Por Martín Cinzano
La rabia del axolotl, 22.10.2017
El español de España puede haber causado hondos trastornos en
buena parte de los escritores y lectores latinoamericanos. Esto se debería, se
supone, menos a los escritores que a las traducciones de autores europeos,
norteamericanos y asiáticos, puesto que, en cuanto a los propios escritores
españoles, la indiferencia con Latinoamérica es asunto bilateral. Ocupo
deliberadamente la palabra “trastornos” sin dotarla de ninguna valoración
condenatoria; es solo la constatación de un hecho a la hora de incorporar y
leer algunos giros de lenguaje y modismos en una lengua que, en el mejor de los
casos, se nos escapa y que, como decía Enrique Lihn, es “padre de tantos vicios
literarios”, y que, como decía Jorge Teillier, es “lo único que separa a
nuestros poetas de España”. Y ocupo este pie forzado, endeble a los ojos de
cuantas teorías acerca de la traducción andan dando vueltas por ahí, para
rodear dos rodeos sobre “traducciones” en trechos narrativos de Roberto Bolaño.
A ratos —especialmente en pasajes de 2666— la narrativa de Bolaño parece escrita en una lengua previa
que, al momento de leerla, ya ha sido traducida al español. Los lectores
monolingües adictos a las colecciones de Bruguera o Plaza y Janés no sabemos
muy bien, o no sabemos un cuesco, cuál es realmente el tono del que se inviste
la lengua inglesa en las novelas policiales, más allá de las frases rápidamente
ingeniosas y los sarcasmos sutiles. El policial literario (no así el
cinematográfico) nos ha llegado en gran parte a través de un español peninsular
que, sea como sea, para bien o para mal (insisto), ha perfilado a más de algún
escritor y lector latinoamericano. Bolaño adopta ese español como si de
improviso estuviéramos leyendo un policial traducido por los felones de
Anagrama abocados a relatos donde las expresiones “follar”, “que me aspen”,
“coño”, “curro”, “gilipollas”, “a por él”, “pasta”, o “la felpó”, entre muchas
otras, lo van guiando a uno en esa dirección.
Por lo general, para el lector latinoamericano de literatura en
español cualquier “gilipollas” salta a la vista (caso extremo es cuando
aparece, por ejemplo, en las Iluminaciones
de Rimbaud, gentileza de editorial Hiperión); y en cuanto a los escritores, ni
José Donoso, ni Mario Vargas Llosa, ni Juan Carlos Onetti, ni Mauricio Wacquez
—para hablar de narradores latinoamericanos alguna vez afincados en España— se
internaron por esos caminos al novelar. Bolaño, en cambio, tal como lo había
hecho y lo siguió haciendo con México, desde Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce echó
mano de algunas expresiones típicamente españolas como las ya señaladas, y así
hizo suya, otra vez, a su modo, la lengua local, mimetizándose como el Zelig
que era a la hora de escribir y hablar.
(Habría que preguntarse también —por joder, todo esto en
realidad es por joder— qué alcances tiene ese español editorializado en los
poetas, en los ensayistas, en los hablantes). Pero cierto aspecto de la
“traducción” de Bolaño va un poco más allá o, más bien, se mueve en otro nivel.
Cuando un personaje como Fate entabla conversación con sus colegas periodistas
(en uno de los escenarios predilectos de la novela policial: el hotel),
entramos al “ambiente” de novelistas como Walter Mosley o incluso Chester
Himes. Novela negra escrita y protagonizada por negros. En ese caso, la
traducción es de Bolaño, pero se trata de la traducción de todo un género, el
trasvase o el contrabando de una lengua desde una forma narrativa codificada
hacia vasijas donde lo policial se convierte en otra cosa. No se trataría de
una adaptación, eso hay que dejarlo
claro. Ni tampoco de una traducción en el sentido en el que, por ejemplo,
Osvaldo Soriano traduciría el
policial norteamericano incorporando a Philip Marlowe en una de sus novelas. La
traducción de Bolaño más bien opta por recurrir al procedimiento artificioso de
Don Quijote, sin por ello instalar la
figura de un traductor morisco o de un “historiador” árabe: esta historia,
parecen decir sus narradores, ya ha sido narrada antes, incluso en esta misma
jerga, pero si la hacemos irrumpir aquí, en este infierno absurdo (Santa
Teresa), se trastoca y, de paso, la lengua (periodística, judicial) viene a
convertirse a un mismo tiempo en cómplice y finalmente en lo que es: un
incansable convencionalismo brutal. En ese sentido, se entiende la admiración
obediente de Bolaño por la poética de Borges, por esa estrategia discursiva
llamada Borges: narrar es como
redactar —o transcribir, a traición— el informe pormenorizado de una historia
ya escrita.