jueves, 18 de enero de 2018

La invención de Bolaño: mito, prestigio y una buena foto de juventud

Por Javier Raya
PijamaSurf.com, 14.04.2013

Relevo generacional, estrategia de marketing y tenacidad literaria, la obra del chileno Roberto Bolaño
sigue dando de qué hablar incluso (o sobre todo) a pesar de lo propiamente literario.

  
 
No sorprenderá a nadie decir que el medio literario opera a la manera de un mercado: el mercado no definido solamente con imperativos dudosos de valor, con prestigios vaporosos o francamente ruines, sino como un sistema que regula la visibilidad y el acceso a las formas terrestres del prestigio literario, llámense premios, becas o publicaciones. El mercado olvida o consagra, pero también olvida y consagra: pasó con don Luis de Góngora, con Benito Pérez Galdós, con Antonio Machado e incluso con Federico García Lorca. A pesar de que la leyenda afirme que Victor Hugo lo llamaba "niño Shakespeare", era muy poco probable que el nombre Arthur Rimbaud fuera reconocible para nadie en la segunda mitad del siglo XIX.

Pero el mercado también tiene un hueco para la figura del maldito: más allá del talento literario, una biografía interesante puede crear, a priori, la sensación en el lector de que sabe de qué va la obra de un escritor. Tendemos a catalogar, es decir, a definir. No es necesario llegar a los juicios sintéticos kantianos: el vox populi es un inventario siempre disponible de referencias preconcebidas de fácil acceso. Por ello, cuando el público estadunidense supo de un chileno que fue encarcelado en su país a pocos días del golpe de estado de Pinochet, que viajó por Latinoamérica conjurando las hondas sombras del Ché Guevara, que instigó un movimiento literario, el infrarrealismo, con reconocibles reminiscencias Beat y que además de morir en circunstancias evitables durante su temprana madurez dejó una obra vasta y digna de leerse y releerse, la seducción era inevitable. Incluso en Latinoamérica su suerte es varia: amamos odiar a Roberto Bolaño.

Horacio Castellanos Moya escribió recientemente sobre un ensayo próximo a publicarse que aborda precisamente las razones mercantiles --es decir, extraliterarias-- del prestigio que Bolaño ha adquirido rápidamente. La profesora Sarah Pollock de la City University de Nueva York escribió "Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives in the United States", a aparecer en el próximo número de la revista trimestral Comparative Literature donde, sin menospreciar la obra de Bolaño, aporta una explicación esperable sobre este boom personal, y una lectura no tan esperable sobre las razones del mercado anglosajón para acoger a uno de los hijos más incómodos de Chile.

"Bolaño", escribe Pollock, "aparece ante el lector (estadounidense), incluso antes de que uno abra la primera página de la novela, como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida ya en materia de leyenda". Castellanos Moya confirma esa impresión al recordar cómo la editorial New Directions tuvo a bien editar la novela en inglés con una foto de Bolaño a los 27 años, donde con el cabello revuelto y la chamarra de cuero recuerda más al Arturo Belano de Los detectives salvajes que al hombre maduro de incipiente calvicie que efectivamente escribió la novela.

Por otra parte, la literatura latinoamericana en Estados Unidos se encontraba, a finales de los 90, con un importante vacío en términos de desplazamientos editoriales. El boom latinoamericano, protagonizado por Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Julio Cortázar casi medio siglo antes y que popularizó una visión de la literatura latinoamericana asociada a otra marca registrada, el realismo mágico, necesitaba un relevo generacional reconocible que grupos literarios (insistamos, marcas registradas) como McOndo o el Crack no conseguían llenar. Muchos podemos gustar de los cuentos de Ignacio Padilla y evitar como la plaga todo lo que venga de Jorge Volpi, pero Castellanos Moya tiene razón cuando afirma que novelas ambientadas en la Alemania nazi no son lo que el público estadunidense espera leer al abrir un libro de un escritor latinoamericano (entre paréntesis, hay que notar la ironía de que parte de 2666 de Bolaño esté ambientada precisamente en los periplos de Benno von Archimboldi en la Segunda Guerra Mundial).

Para los editores estadunidenses el asunto era claro: se precisaba un relevo más o menos reconocible sobre el relato costumbrista al sur del río Bravo; una variación sobre el tema latinoamericano que conservara el misticismo y folclor que Ginsberg, Kerouac, Burroughs, e incluso Artaud o Humboldt antes que ellos, buscaran en México. Bolaño era el candidato perfecto: Los detectives salvajes permite acceder a referentes historizables sobre la vida literaria en la Ciudad de México en la década de los 70, con sus pugnas, sus encontronazos, sus cabecillas visibles y sus figuras míticas ensombrecidas bajo el relumbrón (caso Mario Santiago), aderezada con un catálogo de nombres que sirve además como inventario de literatura abreviada para el neófito. Una novela de época con la suficiente distancia histórica para hacerla atractiva y con la suficiente cercanía para sentirse partícipes. La fórmula perfecta.

El road trip que promete Los detectives salvajes casa muy bien con las expectativas del mercado estadunidense; una versión tropical de On the road de Kerouac. Pero hay un elemento más. Según Pollock, Los detectives... puede leerse también como un "cuento de advertencia moral", pues "está muy bien ser un rebelde descarado a los diecisiete años, pero si uno no crece y no se convierte en una persona adulta, seria y asentada, las consecuencias pueden ser trágicas y patéticas. Es como si Bolaño...", concluye la profesora, "estuviera confirmando lo que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la verdad". 

Aunque Bolaño sigue ganando lectores y detractores a causa de sus innegociables gustos y polémicas declaraciones, habría que rescatar un argumento de Gabriel Zaid respecto del gusto por el malditismo en artes. Los artistas crean precisamente a causa de la salud de su creatividad, no de los diversos derroteros de la enfermedad. Van Gogh es Van Gogh porque pintó esos cuadros tan feos que le gustan a tanta gente, no porque se hubiera cortado un pedazo de oreja; Burroughs es Burroughs porque escribió Naked lunch, no por haberle disparado a su mujer. Podríamos seguir así con Mailer, Genet, Maiakovski y tantos más. Curioso que Roberto Bolaño, el escritor de disciplina espartana, el que no bebía alcohol salvo en contadas ocasiones, el buen padre de familia, el doméstico habitante de un pueblito español de provincias, figure en los anaqueles del malditismo literario. Curioso, pero no inesperado.

Cuando la obra es buena (es decir, relevante, vigente a través de distintas generaciones de lectores, imaginativa, difícil pero transitable, ligera pero retadora o cualesquiera argumentos que constituyan la calidad literaria), encuentra a sus lectores. Y un bolaño, después de todo, es una bala de cañón. Al final todo el asunto de la trascendencia se cifra en eso: en un lector (hipócrita, decía Baudelaire, de gusto voluble y particular) pase páginas y páginas sin que el asombro disminuya.