voyerista, era ver en otro empaque eso que fue tan placentero. (Para ser sinceros, luego me espantó el precio).

Con todo, no he querido decir que Bolaño sea un mal escritor. Por el contrario, está entre mis preferidos. Lo que es lamentable son las reyertas extraliterarias que se han hecho con él y esa explotación de los que viven del muerto (pero un nivel mucho más avanzado que el de Romero y Ospina, claro).

Ya lo registraron en otro espacio cultural, Echevarría y la viuda Carolina López han desencadenado un escándalo sobre los derechos del autor de Llamadas telefónicas. Estoy seguro de que un miembro del realismo visceral hubiera defenestrado esta situación.