Por Christina Soto van del Plas
Tierra Adentro, México, 2020
Hace al menos diez años que no desempolvo mi 2666 de Roberto Bolaño, pese a que me ha acompañado en todas mis mudanzas. Me acordé de su existencia hace un par de semanas cuando C decidió usar el tomo para elevar su computadora y simular que tenía uno de esos caros escritorios para estar de pie. Al ver ahí a mi 2666, cumpliendo una función utilitaria, tuve por un instante ganas de volver a leerlo y restituirle su dimensión literaria, pero rápidamente me distraje leyendo libros que ahora me interesan mucho más. Que no haya vuelto a abrir el libro y que no tenga el menor deseo de rescatarlo de su función utilitaria no quiere decir que no reconozca el valor de la obra de Roberto Bolaño y su importancia indiscutible dentro de la literatura latinoamericana. Pero sí quiere decir que me interesan muy poco las historias que cuenta y la forma en que las narra. A decir verdad, siempre fui una lectora bastante desapasionada de Roberto Bolaño y con el tiempo esto empeoró porque me cansé de escuchar y de leer tanta mala crítica literaria sobre su prolífica producción.
Leí por primera vez 2666 en el 2008, cuando la locura y el furor de la obra de Bolaño recién comenzaba luego de que su obra fuera traducida al inglés.[1] Tras su muerte prematura en 2003, la importancia de la obra de Bolaño se instituyó primero en Estados Unidos y regresó después a llamar la atención dentro de América Latina, pese a que el autor ya había ganado el Rómulo Gallegos. En 2008 estaba en mi primer año de la licenciatura en literatura latinoamericana y el profesor de la clase de “Problemas de teoría literaria”, José Ramón Ruisánchez, en una de sus lúcidas y extrañas ocurrencias, decidió que leeríamos todo 2666 y complementaríamos nuestra lectura con distintos teóricos para pensar de forma crítica y creativa el libro de Bolaño.[2] En esa, mi primera clase de teoría literaria, me formé como crítica y leí por primera vez a autores como Georges Didi-Huberman, Jacques Derrida, Joan Copjec, Slavoj Žižek, Peter Brooks y Nelly Richard, entre otros. Recuerdo que en clase conjeturamos sobre todos los aspectos de 2666, desde el tamaño del libro y su portada como tumba hasta la compulsión de repetición en “La parte de los crímenes” y su necesidad de aproximarse a lo Real. Mi primer encuentro con Bolaño, como pueden constatar, no fue nada inocente, sino que estuvo guiado por la necesidad de hacer que mis intuiciones de lectura fueran más allá de las apariencias y las primeras impresiones. Escribí un denso ensayo sobre lo Real y Das Ding en 2666 y después de la clase leí todo lo que pude encontrar de Bolaño en las bibliotecas y librerías, acaso intentando convencerme de la importancia que todo el mundo decía que tenía. Fui con gusto a un coloquio dedicado a su obra y presenté un trabajo sobre él en uno de mis primeros congresos académicos. Pero muy poco tiempo después de comprometerme con su literatura y de que la infatuación se acabó, me cansé de leerlo y me quedó claro que mis intereses no iban por ahí. Desde entonces, si me lo preguntan, contesto que “no me gusta” y “no me interesa” la obra de Roberto Bolaño.
La primera de las razones por las cuales me alejé entonces del concurrido club de los admiradores de Bolaño fue completamente extraliteraria. A la popsteridad[3] y el éxito internacional de Bolaño le siguieron los demasiados libros de crítica literaria mediocres que comparan su obra con la de otros autores o que la consideran según tal o cual teoría crítica postestructuralista (acaso siguiendo el patrón de lo que Bolaño advertía con ironía en “La parte de los críticos” sobre las novelas del huidizo Benno von Archimboldi). Me cansé de leer sobre las infinitas intertextualidades y de encontrar ensayos que poco aportan a abrir nuevos enunciados y se dedican más bien a aplicar fórmulas preestablecidas a la literatura, encasillándola, domesticándola. También me cansé de ver la pelea entre mexicanos, chilenos, y españoles por apropiarse territorialmente de la obra de Bolaño mientras los críticos de los Estados Unidos supieron explotar bien el potencial del imaginario que Bolaño creó en su obra a través de su biografía. Luego, en el país en el que estudié mi doctorado vi cómo Los detectives salvajes y 2666 se convirtieron, a principios del siglo XXI, en el nuevo imaginario latinoamericano, sucesor del realismo mágico estereotípico del Sur Latinoamericano.[4] Tanto el ethos romántico del poeta latinoamericano como la representación de Latinoamérica como región violenta y apocalíptica donde confluye el mal contribuyeron a este fenómeno que calzaba bien con el imaginario que los noticieros gringos frecuentemente proyectan de nuestros países.
La segunda razón por la cual dejé de leer a Bolaño fue más literaria. En la narrativa de Bolaño hay una promesa (incumplida) de que siempre hay más que descubrir, pero como lectora me topé una y otra vez con la mera repetición de lo mismo. Los narradores de Bolaño son seductores y manipuladores cuando cuentan historias y parece que siempre van a llegar a algo que apenas se vislumbra y que es necesario descubrir. Las historias despliegan una asombrosa habilidad de irse por las ramas. En cada uno de los libros de Bolaño (incluidos los manuscritos publicados de forma póstuma) no hay nada nuevo o diferente, sino la misma estrategia repetida ad nauseam. ¿Para qué leer el mismo libro en decenas de variaciones? Más allá de la imperfección o incompletud de la obra de Bolaño que algunos han resaltado como una virtud transgresora, lo que me agota como lectora es enfrentarme una y otra vez con la misma estrategia que no apuesta por un camino, sino por el desvío como gesto constitutivo.
En definitiva, a diferencia de los autores que más me gustan, Bolaño no es un innovador en la forma o en términos del lenguaje. Es un autor que juega con la representación visual y quizás el montaje y poco más. No se arriesga a pensar el lenguaje sino al servicio de la trama. No quiero decir aquí que todos los autores deben ser innovadores en este sentido, sino a que la literatura que está al servicio de la trama suele devenir (aunque no siempre) en tediosos discursos ideológicos o alegóricos. Esto es más visible en el hecho de que gran parte de la crítica literaria sobre Bolaño se decanta por este tipo de reflexiones sobre la violencia, la noción del mal o la modernidad y sus males(tares). Incluso en su versión más refinada, Bolaño siempre nos dice algo, como argumenta por ejemplo Zavala en La modernidad insufrible: “[s]u proyecto literario puede leerse como una compleja crítica de la modernidad literaria occidental y el modo en que se intersecta con la experiencia latinoamericana que simultáneamente la niega y la refunda”.[5]
Desde mi punto de vista, la literatura que decide apostar su descubrimiento en la trama no es necesariamente una literatura que deja los elementos necesarios para pensar, sino que nos da un pensamiento ya rumiado y tejido para que lleguemos a una conclusión inevitable.
Ya no leo a Bolaño porque me cansé de su mismidad y porque la literatura que me da las piezas para decirme lo que debo de concluir me convierte en el tipo de lectora pasiva que nunca quiero ser. Ya no leo a Bolaño porque sus historias que se van por las ramas no llegan a tener consistencia y porque sus narradores voluntariosos e irónicos ya no me entretienen como antes. Ya no leo a Bolaño porque tanta crítica de su obra turbó mi capacidad de leer de formas más intuitivas. Ya no leo a Bolaño porque C necesita un librote del tamaño correcto para apoyar su computadora y poder trabajar.
Notas
[1] En 2007 se publicó la traducción al inglés de Natasha Wimmer de Los detectives salvajes (1998) en Farrar, Straus and Giroux y en 2008, la de su novela póstuma, 2666 (2004).
[2] José Ramón Ruisánchez Serra publicó recientemente uno de los mejores libros sobre Roberto Bolaño que me parece que venía pensando desde entonces: La reconciliación. Roberto Bolaño y la literatura de la amistad en América Latina. México: UNAM, Serie El Estudio, 2019.
[3] “Popsteridad” es un término que utiliza Rodrigo Fresán para referirse a cómo la cultura de masas se ha apropiado de la figura de autor de Roberto Bolaño más allá de su práctica literaria y lo ha convertido en un fetiche académico o en ícono pop.
[4] Recomiendo leer el ensayo de Sarah Pollack sobre Bolaño sobre este tema: “After Bolaño: Rethinking the Politics of Latin American Literature in Translation.” PMLA, Volume 128, Number 3, May 2013.
[5] Oswaldo Zavala, La modernidad insufrible: Roberto Bolaño en los límites de la literatura latinoamericana contemporánea. University of North Carolina Press, 2015, p. 242. Este libro de Zavala es una rara excepción a la mala crítica de Bolaño.
* Christina Soto van der Plas (Ciudad de México, 1989), doctora en literatura latinoamericana por Cornell University. Psicoanalista en formación. Ha publicado múltiples textos académicos y crónicas en revistas nacionales e internacionales. Su libro Curaçao: costa de cemento pueblo de prisión (FETA: 2019) fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2019.