Durante mucho tiempo, primero en el imaginario sudamericano y luego en el de algunos europeos y norteamericanos, en parte debido a los libros de ciertos viajeros meticulosos, sobre todo ingleses, sobre todo Chatwin, la Patagonia fue algo semejante a lo que ha sido y sigue siendo el vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-norteamericano. En vez de desierto, pampa; en lugar de pueblos dormidos al sol, caseríos batidos por el viento y por las lluvias australes; en vez de una masa de gente extraña que entona canciones extrañas, unos pocos habitantes y un silencio casi ininterrumpido. En cualquier caso, tanto la frontera mexicana como las provincias que conforman el territorio de la Patagonia constituían, junto con la selva, el último lugar, el lugar sagrado del individuo, el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo. La selva, tal vez por la profusión de mosquitos y por las enfermedades inherentes, ha pasado de moda: los viajeros, incluso los viajeros terminales, quieren morir pero quieren morir en paz, es decir quieren morir mecidos y arrullados por una estética determinada que excluye, demás está decirlo, el dengue, las fiebres, las molestas picadas y las, aún más molestas, diarreas. La frontera y la Patagonia, en este sentido, exhiben ofertas inmejorables: tequila, cocaína y mujeres en la frontera norte; mate, buena carne a la brasa y unas temperaturas dignas de cualquier filósofo escolástico en el extremo sur. Uno va a la Patagonia, pero también uno huye a la Patagonia. La literatura sobre este tipo de huidas no solo es anglosajona. El protagonista de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur. Otros escritores han seguido la indicación de Sabato.
De hecho, el viaje a la Patagonia ya hace tiempo que trascendió los márgenes de la literatura. Hay cuadros en donde los pintores, con más buena voluntad que oficio, ofrecen sus visiones del llano, de los glaciares, de la tierra desocupada. Hay piezas musicales en donde la palabra patagonia rima con Celedonia. Incluso hay una película, de cuyo director no recuerdo el nombre, pero interpretada por Daniel Day Lewis, que cuenta la historia de un dentista —no sé si inglés o canadiense— que viaja por la Patagonia en moto en una cruzada personal contra las caries.
Durante un cierto tiempo la Patagonia reemplazó al trópico en la provisión de
paisajes adaptables al realismo mágico. E incluso, según recuerdo, hubo una
propuesta, de esto ya hace mucho, de ceder no sé si a la Sociedad de Naciones o
a las Naciones Unidas [creo que a la primera] una porción considerable de
territorio desocupado para instalar allí una república judía o, tal vez, una
patria para un pueblo asiático errante, probablemente refugiados chinos huidos
de la agresión japonesa, propuesta que indignó a los argentinos de la época y
que, de haber progresado, constituiría hoy, sin duda, el país más civilizado y
próspero de toda Sudamérica.
Raíz nominal
¿De dónde viene el nombre de Patagonia? Pues de sus primitivos pobladores, los patagones, quienes fueron descritos por los descubridores españoles como gigantes, añadiendo que estos gigantes, además, tenían unos pies enormes, mayores que los de cualquier europeo, algo no del todo absurdo si previamente se ha dicho que son gigantes. Los primeros en verlos (y se dice que no solo los primeros, sino también los últimos) fueron los bravos marinos de Magallanes, empeñados en dar la vuelta al mundo, algo que finalmente y tras muchas penalidades consiguieron, dejando tras de sí más de la mitad de la tripulación muerta por enfermedades, falta de comida y de agua, e insolaciones varias. Un cronista del viaje, el italiano Pigafetta, los describe de tres metros de altura. Probablemente exageraba. En el siglo XIX, viajeros menos imaginativos afirman haber visto patagones de dos metros. Hoy, los pocos que quedan no miden más de un metro sesenta.
La frontera de la Patagonia no es algo que todo el mundo, menos aún los argentinos,
sepa especificar con total nitidez. Según el novelista Rodrigo Fresán, a quien
le hice la pregunta, la Patagonia empieza al cruzar el Río Negro. Por su parte,
algunos choferes de autobuses porteños que hacen la ruta sur, la Patagonia
empieza justo al acabar la provincia de Buenos Aires. Según una amiga argentina
la Patagonia empieza en la provincia de Chubut, bastante más al sur de lo que
el común de la gente cree. Según otra amiga argentina la Patagonia no existe.
Pensaba hacerle la misma pregunta a Alan Pauls, uno de mis escritores
argentinos favoritos, pero me dio miedo.
Línea fronteriza
Lo que sí está fuera de discusión es que la Patagonia es enorme y que, a su manera, está llena de fantasmas. Visitar toda la región no está al alcance de cualquiera, en parte debido a que la Argentina no es barata y en parte a lo extenso del territorio, que exige por lo menos seis meses para recorrer, ya sea de forma superficial, aquello que los guías turísticos llaman sorpresas.
Por ejemplo, Neuquén. La provincia de Neuquén es no solo la única provincia patagónica sin salida al mar, pero fronteriza con Chile, lo que la convierte en una especie de Bolivia en el imaginario geoestratégico de los militares chilenos, tan prusianos ellos. Neuquén es como Jurassic Park, la patria perdida de los dinosaurios de Sudamérica. Allí uno se topa con tiranosaurios y pterodáctilos en cada esquina. Los estancieros de Neuquén ya no hablan de cabezas de ganado sino de velociraptors. Las romerías de paleontólogos son notables en los meses de primavera y verano.
El turista generalmente se desplaza en avión y hace bien. Pero lo más
recomendable para viajar a la Patagonia es hacerlo pidiendo autostop. Digamos, uno puede viajar en
autobús hasta Choele Choel o en avión hasta Bahía Blanca, pero a partir de ese
momento hacer autostop. Así, al
menos, viajaron los argentinos pobres de la década de los sesenta que no
pudieron hacerlo a Europa y así viajan todavía algunos indios patagones cuya
curiosidad o alguna diligencia inaplazable los llevó a la capital o a esa
ciudad siniestra que Bioy ponderó en su ancianidad, llamada La Plata. Desde
Choele Choel el viajero suele hacerse una pregunta crucial: ¿adónde voy? Para
internarse en la Patagonia hay dos rutas que ofrecen dos paisajes bien distintos.
O uno va hacia Bariloche o uno va hacia Puerto Madryn. En Bariloche lo que el
desprevenido turista encontrará será la cordillera de los Andes y una legión de
esquiadores, fanáticos de la nieve con la piel perfectamente bronceada y graves
problemas de orden psicológico y sexual que se alojan en el hotel Llao-Llao, un
establecimiento de los años 40 con un vago aire a hotel de aguas termales. En
Puerto Madryn, por contra, verá el océano Atlántico, que en esas latitudes
tiene un color (aunque esto depende de la fecha, claro) decididamente
horroroso, como de animal o pellejo de animal descompuesto, como de curtiduría
abandonada, aunque el mar, como siempre, huele bien. Y desde allí uno puede
visitar la península Valdés, que cierra por el norte el golfo Nuevo, o, aún
mejor, salir de Puerto Madryn y dirigirse a Trelew y a Rawson, que están muy
cerca y en donde se puede escuchar de madrugada, si uno se encarama a cierta
roca en el campo llamada «La roca de Yanquetruz», los gritos que trae el viento
de ambas ciudades y que vagamente hablan de jóvenes reclutas, de jóvenes
prisioneros, de mareos y de piaras de cerdos.
Cruce de caminos