No mueres
porque seas un creador
o porque tengas este cuerpo.
Estás muerto porque eres el rostro eterno.
Adonis, Desiertos
2666: un enigma. El nombre de una
película de ciencia ficción en la que las máquinas nos dominan, monstruos nos
acosan en carreteras insalvables o plantas crecen intempestivamente, y se
multiplican asesinatos sin nombre. Donde siempre hay un joven científico que
sospecha. 2666: nuestra forma de
imaginar el desastre, el western de la ecodestrucción.
Un
país impío hacia el que caminamos, cuya cartografía la forman los cuerpos de
mujeres asesinadas, mujeres que caminan. 2666, una serpiente enroscada allá a lo lejos: una anaconda que se
aburre, y se desenrolla lentamente, sin quitarnos la vista de encima. Una
pupila en el pliegue de un vestido, que nos enfoca desde el futuro. 2666, la cifra, toda ella autotélica.
Nuestro rostro reflejado en el espejo deforme de un temor inefable, el temor de
nosotros mismos. Una pintura del Bosco: los monstruos que miramos nos miran
fijo y se ríen. Mueca sin dientes. Gracias a la estructura del tríptico, en la
obra que conocemos como El jardín de
las delicias, Hieronymus Bosch (1450-1516) se permite escenificar la
cronología cristiana que iba del pasado (mítico), a la actualidad degradada y,
luego, a la irremisible condenación postrera debida al pecado. La obra de El
Bosco inserta, sin embargo, una tensión sobre la propia imagen de la
Postrimería: el origen es el espejo en que se observa el mismo Infierno. Así,
en la obra, no solo el Edén mismo contiene el germen de la ignominia (bandadas
de pájaros negros o animales que se devoran entre sí en aguas lóbregas, o seres
deformes que emergen de esas mismas aguas pareciera que a colonizar la Tierra),
sino incluso, su antesala, el momento mismo de la Creación, el día tercero
(principio y fin) interpela con una pregunta sobre los tráficos entre la
destrucción y la realización: el mundo en grisalla bajo la esfera transparente
que ocupa al tríptico cerrado —el “uno”, se ha dicho— no incluye ni personas ni
animales y tal vez sea, incluso, resultado de la eliminación del hombre en el
diluvio universal. El comienzo del mundo
contiene su fin, parece sugerirnos en secreto el pintor flamenco.
Esta
imaginación tensada sobre el devenir del mundo y la singularidad de lo humano,
que evoca la obra de Bosch, aparece convocada con recurrencia por la obra de
Roberto Bolaño. “Fusión y explosión de dos orillas: la creación como un
graffiti resuelto y abierto por un niño loco./ Nada mecánico. Las escalas del
asombro. Alguien, tal vez el Bosco, rompe el acuario del amor”, había anotado
el autor chileno en su “Manifiesto Infra”, ya en 1976, y casi treinta años
después, iba a refrendar esa misma poética en 2666, su última gran obra (publicada póstuma en 2004, a un año de
la muerte), elaborando en ella la imagen del mundo, de su creación y de su
destrucción en la convivencia fracturada y especular de todos los tiempos
humanos en la profundidad del hervidero del horror latinoamericano.
Vivimos,
decía Susan Sontag, bajo la daga afilada de dos amenazas igualmente asoladoras:
la banalidad irrevocable y el terror inconcebible, espectros gemelos; mismos,
los motivos que atraviesan la escritura de “La parte de los crímenes” que
repite Bolaño en 2666. Como en
una pesadilla de la cual el propio hablante no puede salir, este transcribe y
repite lo representado por el mal, la escenificación de más de cien cuerpos
asesinados de mujeres en la frontera norte mexicana. Produce un rito que es la
representación de una representación de un crimen que, en sí mismo, aspira, sin
embargo, a la imposibilidad de la representación pues quiere ser infinito,
todopoderoso: no se acaba en un nombre (no lo hay, se nos niegan los nombres de
gran parte de las víctimas; y no hay nombre del o los victimarios), y no se
acaba en un móvil: cualquier mujer es una nueva víctima. Un crimen
irrepresentable. Un ojo científico, el del narrador, observa cada uno de los
centenares de cuerpos agredidos y los describe, anota sus diferencias, anota
sus particularidades: una pantimedia como de prostituta, unas zapatillas marca
Nike, una blusa amarilla, unos jeans de trabajo, unos aretes con elefantitos.
Es la parte que toca a los crímenes: el que comete el crimen y
el que lo observa; el que lo narra y el que lo lee, y lo relee, lo consume
(¿como snuff movie?): nosotros,
la repetición que interpela nuestra responsabilidad. Nos pone nerviosos, nos
perturba Bolaño, ¿qué nos perturba?
Una
pregunta que sobrevuela la novela de principio a fin es quién es el culpable;
la pregunta policíaca. Y cuyo efecto esperable es, como en todo policial, la
conversión de la instancia lectora en una hábil recolectora de pistas,
incorporada al relato en la mirada del
narrador que sospecha, que insiste, que busca y que observa las partes, constituidas todas, de
esta manera, en indicios. Al modo de un forense que inspecciona, ausculta y
reconstituye un discurso verosímil, el lector se reconoce aquí repasando los
cuerpos asesinados, uno a uno, uno tras otro, junto con el narrador, cual si
fueran notas para descifrar una composición mayor, una obra; todo su deseo es entonces
instituir el sentido, constituir el caso, hacer obra. En ese paso por los cuerpos, sin embargo, algo se pierde,
algo pierde (a) este lector. Tal como
se ha perdido el observador en el régimen del espectáculo del cuerpo. Quiere
saber, busca, observa, se introduce. Voraz. Si, como explica Georges
Didi-Huberman, el modelo cristiano es el de la tumba vacía, “nada que ver para
creer en todo”, en estos crímenes no hay siquiera un espacio para el cuerpo, no
hay ningún lecho, no hay un lugar, por el contrario, el cuerpo ha sido expuesto
absolutamente: al sol, al frío, a la humedad, a la basura, a la arena.
Es el
horror: el cuerpo humano, femenino, partido, desagregado en su unidad, ofendido
en su dignidad ontológica (Cavarero). ¿Qué es, entonces, 2666? Un ojo que nos observa, pero
también una fecha, un orden, un límite a nuestro tiempo. Es el futuro que está
siendo hoy, es un cuerpo de mujer que es todo el cuerpo del mundo, y a la vez
todo el cuerpo global, cuyo tiempo es el de la más alta expresión del conato
(voluntad y deseo), a la vez que de la suspensión infinita del derecho. 2666 no es, como denuncia Johannes
Fabian, un tiempo residual, gastado, de otro sistema de producción, no. Dicha
operación cronopolítica moderna [2], que ubicó a Latinoamérica como el resto
siempre alocrónico, es discutida aquí por una cifra: 2666, que es la certeza de
que cualquier horizonte depende de ese “residuo” porque es contemporáneo; es
más, porque en esta frontera se juega el mundo, el sabernos mundo; es el hoyo
negro que se está tragando todo el tiempo, por donde comienza su
autofagotización, o su implosión.
En el
comienzo del siglo XXI, el que produce Bolaño es un gesto geocultural inverso
al que la crítica europea destacó en el paso del XIX al XX: ahora, dice el
escritor latinoamericano, el orbe dirige su mirada, su nacimiento (o su
muerte), ya no hacia la metrópoli occidental, sino hacia su frontera: sobre todo
hacia su maquila, hacia su núcleo de producción y reproducción, Comala,
Hermosillo, Cananea, Ciudad Juárez, Santa Teresa —en la ficción bolañeana. Y
esto no lo hacen bárbaros anacrónicos, la sospecha es que ocurre en el futuro,
en sus miedos y ficciones: en el mercado, en el entertainment¸
en la ciencia ficción, en el
cine de zombis, en las snuff
movies, y el poeta lo señala: el apocalipsis está siendo, nos observa y nos
conduce, desde 2666. Repetido una y otra vez, es este un tiempo inimaginable,
el fin del camino que está ocurriendo hoy en el culo del mundo, en su basurero
–llamado El Chile– y su origen (México, el lugar del primer sacrificio), se
ubica en la ciudad que es su fantasma y su propio fin de mundo: en Santa
Teresa, hacia donde migran las mujeres, por donde caminan las obreras del
capital y sus hijas. Y donde las cosas ocurren en el tiempo verbal del “futuro
perfecto”: todo ya habrá sido,
lo que tenemos son restos de estrellas que habrán dejado de brillar hace
cientos de años, las mujeres: presencias fantasmáticas.
En 2666 nadie sabe nada de las mujeres
del desierto de Sonora, no solo de las asesinadas, todas las mujeres, todas,
son susceptibles de ser olvidadas o ser borradas, sus cuerpos son aquí huellas
de un enigma esbozado por un narrador que no sabe, que observa, que mira pero
no sabe. Solo tenemos sus cuerpos. Interrumpidos, intervenidos sus cuerpos
cuando caminan, cuando migran, cuando cruzan fronteras esperanzadas, cuando se
dirigen al trabajo, cuando vuelven a casa. Laceraciones sobre laceraciones,
semienterrados, hitos de piel y huesos. Límites. Cuerpos partidos que son un
límite, el límite: no se debe ir, ustedes no deben andar, no deben
buscar trabajo, no deben ir a la escuela, no salir de noche ni a media tarde ni
de madrugada, no deben pasar por mitad de los pueblos ni por las veredas del
desierto, no transitar, no desear. Cuerpos semienterrados para restar el
espacio: el desierto es interrumpido, ya no hay lugares. Un hogar que cae.
Cuerpos que no tienen casa, que no tienen tumba.
El
mercado de la histeria patriarcal [3] en el tiempo mismo de la crisis del
patriarcado parece condicionar cada una de las acciones que operan sobre los
cuerpos de las mujeres de la frontera. La extrema violencia parece ser, como ha
desarrollado Sayak Valencia, el último reducto que posee este mercado total que
se emplaza en esta forma del capitalismo que hace de la violencia el principal
valor, el “gore/snuff”. Y nosotros,
las y los lectores –pareciera restregarnos en la cara Belano, el narrador
de 2666– somos los consumidores
totales que constituyen, que alimentan ese mercado total. Consumidores totales,
estamos disponibles para consumirnos a nosotros mismos, hasta el límite:
observar nuestra autodestrucción en el espejo de las mujeres. Consumirnos en el
límite, trágicamente, pues, como recuerda Simon Critchley: “la tragedia exige
nuestra propia complicidad con el destino”. Pues somos cómplices. ¿El ojo de
quién, de quién es el ojo que nos mira exponernos, observando junto con el
narrador los cuerpos asesinados de las mujeres de Santa Teresa? ¿Estamos
dispuestos a cerrar los ojos ante el recuento de “La parte de los crímenes”?,
¿estamos dispuestos a renunciar a saber qué ve ese ojo, a extraviarnos de las
pistas, a desdeñar la trama y entregarnos y asumir, con todas sus
consecuencias, la profundidad ominosa del horror que está sucediendo en 2666?
“Para
que la representación exprese entonces lo humano no solo debe fracasar, sino
que debe mostrar su
fracaso. Hay algo irrepresentable que sin embargo tratamos de representar, y
esta paradoja debe quedar retenida en la representación que hacemos”, dice
Judith Butler, y es aquello lo que intenta, propongo, 2666: la paradoja de un narrador que no puede más que reunir partes
para constituir una representación imposible, cuyo camino le conduce
inexorablemente a una singularidad que le es inalcanzable (la subjetividad de
cada uno de esos cuerpos heridos) y sobre la cual solo posee parcialidades,
indicios, y un enigma al que se acerca solo a costa de su propia integridad y
su conversión en voyeur del
horror (pues él mira y da a mirar los cuerpos heridos, uno
y otro y otro, así, repetidamente centenares de cuerpos de mujeres asesinadas).
En el mismo movimiento, la obra expone la imposibilidad de un lector que se pierde
como tal al confiarse al narrador al precio de su extravío en las redes del
espectáculo del cuerpo femenino, que han acompañado a su vez, como condición,
el régimen patriarcal de la extrema violencia perpetrada contra las mujeres.
El
horror repite, una y otra vez el crimen. Pero los cuerpos también repiten: se
desplazan, caminan, perseveran, se insubordinan, parece decir Bolaño, cuerpos
de mujeres que andan sin medrar y sin poder ser apresados en su eterno conato,
en su potencia vital, como toda vida, como archivida (Nancy). ¿De qué mueren entonces las mujeres de
Santa Teresa, en 2666? Las
mujeres no mueren solo de su piel, de sus piernas, de sus senos, de
sus ropas modestas, provocativas o discretas, de sus ropas infantiles, de sus
pasos cotidianos camino al trabajo o a la escuela, las mujeres no mueren solo de eso, mueren porque son ese rostro eterno del
que hablaba el poeta; la interpelación permanente a un estado de cosas que las
quiere absolutamente visibles (el dispositivo visual espectacular del porno,
donde todo se trata de “dar a ver”) y que no transita (el régimen del
espectáculo es tautológico, agotado en el deseo de sí mismo), mientras ellas sí.
¿Qué hacen ellas?, ellas pasan fronteras, migran, cruzan el desierto.
Sobrevuelan
el desierto como piedras lanzadas alguna vez al mar de ese espacio solo,
piedras recónditas, piedras absolutas de esas que convocaba el poeta peruano
Martín Adán, eternidades haraposas que no paran de pasar, cuyo paso es su
lenguaje, un lenguaje que habla desde el centro de miles de olvidos de miles de
crímenes; el reflejo del rostro que las odia, en sus ojos ciegos y en su
pregunta muda: ¿quién eres tú que asesinas?, ¿quién puedes llegar a ser? y la
respuesta reflejada en ese ojo desmadejado, la respuesta que proviene desde el
nudo de la misoginia y del odio patriarcal a sí mismo: —Puedo ser aquello que
tú temes, puedo hasta temerme yo mismo. Puedo convertirme en el espectáculo del
temor de mí mismo, del temor de mi madre, de mi hija (podemos ser la negación
de nuestra genealogía, podemos llegar a ser la falta de empatía con nosotros
mismos hasta llegar a odiarnos para siempre, odiarnos más), parece
susurrarnos 2666. Lo más íntimo
no puede sino reconocerse en un afuera, como extimidad, ha dicho Jean-Luc Nancy, y la obra de Roberto Bolaño no
hace sino lanzarnos sin precaución al externo total, al desierto cegador, al
afuera de las mujeres víctimas de la ginefobia y el mercado que desean a su vez
ver-se in extremis reflejados en sus ojos moribundos. Todo esto, sea por el abismante
deseo de poder que portamos, sea, como adelantaba el epígrafe de Baudelaire que
enmarca 2666 [4], por puro
aburrimiento, por ver.
Notas
[1] “Latinoamérica fue el
manicomio de Europa así como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está
ahora en poder de los capataces y locos huidos son su mano de obra. El
manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio
aceite, en su propia grasa”, declaró Bolaño en su confenrecia del 2002: “Los
mitos de Cthulhu”.
[2] La imaginación social
de la época en la modernidad, realizada como política, es decir, como voluntad
de poder.
[3] Histérico porque nunca
se consuma, ya que está constituido por el deseo de consumación, deseo que está
siempre insatisfecho.
[4] “Un oasis de horror en un aburrido desierto”. Charles
Baudelaire