Por Roberto
Contreras Soto
Presslibre.mx, 31.10.2020
Carcaj.cl, 02.11.2020
Presslibre.mx, 31.10.2020
Carcaj.cl, 02.11.2020
Dedicado a lxs PP de la
revuelta 18/O
“Desde la ventanilla del taxi pudo comprobar
que la ciudad, al menos en apariencia, estaba tranquila, aunque de tanto en
tanto se vislumbraban hogueras y en algunas bocacalles se veían los coches de
la policía antidisturbios. Pero en general todo parecía tranquilo y la ciudad
dormía narcotizada”, son las líneas de un cuento de Roberto Bolaño. Que fue lo
primero que recordé cuando vi en IG la foto del auto calcinado. Traigo la
imagen asimilada de los cementerios de autos en Arica, donde es frecuente
descubrirlos en las más diversas formas y estado (una visión permanente en
cualquier esquina, peladero o camino de carretera donde los habitantes
abandonan sus camionetas, furgones y coches americanos que habrán cruzado día y
noche la frontera.) Este relato aparece en una discutible publicación del 2007,
El secreto del mal, cuando su viuda o la que fuera su viuda, legalmente
la madre de sus dos hijos, más su editor de entonces, Ignacio Echevarría, se
hallaban vaciando su computador. Se llama ilusoriamente “Las jornadas del
caos”, y es el cuento con que cierra el libro. Tiene como protagonista a
Belano. Son apenas dos páginas, lo que da aún más esa noción de inacabado, no
solo porque se interrumpe a poco de empezar algunos párrafos, y deja en
suspenso lo más duro de una trama, sino porque pese a lo habitual de los
finales abiertos de sus narraciones, en éste la suspensión es accidental y, por
tanto, evidente: se trata del borrador de un cuento.
Gerónimo, el hijo de Arturo Belano, cuando
creía que todas sus aventuras se habían acabado, se pierde en Berlín durante
las Jornadas del Caos. He aquí la primera distopía: “Esto sucedió en el año
2005. Ese mismo día Arturo hizo su equipaje y por la noche tomó su primer avión
con destino a Berlín. Llegó a las tres de la mañana […] Arturo Belano tenía más
de cincuenta años y Gerónimo Belano tenía quince y había viajado con un grupo
de amigos. Era el primer viaje sin ninguno de sus padres. La mañana en que su
mujer lo fue a buscar el grupo había regresado, pero faltaban Gerónimo y uno
más, un muchacho llamado Félix, a quien Arturo recordaba como un muchacho alto
y flaco y lleno de espinillas […] Cuando Arturo tenía quince también hizo su
primer viaje largo. Sus padres decidieron abandonar Chile e iniciar una nueva
vida en México”.
Bolaño en ese pasaje refiere a su llegada,
siendo un adolescente, a la colonia Guadalupe Tepeyac del DF. Pero con ese dato
yo recuerdo su viaje de vuelta. El retorno suyo en, esta vez, el utópico
escenario de haber venido a sumarse a la revolución. Eso ha sido recreado y
ficcionado en un poema, un cuento y una novela, donde un desprevenido B es
sorprendido en un control militar en las cercanías de Concepción, en el sur de
Chile, llevado a una comisaría y camino desde el calabozo a los baños es
reconocido por unos ex compañeros de liceo, ahora policías –quienes conforman
el grupo de sus captores o centinelas, parece que ocupa la palabra
“cancerbero”, pero no tengo el libro a mano para confirmarlo– lo cierto es que,
en el cuento, consiguen ponerlo en libertad pasado unos días. Según su amigo de
entonces, Jaime Quezada, llegó a su casa en la comuna de La Cisterna, una vez
que arribara, buscando integrarse al “yo lo vi yo lo viví” del sueño de la UP
con Allende: “El Golpe Militar –recuerda Quezada– lo ha sorprendido visitando
familiares en Los Ángeles y Mulchén, en el centro-sur del país, en un afán por
recuperar acaso su infancia perdida […] No pasaría desapercibido a los severos
controles militares en calles, lugares públicos, terminales de buses y
estaciones ferroviarias. El marcado canturreo mexicano de su hablar y el
aspecto desfachatadamente extranjerizante y desafiante de su vestimenta, le
traerían momentos de ingratos pesares”. Lucía un ancho y grueso cinturón de
cuero con una hebilla de balas-salvas de fusil. Pasó lo que pasó. Fue detenido.
El resto es parte de la biografía de la represión que se cierne sobre su vida,
él mismo lo reconocía, pues alguno de sus editores norteamericanos habrían
ensalzado esa curiosa condición de preso político, torturado, salvado de las
garras de Pinochet y lo habría hecho vivir por más de veinte años exiliado en
España. Acaso solo excesos de una fama meteórica.
Aunque lo que sí se me agolpa como verdad, en
medio del espejismo de estos días, es lo que irrumpe en las actualizaciones de
post, también volviendo a la ciudad este viernes, primero en taxi y más tarde
en bicicleta: un auto quemado en las inmediaciones de la Plaza de la Dignidad
(Ex Plaza Italia y Baquedano a metros de la SECH) con el número 2666,
que también me hace recordar esa distópica alegoría de que Bolaño habría vuelto
a las calles, también a participar de la revuelta: “Guerrero, a esa hora, se
parece, sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974,
ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de
2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las
acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado
por olvidarlo todo”, es la voz de Auxilio Lacouture en Amuleto (1999).
Aunque, también de modo espectral, recuerdo que allá por el 2005, acaso
conmemorando el segundo aniversario de su muerte, comenzaron a aparecer por las
inmediaciones del Paseo de la Rambla y calle Tallers, a metros de la casa donde
viviera junto a Bruno Montané, unos stencil con su cara. Bolaño fumando. El
retrato tan familiar de su foto en las solapas de sus libros grises de
“narrativas hispánicas”.
Los rayados fueron replicados durante varios
días, pero cada noche el servicio de ornato del Ayuntamiento catalán los fue
borrando. Desaparecía así su cara de las calles.
Hoy el auto ha desaparecido. Fue quemado la
noche en que se conmemoraba un año del comienzo de las revueltas. Bolaño se
escurre entre los gases y el agua, cada vez más ácida, arrojada por un fuerte
chorro de los blancos lanzaaguas de la policía antimotines, con que se dispersa
y agrede a los manifestantes.
En mi bicicleta hago entonces el camino de
vuelta. Busco formas de volver a casa eludiendo los controles policiales. Llego
y escribo al contacto que tiene la foto que no pude sacar. ¿Qué define una
autoría ante las intervenciones, los volantes, afiches y graffitis de las calles?
Miré los muros de la patria mía. El país se quema y veremos qué hacer con sus
cenizas. La poesía, más valiente que nadie. El cuentista debe ser
valiente. Es triste reconocerlo, pero es así, repito como un mantra
las claves de Bolaño.
Las jornadas
del caos remata, en su final sin fin: “Esto
ocurre en el año 2005. Gerónimo Belano tenía quince años. Arturo Belano tenía
más de cincuenta y a veces le parecía increíble estar vivo”.
Esto ocurre en el año 2020.
“Diario de bicicleta”, Día 200
de la cuarentena, Santiago de Chile.
Fotografía: Roberto Vega-Sotelo
/
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