Revista
literaria Kopek, enero de 2022
Introducción
En un anexo final de Sepulcros de vaqueros se
muestran fotos con apuntes de Bolaño. Allí aparecen la portada y verso de la
carpeta en la que este guardó, entre otras cosas, las notas manuscritas del
libro. En el verso, que contiene un par de apuntes y un supuesto índice,
podemos ver también, en un lateral, la siguiente inscripción: «1.457.664 bytes
disp. en el disco». Uno coma cinco megas, haciendo un mal cálculo. Lo primero
que me vino a la mente, al verlo, fue que ese era el espacio que le quedaba a
Bolaño en el ordenador; que, si pretendía seguir escribiendo el resto de su
obra, debería liberar contenido, quizá formatear el disco previo salvado de los
documentos importantes. Las metáforas o analogías derivadas de esta anécdota
son infinitas, quizá la que más me convence es que ese es el espacio que queda
libre en el disco, en cualquier disco, cuando un escritor, cualquier escritor,
da por finalizada su obra —es decir, cuando muere, pues un escritor nunca da
por finalizada su obra—. Lo que varía es la capacidad del disco que se nos es
dado de inicio a cada uno, pero el espacio restante siempre acaba siendo el
mismo, como los famosos 21 gramos que, dicen, perdemos al morir y que, dicen,
es lo que pesa el alma, haya huido esta del cuerpo de Shaquille O’Neal o del de
Nadia Comaneci. O quizá es el espacio que queda en un disco tras cada obra de
un escritor, el espacio dedicado a los textos que, finalmente, decidió
descartar. O, mejor, quizá es el espacio que queda en el almacenamiento con lo
que nunca quiso publicar, con lo que borró, aunque en realidad no borró porque,
como bien sabemos, un ordenador no borra contenido, simplemente marca que esos
bytes pueden ser sobrescritos. Bolaño, entonces, borró uno coma cinco megas de
su disco duro con la esperanza de que nadie los recuperara, de que nadie
rebuscara en lo más recóndito de sus archivos para publicarlos.
Sobre algo similar escribió Bolaño en el programa de mano
que se entregó al público en la ceremonia del Rómulo Gallegos por Los detectives
salvajes. Habla Bolaño de Kafka, del encargo que hizo a dos amigos, Brod
—escritor— y Dora —más bien iletrada—, de quemar toda su obra, sus mil
quinientos kilobytes. Brod y Dora, por tanto, tenían dos opciones: A) hacerle
caso y quemarla; B) no hacerle caso y publicarla. Brod escogió la B y Dora
escogió la A porque así estaba escrito, porque si escribimos Brod al revés
tenemos que cambiar la B por la A para tener a Dora —y viceversa—, y no se
puede hacer frente a tantos caprichos del destino. Porque, en un mundo al
revés, Brod, amigo escritor de Kafka, habría escogido la A y se habría llamado
Arod y habría tratado con mucho más cariño y respeto que Dorb, la amiga no
escritora, los manuscritos que Kafka —o Kbfkb—, quizá con la boca pequeña,
preferiría haber visto desvaneciéndose en una pira exhalando 21 gramos de humo,
fuego y cenizas.
Luego, más tarde, seguramente otro día, me vino a la
mente la famosa fotografía de Bolaño en su escritorio, con esa mesa gigante
rodeado de papeles, con la impresora y el ordenador personal tan de finales de
siglo XX, y caí en la cuenta: 1.457.664 bytes es —era— el espacio que almacena
—que almacenaba— un floppy disc de 3.5” de los que se usaban entonces.
Bolaño simplemente había metido un disco vacío en la disquetera y no se le
ocurría qué escribir, cómo empezar a conquistar aquel páramo. Bolaño, en ese
momento, estaba peleando contra la página en blanco, contra el disquete
formateado. Y es que, como siempre, la realidad acaba siendo más prosaica que
la imaginación. Y es que, pese a todo, esa es nuestra lucha: poner nuestro
granito de arena para que la memoria de Bolaño no se acabe borrando. Para
mantener vivos, al menos, uno coma cinco megas de su recuerdo.
1. Tras las
huellas de Emilio Renzi y Arturo Belano
Hay una historia oculta de encuentros y desencuentros
entre Piglia y Bolaño o, mejor dicho, entre sus biografías. O, mejor dicho,
entre lo que sus alter ego nos contaron de sus vidas, porque si hay algo
que los une, al menos a primera vista, es la elección de un personaje que los
representara, que hablara por ellos, que nos ayudara a comprenderlos. Una
alternativa, por la que les estaremos eternamente agradecidos, a la
autoficción.
El primer punto de encuentro —y desencuentro— lo hallamos
en su iniciación lectora: ambos encuentran su punto de partida en Camus, cada
uno a su manera. Piglia (o quizá deberíamos decir Renzi), siempre seductor,
compra La peste porque se lo ha pedido prestado Elena, compañera del
colegio, una bella muchacha muchísimo más culta que él; porque Elena le ha
preguntado qué está leyendo y él ha dicho el primer libro que le ha venido a la
mente —el primero que le ha parecido digno de nombrar—, uno que recordaba haber
visto en el escaparate de una librería días antes. Va corriendo, entonces, a
comprarlo para dar lugar a una lectura enfebrecida que anticipa sus
anfetamínicas noches de insomnio dedicadas a la literatura, para arrugarlo un
poco y entregárselo a ella al día siguiente sin que se note que lo compró ayer,
que lo leyó anoche, que hasta entonces no había leído (que sí que había leído,
pero no había leído). Renzi, sigue contando, consigue, así, engatusar a
su compañera. Bolaño, por su parte (o quizá deberíamos decir Belano), se
estrena como ladrón literario en la Librería de Cristal, de la que se lleva
prestado La caída: letras muy grandes, pocas páginas, tapas duras,
difícil de sustraer. Al contrario del poco interés que muestra Renzi, esta
lectura lo impacta y a partir de entonces pasa de lector prudente a voraz.
Quizá marca el comienzo de su carrera literaria, de la carrera de ambos. Quizá
a uno lo empuja la posibilidad del asombro, mientras que al otro lo motiva la
promesa de la seducción. Renzi compra, Belano roba. Renzi ve su libro a través
de una vidriera, Belano lo sustrae de la Librería de Cristal. Renzi entrega el
ejemplar a su amada; Belano es apresado durante una escaramuza en otro
establecimiento y el libro —aunque formaba parte de un botín ajeno— queda
requisado. Ambos deciden (aunque quizá ya lo sabían) que quieren ser
escritores.
Y ahí, en la determinación de ser escritor desde la
adolescencia, hallamos otro lugar de encuentro —y desencuentro—. Renzi ha
planificado al detalle y desde el primer día su carrera literaria: estudiará
Historia, y no Filosofía o Letras, para mantenerse académicamente alejado de la
literatura; leerá desde un principio como escritor, postergando (quién
sabe si para siempre) el goce estético: la lectura será una herramienta doble,
pues se sirve de ella tanto para depurar la técnica, los procedimientos, como para
huir de cualquier similitud con Cortázar, con Borges, con el boom, con
aquellos a los que sus contemporáneos tratan de imitar (es su escritura, en ese
sentido, una escritura a la contra); tratará de no atarse a ningún trabajo que,
a cambio de cierta estabilidad económica (nunca firme en Argentina) le robe
tiempo de su objetivo principal. Evitará formar una familia, dedicar su tiempo
a una posible descendencia que lo desplace de su objetivo. Como él mismo dice
en sus diarios, «soy alguien que se ha jugado la vida a una sola baraja». En
Belano todo parece más casual, menos profesional, por decirlo de alguna manera.
No frecuenta a personajes ya consolidados en el panorama literario mexicano,
sino que funda, con su inseparable Papasquiaro (o quizá deberíamos decir Ulises
Lima) una delirante corriente —la infrarrealista o realvisceralista— de poetas
desconocidos y extravagantes (ágrafos en su mayoría), una batalla en los
márgenes basada en las performances, en sus peregrinajes nocturnos por los
bares mexicanos, en sus apariciones públicas como terroristas literarios, como
fundamentalistas de un único estilo válido: el suyo (sus acciones, desde otro
punto de partida, también eran a la contra); en su deambular, en definitiva,
por el extrarradio ya no solo de la literatura, sino también de la sociedad.
Una lucha, decíamos —aunque posiblemente no tanto una lucha como una manera de
sobrevivir, de pelear en manada, de achicar agua espalda contra espalda—, que
tiene la creación literaria como consecuencia, no como origen. Belano es fruto
de la improvisación, es el poeta que no encuentra a quien lo lea, o al menos a
quien lo publique, el trovador que no parece dudar en cambiar de plan y
guiñarle un ojo a la prosa cuando descubre, mirando a su hijo, que la vida va
en serio. Renzi tenía una lista de tareas que iba tachando, una a una, en el
orden estricto en el que las había escrito. Belano apuntaba sus delirios de
escritor en servilletas de papel que acababan abandonadas en la calle Bucareli,
a merced del viento; o quemadas en cualquier aquelarre literario, en una
hoguera que se alimentaba de los sueños rotos (o que apenas empezaban a
quebrarse) de todos aquellos supuestos poetas imberbes que en poco tiempo se
verían, como dijo Felipito Müller en el bar Céntrico, calle Tallers, Barcelona,
en enero de 1978, demasiado ocupados tratando de sobrevivir como para seguir
alimentando al monstruo realvisceralista; o susurradas al oído de cualquier
mesera intrigada por aquel joven melenudo tan seguro de sí mismo, arrugadas en
el bolsillo de un pantalón que acabaría la noche sobre una silla al lado de una
cama, o mejor, amontonado en el suelo de cualquier manera junto a una manta que
hiciera de catre.
La consecución de este objetivo, el de ser escritor a
cualquier precio, la marca también la relación que ambos mantienen con el
dinero. Uno de los temas centrales, sin duda, de los diarios de Renzi es el
valor del peso, su obsesión con la plata; no para acumularla sin más, sino para
conseguir el sustento que le permita seguir escribiendo. Anota en su diario lo
que cobra por cada trabajo, su equivalencia en dólares —la fluctuación del
peso, el desconocimiento de su valor relativo en la época y las pocas
habilidades de cálculo que muestra Renzi hacen complicado saber exactamente de
cuánto dinero dispone cada vez— y, sobre todo, el tiempo que le va a permitir
vivir. Porque Renzi, en realidad, no trabaja por dinero, sino por tiempo, el
que necesita para seguir completando las etapas de su gran plan. Pese a que
vive, pues, al día, sobrevuela la sospecha de que, al menos los primeros años,
es consciente en todo momento de que tiene una red de seguridad, cierta
estabilidad familiar que lo aleja de una posibilidad real de quedarse tirado en
la calle sin más compañía que sus cuadernos, que papeles manchados. Renzi, a
quien en alguna reunión política acusan de burgués, pertenece a una familia
aparentemente acomodada, con un padre médico peronista —con quien siempre tuvo
una relación complicada— cuyo trabajo no parece resentirse tras su paso por la
cárcel. Cuando decide ser escritor, contrariando a sus padres, decide también
ganarse la vida por su cuenta, forjar su camino literario al margen del apoyo
económico de los suyos, mas pronto veremos que el primer trabajo que consigue
supone una paga que le da su abuelo, veterano de la primera guerra, por
ayudarle a ordenar su archivo, sus papeles, las cartas de militares muertos que
debió mandar a sus familias y que, sin embargo, embargando para siempre su
conciencia, guardó en un cajón. Renzi cobra, en definitiva, una asignación
encubierta por hacerle compañía. Los trabajos que irá realizando estarán
siempre asociados a la literatura o, al menos, al mundo académico, y su
importancia y su remuneración crecerán conforme crece su prestigio. Revistas
(colaborando, creando, dirigiendo), ensayos, cuentos, clases, conferencias:
Renzi, como le gusta decir con cierto regusto amargo de Borges, hizo de todo
para ganarse la vida, para poder perderse en una habitación sellada, en una
cueva perdida, en una torre de marfil, en una isla desierta y escribir,
escribir, escribir. Belano, cuyo padre fue boxeador y camionero, de familia más
humilde, también hizo de todo para sobrevivir, aunque en este caso ese «todo»
es real, no literario: intuimos, por lo que cuenta García Madero, que en México
obtenía ingresos extra gracias al trapicheo de droga. Venta de bisutería,
temporero en la vendimia, mozo de puerto, vigilante en cámpings costeros y
cazador, por fin, de premios búfalo cuyos rastros sigue por todo el país y
cuyas piezas consigue, muchas veces, utilizando dos veces (al menos) la misma
munición, Belano se gana la vida como puede mientras trata de hallar un
reconocimiento que a Renzi le vino casi dado, se deja la salud por el camino
mientras colecciona apreturas cotidianas, dientes perdidos, rechazos de
editoriales; pero escribiendo, siempre escribiendo. Cuando, por fin, adquieren
cierto prestigio, ambos parecen obtener sustento de lo realizado anteriormente,
comprueban (quizá con alivio) que todo aquel esfuerzo no fue en vano: Renzi, el
teórico Renzi, quien siempre ocupó su tiempo reflexionando sobre la literatura,
da conferencias, da clases, ocupa cátedras en universidades estadounidenses y
descubre que todo fluye mejor cuando improvisa a partir de un guion
preestablecido, sin el apoyo de apuntes. Cómo iba a ser de otra manera, si
simplemente está rebuscando por el jardín de su memoria entre asuntos que lleva
tratando, prácticamente, toda su vida. Con Renzi aprendí que todos tenemos,
como mucho, seis o siete ideas que repetimos constantemente; pero ah, amigo,
qué bien las repiten algunos. Belano, por su parte, aunque también es
contratado para dar conferencias, aunque recibe un sueldo fijo por escribir
columnas periódicas, pretende publicar un libro al año a partir del material
que ha ido acumulando a lo largo del tiempo; porque publicó por primera vez
pasados los cuarenta, pero su obra se fue construyendo desde mucho antes.
Podría seguir detallando coincidencias en las vidas de
Renzi y Belano —ambos parten de una mudanza
a los quince años[1] (de
Adrogué a la Plata, de Chile a México), ambos viven un golpe de Estado y una
coincidencia les salva la vida (a Renzi van a buscarlo cuando no está en casa,
a Belano lo liberan dos compañeros del colegio)—, pero no es ese el objetivo de
este texto, sino trazar un paralelismo entre ellas, sus biografías, y la
escritura de Piglia y Bolaño. Recuerdo pensar, cuando leí por primera vez Los
años felices —segundo tomo de los diarios de Renzi—, lo poco felices,
precisamente, que parecían. Cierto estado melancólico acompaña todo el rato a
Renzi a pesar de que va cumpliendo, paso a paso, sus objetivos —quizá, incluso,
con demasiada facilidad—: gana algunos premios; gente importante como Beatriz
Sarlo, como Juan Carlos Onetti, elogia sus escritos; empieza a ser considerado,
a ocupar un lugar destacado en el panorama literario argentino; pero el tono es
casi siempre triste, ajeno a las victorias, a las celebraciones que le brindan
sus amigos, como si le correspondieran a otro. El suicidio, la desasosegante
referencia a su posibilidad se nos muestra como una inquietud perenne. A Renzi
parece irle todo bien, pero él siente que algo no acaba de hacer clic, como
sucede con la obra narrativa de Piglia: la forma es perfecta, pocos peros
pueden ponerse a su escritura, mas nos quedamos siempre con la sensación de que
falta algo. Incluso en sus mejores libros —Nombre falso y la obra
maestra Respiración artificial— advertimos que, tras toda la aplicación
teórica que hay detrás, tras el pulido del texto, el trabajo que convierte cada
página en un artefacto difícilmente mejorable, echamos en falta lo que
podríamos llamar alma, o quizá vida, si no fueran términos tan
manidos. Piglia es un artesano que fabrica objetos perfectos con sus manos,
pero no es un artista, no diseña obras de arte. Y él, como gran lector que es,
como escritor que siempre ha estado atento a los procedimientos, a las teorías,
a las reflexiones de los principales autores, sabe que, tras todos los premios,
tras todo el reconocimiento, subyace esa falta de duende que impide que su
obra, que su carrera, alcance el lugar que había soñado desde adolescente. Que
había planeado. En Bolaño sucede casi lo contrario: sus escritos están lejos,
en muchas ocasiones, de ser perfectos —¿cuántas de sus obras publicadas habría
consentido Piglia que vieran la luz?—, pero están llenos de vida.
Podemos aplicar al chileno aquello que comentaba Piglia sobre Arlt: cualquiera
puede corregirle una página, pero quién es capaz de escribirla, quién es capaz
de escribirlas. En ocasiones parece pueril, otras atropellado; varios relatos
se acercan más a bocetos de novelas que a escritos cerrados; en muchos textos meteríamos
la tijera o echamos de menos una relectura, un último revisado; pero en ellos
siempre se vislumbra al Belano que recorre las calles del DF como si fuera
suyo, al detective salvaje que cruza el país en un Impala, al perro romántico
que pasa las noches en vela vigilando un camping o con su hijo en brazos, pero
escribiendo, siempre escribiendo. Al escritor por fin reconocido que aconseja a
los jóvenes escritores que vivan, que vivan y sean felices. Piglia es el
artesano, Bolaño es el artista, y esta reflexión nos lleva a pensar que la
literatura, la auténtica literatura se esconde más allá del texto. ¿Y si lo
realmente importante lo trascendiera? Si la materia prima del escritor es el
lenguaje, entonces apenas hay diferencia entre ellos y cualquiera de nosotros,
que lo usamos a diario, que estamos hechos de él. Y ese algo, eso que no vemos
pero que se incrusta entre las letras, en los interlineados de los párrafos, en
el tono y los silencios del que narra, eso que nos emociona —y que también se
encuentra, por supuesto, en muchos escritos de Piglia, como el primer capítulo
de Respiración artificial— es lo que marca la frontera entre lo textual
y lo literario, entre el objeto y la obra de arte, entre el artesano y el
artista. Esa es, en realidad, la materia prima del escritor, lo que durante
tanto tiempo han tratado de aprehender, a base de nombrar, teóricos como
Jakobson, que lo llamó función poética sin saber que cuando intentamos
comprenderlo, cuando intentamos pensarlo, entonces abandona su lugar más allá
del texto y deja de ser. A Renzi le gustaba alardear, en sus diarios, de que se
ganaba la vida leyendo. Piglia, el lector Piglia, dedicó tanto tiempo al
estudio de la literatura, a tratar de desentrañar el meollo de los textos, que
acabó siendo un profesor, el mejor maestro que hemos tenido. Tras leerlo, tras
escucharlo, tras ver cualquier vídeo suyo —una entrevista, una conferencia,
unas clases como las que dio sobre Borges en la televisión pública (Piglia
hablando sobre Borges en la TV pública: qué deliciosa utopía, qué anacronismo)—
recorre nuestro cuerpo una pulsión lectora inevitable. Cuando leemos a Bolaño,
cuando lo escuchamos, cuando lo vemos, cuando lo echamos de menos, nos invaden
insobornables ganas de escribir, de asomarnos al vacío, de salir a pelear,
aunque sepamos que estamos condenados a la derrota. Y ese, sin lugar a dudas,
es su gran legado.
Piglia y Bolaño se encontraron pocas veces (se agradece,
querido lector, cualquier corrección, cualquier apunte). Piglia, quien
consideraba a Bolaño «uno de los escritores más importantes en cualquier lengua[2]», apenas
lo nombra, aparece una vez en los diarios de Renzi junto a otros autores al
mencionar papeles póstumos rebuscados en cajones. Resulta extraño que no se refiriera más a él,
pues siempre pareció andar buscando a aquel que consiguiera enganchar a Arlt
con Borges y, como aventuraba David Pérez Vega en una reseña[3] de los
Diarios, quién si no Bolaño. El chileno, por su parte, comenta en «Derivas de
la pesada», no sin sorna, esa particular relación que mantenía Piglia,
precisamente, con Arlt. Lo nombra también en una entrevista, cuando dice que
Piglia y Fernando Vallejo «están instalados en la desesperación y en el
laberinto», aunque el problema de Piglia nunca fue el laberinto, sino que tuvo
el mapa dibujado desde el principio (—¿Lo creerás, Emilio? —dijo Ricardo—. El
minotauro apenas se defendió). Piglia aseguró, en la Cátedra Roberto Bolaño,
haber tenido «diálogos muy intensos y divertidos» con Bolaño. Como testimonio
de estos solo tenemos una celebrada conversación, vía correo electrónico, que
ambos mantuvieron en 2001 para Babelia[4] en la
que lo más relevante es el hecho de que en realidad no parece haber diálogo,
como si ambos, que seguro se admiraban y se respetaban, supieran que hablaban
idiomas diferentes. El intercambio es interesantísimo, por supuesto, pero cada
uno parece habitar su propio universo, cada uno utiliza la intervención
anterior del otro para hilarla con lo que quiere contar, no para rebatirla o
continuarla. Al final se despiden con un «tenemos que vernos» que recuerda a
las programadas frases de compromiso que recitamos cuando nos encontramos a un
conocido por la calle.
Hace ya casi cinco años que, por desgracia, Piglia
encontró en una cruel enfermedad su destino sudamericano. Halló a Borges en la
imposibilidad de escribir, en la necesidad de dictar; halló a Bolaño en su
lucha contra el tiempo, en una carrera echada a la parca para conseguir
publicar a tiempo la obra de su vida; halló también, probablemente, a Arlt en algún
exabrupto lunfardo que maldijese su enfermedad. Perdimos a Piglia y a todos nos
quedó un espacio vacío con todo lo que le quedaba por enseñarnos. Seguiremos
celebrándolo, leyéndolo, dándole las gracias. Y es que queremos tanto a Piglia.
2. Nibola(ño)
Bolaño es un invento de Borges. Todos lo somos, en
realidad, todos vivimos atrapados en este relato, en esta broma gigante que es
la novela que creemos que nunca escribió. Que sean dos chupitos de tequila,
jefe. ¿Que qué hago? ¿Que no estamos en un bar, sino en la biblioteca de la
cárcel-psiquiátrico Scaffo? Amigo, si hubieras leído más sabrías que siempre
hay un bar semivacío cuando un personaje quiere contar algo importante a otro.
Una confesión, un recuerdo, incluso una mentira; cualquier diálogo —aunque en
realidad acaban siendo monólogos— que haga avanzar la trama. Por ejemplo, si yo
quisiera empezar a decirte «¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace
casi veinte años» etc., necesitaríamos una barra, un par de taburetes, quizá un
tirador polvoriento, un suelo pegajoso. ¿No me crees? Coge cualquier libro de
los que tenemos alrededor, tarde o temprano acabará saliendo. Es lo que se
conoce como cliché. Dicen que hay que evitarlos, pero me encantan los
clichés, los lugares comunes. Olvida los vasos, amigo, y deja aquí la botella,
o mejor, ya que vamos a hablar de Bolaño tráenos una de mezcal, de mezcal Los
Suicidas, claro. Ya verás qué bueno, este mezcal no se encuentra en ningún
sitio, el señor Scaffo compró todas las cajas que quedaban.
¿Has leído «El milagro secreto», de Borges? Ya me
imaginaba. Es más o menos así (la memoria a veces me juega malas pasadas): segunda guerra mundial, Polonia o por ahí, los nazis, porque cómo le gustaban a Borges
los nazis, eh, escribir sobre ellos, al menos. ¿Sabías que visitó a Videla con
dos o tres escritores más? También tuvo algo con Díaz Ordaz, creo, cuando lo
del 68 y los estudiantes y demás, está claro que Auxilio Lacouture, al asomarse
por los ventanucos del baño de la cuarta planta de la facultad etc., lo ve por
la ventana. ¿A quién? A Borges, por supuesto, no eres el único al que ha
merodeado, lo hace con todos. No, claro, no siempre se muestra con esa
apariencia de rata. Pero bueno, no nos adelantemos. Los nazis, decía, capturan
a un judío, Hladík, un escritor judío, no recuerdo bien si se explica por qué;
pero qué iban a explicar, claro, si es judío. El caso es que lo encierran y él
sabe que está condenado a muerte, que lo van a fusilar, y mientras espera en la
celda, porque no lo matan al momento, dejan que sufra unos días, quién sabe si
los nazis han leído a Villiers de l’Isle Adam y quieren que fantasee con una
fuga, con que aparezcan los aliados para dar una patada en el culo a los putos
nazis y rescatarlo, está bueno el mezcal, ¿eh? La cuestión es que ahí no
aparece nadie, claro, y una madrugada van a por él, se lo llevan a un patio y
lo plantan en medio para fusilarlo. Ahí empieza realmente el relato, lo que
Borges quiere contarnos: Hladík ha empezado, en su encierro, a escribir un
drama, en su mente, claro, no tiene papel ni lápiz. Ha empezado, digo, a
escribir un drama, la obra de su vida, aunque igual es una mierda, pero quién
mantiene un criterio saludable cuando sabe que lo van a matar, y que lo van a
matar además unos hijos de la gran puta como los nazis. Ha empezado a escribir
una obra maestra, entonces, y la tiene almacenada en su cabecita, y resulta que
cuando por fin está consiguiendo salir de la mediocridad en la que ha
permanecido toda su vida, cuando por fin está creando algo digno de ser
mostrado, no va a poder acabarlo porque varios millones de alemanes resabiaos,
varios millones de alemanes que todavía andan escocidos con la Primera Guerra
han decidido apoyar a un tarado que perfectamente podría estar aquí haciéndonos
compañía. Entonces se vuelve medio loco, Hladík, si no lo estaba ya, y cuando
ya lo están apuntando con cuatro o cinco rifles, o escopetas, no recuerdo bien
el arma, cuando el oficial de rango más alto, creo que un general, ya tiene el
brazo levantado para ordenar que chau, que adiós muy buenas, se pone a rezarle
a Dios. Está delirando, Hladík, porque no pide salvarse, no pide que aparezcan
de repente Brad Pitt y sus amigos repelando cabelleras nazis, pide simplemente
tiempo para acabar su obra maestra, un año, un año más para dar, por fin,
sentido a su vida. Y Dios, que es un cachondo, o que igual había fisgoneado ya
en la cabeza del judío y le estaba gustando el primer acto del drama ese, va y
le concede el deseo justo cuando el general ya ha dicho ¡fuego! y los soldados
han descargado sobre él. Entonces sucede el milagro secreto del título: se
paran las balas. Se para el mundo, en realidad, ni Hladík puede moverse, a
Hladík se le queda una gota de sudor colgando del pómulo, o quizá es una
lágrima, ya conoces a Borges, y tras el estupor inicial, tras comprobar que no
está soñando, tras intentar salir corriendo y dar por saco al drama
—porque esto Borges no lo dice, pero quién no iba a intentarlo—, al darse
cuenta de que Dios le ha concedido lo que pedía (a su manera, claro, como si
fuera un chiste), por fin se calma y se pone a desarrollar la trama, o como se
diga. Todo en su cabeza, sí, y sin que nadie lo lea, es algo entre él y Dios, o
igual Dios ya está a otras cosas. Así que, durante un año, Hladík
escribe, corrige, borra y pule su drama hasta conseguir la pieza perfecta, ¿te
has dado cuenta?, todo Borges está plagado de grandes obras que solo podemos
intuir. Al final acaba el texto, está perfecto, o al menos eso creemos, ya
sabes, igual es un churro, Hladík eufórico, voy a releerlo, piensa, voy
a deleitarme, y Dios dice chato, ese no era el trato, choteándose de la
elección del judío de hacer el drama en verso, y vuelve a darle al play, Hladík
cae al suelo y la obra de teatro queda para siempre en su cabeza en lo que, para
mí, es un homenaje a todos los que nos hemos pasado la vida diciendo que
estamos escribiendo un libro, un pepino de libro, y no hemos escrito ni media
palabra, que nos tumbamos por la noche en la cama y le damos vueltas al
argumento, ideando párrafos perfectos que se evaporan al abrir el Word, al
intentar ir comiéndole bytes al mega y medio del floppy disk. Es un
homenaje a la mayoría de los realvisceralistas, ¿no te parece?
Bueno, a lo que iba entonces de Bolaño, de que vivimos en
un relato inconcluso de Borges. A Bolaño sí que lo has leído, ¿no?, al menos te
suena, que estabas en el club de lectura el día que hablamos de él. Bueno,
Bolaño contó mil veces su historia: tiene diecisiete años o así, está en
México, tan tranquilo, con sus rollos realvisceralistas, escribiendo poemas
(malos, seguramente), reventando eventos, follando con quien puede, bebiendo
con sus amigos, con sus cuates, viviendo la vida, vamos, y entonces en Chile,
en su Chile, gana Allende y él dice que se va a hacer la Revolución;
porque lo importante en un poeta no es lo que escribe, sabes, sino lo que vive,
el realismo visceral debe ser un modo de vida, y entonces él quiere participar
de todo eso; pero el destino quiere que al poco de llegar tenga lugar el golpe
de Estado de Pinochet, otro hijodeputa al que parece que Borges también hacía
ojitos, por cierto. ¿Te has fijado? En Bolaño siempre es más o menos así:
cuando pasa algo bueno, llega algo o alguien y lo jode, como la plaquita esa
que ponen en los bares como este, esa de qué día tan magnífico hace, seguro que
ahora viene alguien, etc. Bueno, pues Pinochet bombardea la Moneda, le ayudan
los yankis, claro, que siempre fueron los nazis de allí, de América, y Bolaño,
fiel a su estilo, pues se enrola en la Resistencia, cuatro chavones mal dirigidos,
una organización caótica, con más miedo que vergüenza, con más odio que coraje,
y lo ponen a hacer idioteces como tirarse todo un día sentado en la acera,
pendiente de ver si pasa algo, con contraseñas que no recuerda y bobadas
similares, lo ponen prácticamente frente a un pelotón de fusilamiento, vaya,
porque él no ve a nadie, pero todo el mundo lo ve a él, con cara de idiota,
sentado como si esperara a la muerte, y al final lo pillan, claro, no en ese
momento pero después, no recuerdo muy bien dónde, y lo encierran y Bolaño dice
kaput, ya está, el realvisceralismo se fue a la verga, mi carrera de escritor,
todos mis planes, y tras varios días en prisión van dos milicos y se lo llevan,
y Bolaño se pone a llorar, supongo, esto nunca lo reconocerá, porque sabe que
le van a dar matarile, aunque bueno, Borges decía que en esos momentos
desaparece el miedo, ¿sabes?, cuando la certeza de la muerte es tan grande,
cuando se esfuma la esperanza, uno acepta su destino y muere como un valiente.
Pero qué sabría Borges, ¿no?, si no era más que un teórico de la barbarie, un
pusilánime al que solo se le ocurre la réplica horas después, en la trinchera,
cuando ya nadie recuerda la batalla. Bueno, pues Bolaño llorando y un guardia
que lo mira y le dice al otro oye, pero este no es Roberto, ¿qué Roberto?, sí,
hombre, el que iba con nosotros a clase, el rarito, el poeta, aunque igual ahí
todavía no sabía que quería ser poeta, el que jugaba a fútbol de extremo, que
era muy malo, ah, sí, joder, Roberto, Bertito, Bertín, pero qué vaina se te ha
perdido aquí, hombre, no ves que te vamos a matar, que te llevamos al matadero,
a la hecatombe, que vas a acompañar a otros quinientos bueyes como tú, a otro
millón de jóvenes sudamericanos valientes, valientes pero estúpidos, valientes
pero engañados, a recorrer un desierto, un desierto de hielo detrás de Carlos
Coffin, del flautista de Hamelyn, que vais a caer todos por un pozo sin fondo y
nadie os va a llorar. Y lo van acojonando un poco más, pero Bolaño comprende
que ya ha tenido lugar la anagnórisis, que la vida es una tragedia griega; no
una tragedia griega de Sófocles o de Esquilo, ni siquiera de Eurípides, tampoco
de uno de sus peores discípulos: una tragedia griega escrita en la Edad Media,
una tragicomedia con argumento de peli de sobremesa, y sus excompañeros, que ya
le daban collejas en el colegio, tras chotearse un poco más, no se sabe bien
cómo lo sueltan, y Bolaño, ya escarmentado del todo, no se sabe muy bien cómo
se las apaña para salir de Chile y volver a México como un héroe, como el
revolucionario que sobrevivió a Pinochet, como el poeta realvisceralista
invencible, inmortal, que todos aspiran a ser. Y claro, se hincha a follar,
porque Borges follaba poco y siempre buscó personajes que lo complementaran.
En fin, hasta aquí la historia oficial, ¿vale? Pasa unos
años en Chile, se va a España, que si la tienda de bisutería, que si el
camping, que si cazar premios búfalo, varios libros, Los detectives salvajes,
los premios, la enfermedad, 2666, la muerte, el mito, etc. De sobra
conocido. Ok, tenemos la historia oficial. Pues olvídate. Bórrala. Delete.
Es todo una broma. Ahí va la realidad: Bolaño es Hladík. Bolaño es un alma a la
deriva en una cárcel chilena. Es de noche, madrugada, va todo cagado,
seguramente, lleno de mocos de no parar de llorar, maldiciendo una y mil veces
su estúpida decisión de haberse movido de México. Y todo por un mal de amores,
porque seguro que fue por eso y la revolución era una excusa, una cortina de
humo, como gusta decir. En fin, que en medio del delirio recuerda el relato que
te he contado y piensa ese relato lo escribió Borges para mí. Y le reza. A
Borges, claro. Jotaele Jotaele, eres niño como yo, y por eso te quiero tanto
que me sé enterito Tlön, no me quiero morir ya, que mi destino es
reventar el panorama literario, que voy a ser el mejor poeta de mi generación,
de la tuya, de todas las generaciones. Concédeme ese deseo, Jorge Luis, que es
demasiado temprano para toparme con mi destino sudamericano, lo ves como voy
para poeta de los buenos. Concédeme una hora, un día, un mes, un año, una vida.
Y Borges, entusiasmado con ese patetismo, porque pocas cosas le ponían más a
Borges que lo patético, intenta acariciarle el pelo sin conseguirlo, intenta hacerle
la señal de la cruz, intenta marcarle la frente con ceniza, y le dice dale,
Robert, te concedo lo que pides, pero con una condición: nada de poesía,
deberás resignarte a la prosa. Esto está claro por qué lo hace, ¿no?, Borges
confiaba en que algún día se lo proclamase a él como el mejor poeta de su
generación, de la de Bolaño, de todas las generaciones, entonces no podía
concederle eso al chileno. Y Bolaño, que otra cosa no pero cabezón era un rato,
se lo rumia durante unos minutos, lo de la prosa, porque eso para él es un poco
morir, a Bolaño no le gusta el sabor de la prosa en su boca, o algo así dice;
pero ve que Borges se impacienta, que va a caducar la oferta y contesta órale,
viejito, lo que usted diga, me pongo en tus manos, me convierto en uno de tus
personajes. En tu mejor personaje. Y entonces aparecen los dos compañeros del
colegio, lo sacan de la celda, etcétera etcétera, y Borges empieza a escribir
su primera novela, la sigue escribiendo todavía con la esperanza de que, cuando
la acabe, le den por fin el Nobel. El primer Nobel a un no vivo.
No me crees, ¿no? Claro, yo tampoco lo creí cuando me lo
contaron. Pero piénsalo bien, todo encaja: Borges modela a Bolaño exactamente
como el escritor, como la persona que a él le habría gustado ser: valiente,
seductor a su manera, padre de familia, hombre (al fin) de éxito. ¿Recuerdas la
frase de Iñaki Echevarne sobre Los detectives? Aunque luego la matizara,
aunque renegase un poco de ella, de su repercusión: «la novela que Borges
hubiera aceptado escribir». Vayamos más lejos, Iñaki, no nos quedemos solo en
la novela: Bolaño es el ser humano que Borges habría aceptado —¡habría soñado!—
ser. Por fin construye su novela, por fin construye su personaje con recorrido
porque, como él decía, las novelas son de personajes, y qué personaje hay más
sugerente que Bolaño. Más pistas, ¿vale?, Bolaño dejó infinitas pistas en sus
libros, en sus artículos, en sus entrevistas. En Amuleto, por ejemplo,
Auxilio Lacouture no deja de decir que Belano, cuando regresa de Chile, ya es
otro, ya no es el mismo. Más callado, creo, o más serio, o cosas de esas. Pues
claro que es otro, Alcira, porque ya no es él, ya maneja Borges sus hilos.
Otra: en uno de sus relatos, no recuerdo el nombre, narra su estancia en la
cárcel, cuando está detenido y cree que va a morir etc. Pasa por delante de un
espejo, se mira y no se reconoce. Porque ya no eres tú, Belano, ya eres otro,
te das cuenta, ¿no?, todo el tema del otro de Borges, del doppelgänger,
encaja como un guante. Una más: en una entrevista le preguntan si no habría
preferido ser poeta, ser reconocido como poeta, o algo así, y Bolaño contesta
que sería abusar de la paciencia del dios de los críticos el pedir la misma
generosidad que ha tenido con su prosa para con su poesía, alguna chorradilla
así entre romántica y patética de las que le gustaban a Bolaño. El dios de los
críticos, ¿eh?, ¿a quién crees que se refiere? A Borges, claro, está recordando
la conversación que tuvieron en la celda, sus reticencias con la prosa. Venga,
la última. La última que te cuento, claro, hay muchas más, pero lo divertido es
buscarlas, asomarse en primera persona a ese abismo. Esta es divertida: cuenta
Fresán, Rodrigo Fresán, en un documental sobre Bolaño, que en un viaje en coche
casi se les muere. Por el año 92 o así. Iba tumbado detrás y lo llevaban al
hospital en la que fue su primera crisis hepática. Pues bien, decía, cuenta
Fresán que Bolaño bromeaba con que en realidad aquella noche (no estoy seguro
de si fue por la noche, pero queda mejor así) había muerto, a la Philip K.
Dick, y que todo esto, todo lo que seguía a aquella noche no era más que un
sueño, un cuento. Fresán entonces le contesta, con mucha sorna, pero Roberto,
entonces somos todos personajes tuyos, y él replica, inconfundible Bolaño, mejor
míos que de Isabel Allende, ¿no? Maravillosa la ironía, ¿te parece? Solo al
alcance del mejor Borges, diría yo. Se aprecia claramente, además, la tensión
entre un autor y su personaje, cómo estos cobran vida y parecen tomar sus
propias decisiones conforme avanza la trama, más allá de lo que en un principio
hubiera ideado el escritor, que sabe cómo empieza, cómo nace (o a veces ni
eso), pero no cómo evoluciona, ni siquiera cómo termina. Por muchos esquemas
que uno se haga siempre acaban eligiendo ellos su destino, o al menos la ruta
que deben tomar para ir de A a B. Bolaño, por ejemplo, engaña un poco a Borges
con lo de la prosa, ¿no? Porque a fin de cuentas, no me digas que no, algo de
poesía tiene. Pero bueno, a lo que iba: Bolaño está encabronado, claro, ponte
en su situación: han pasado ya casi veinte años del pacto y sigue igual, con
solo un libro publicado, a cuatro manos, de escasa repercusión. Coleccionando
rechazos de Anagrama, de Grijalbo, etc. Escribiendo, siempre escribiendo,
incluso con su hijo en brazos. Cada vez que cogía a mi hijo en brazos pensaba
en Bolaño, en cómo podía escribir así, pero bueno, eso es otra historia. Y
encima ahora comprende, tras esa crisis, que le quedan diez años, veinte como
mucho. El viejo me está tomando el pelo, piensa, y se muere por contarlo, por
decirle a Fresán amigo, somos personajes de Borges, somos parte de la historia
universal de la infamia; por contarlo de un modo sutil al menos, de refilón. Y
Fresán no se da cuenta, claro. Quién lo haría, quién está tan loco (o tan
cuerdo) como para darse cuenta. Fresán solo piensa en que su amigo está
enfermo, en que la vida no deja de darle hostias así, con la mano abierta, una
detrás de otra.
Acábate ese culito, que ya viene otra botella. Entonces
te va quedando claro, ¿no? ¿Tienes dudas? ¿Algo no encaja? No, claro, Borges no
estaba muerto en el 73, pero sí en el 86. Ten en cuenta que al morir nos
liberamos del lenguaje y, por lo tanto, del tiempo, que el tiempo es una
invención del lenguaje, que lo necesita para poder existir. Porque somos sus
esclavos, del lenguaje, claro, vivimos enjaulados en una nube sintáctica,
gramática, ortográfica. Pragmática. Fíjate: aquellos que no hablan, que no lo
manejan, apenas tienen consciencia del tiempo. Por eso los perros menean la cola
de esa manera cuando vuelves a casa, aunque te hayas dado cuenta en el ascensor
de que habías olvidado la cartera. Por eso los bebés parecen volverse locos
cuando pierden de vista a sus madres, tres segundos siquiera, porque ellos no
saben que solo han pasado tres segundos, porque no existe el tiempo para ellos
y cada instante es todos los instantes, es la nada, es la eternidad. Entonces,
decía, Borges muere en el 86 y se libera del lenguaje y por lo tanto del
tiempo, puede flotar por nuestra cuarta dimensión a su antojo, y de repente
escucha a Bolaño que lo llama, que le suplica, que negocia, que acepta, etc.
Todos los tiempos el tiempo. Está claro, ¿no?, cuando muramos veremos a
nuestros muertos jóvenes, guapos, fuertes, felices. Sin tics ni tacs. ¿Que por
qué no acaba el relato, la novela, lo que sea con la muerte de Bolaño? ¿Que por
qué continua esta pantomima? No te enfades, hombre, que todo tiene explicación.
Hay una anécdota que a Piglia le gustaba contar, seguro que la has oído alguna
vez, o al menos te suena, de cuando visitó a Borges por primera vez. Es más o
menos así: Piglia tiene unos 18 años, quizá alguno más, porque ya es
universitario y va a pedirle a Borges que colabore con algo relacionado con la
universidad, no recuerdo bien. Que dé unas charlas, creo. Se va sintiendo cada
vez más cómodo hasta que al final se envalentona y le dice oye, Georgie, tu
cuento, el de «La forma de la espada», está mal, el final, digo, le sobran un
par de líneas. Qué huevos tenía Ricardito, eh, recién cumplidos los 18 y
enmendándole la plana a Borges, ni más ni menos. Borges le contesta algo como
ah, tú también eres escritor, y Piglia dice que entonces comprende la lección
que le está dando, que Borges siempre fue un escritor clásico, cosas con poco
sentido, en realidad. Aquí Piglia demuestra lo buen profesor que era,
seguramente el mejor que tuvimos, porque antes ha estado hablando de la
modestia de Borges, de su aparente humildad, y mete una demostración entre
líneas, en primera persona, de cómo debía de ser esta modestia. No nos dice voy
a poner un ejemplo, sino que la intercala sin que se note, sin que nos demos
cuenta. Porque Piglia sabe de sobra que el final está mal. No es que esté mal,
claro, sino que es mejorable. Y sabe de sobra que Borges lo sabe, es Borges,
esas cosas no se le escapaban. Y sabe que todos lo sabemos, que salta a la
vista, entonces para qué seguir, para qué intentar quedar por encima, mejor
decir que Borges le dio una lección de humildad, que les hizo una considerable
rebaja, que se marchó con las orejas gachas. Pero bueno, vamos al fondo del
asunto: ¿por qué Borges decide mantener ese final, a pesar de que él fue el
primero en saber que sobraba? Pues por el motivo universal: por amor. Por amor
a una frase, en este caso, pues es sabido que Borges empezaba muchos relatos
por el final, por una frase feliz. Este, ¿lo has leído?, es cojonudo. Este
relato, digo, tiene, sobre todo, dos oraciones memorables: la primera y la
última. La primera: «Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa». La última: «Yo
soy Vincent Moon. Ahora, desprécieme». Imagínate ahora a Borges, que ha pensado
primero lo de ahora desprécieme, Vincent Moon, la otra cara de la luna, etc.,
que se ha emocionado con lo de ahora desprécieme y lleva un mes diciéndolo a
todas horas, que ha escrito el relato y lo está revisando, que ve que no, que
todo cierra mejor antes, pero cómo traicionar a la madre del cuento, a esa
frase que lleva días, semanas, declamando, a la que ha declarado su amor. Y
claro, la deja. No solo la deja: la deja y la defiende, la deja y la convierte
en lo mejor del relato, en lo que la gente debe recordar. Algo parecido pasa,
entonces, cuando Bolaño le reza y Borges imagina la novela, atraviesa su mente
el argumento, como un relámpago. Lo primero que le viene es el final, un final
apocalíptico, un final que no tiene lugar con la muerte del protagonista, sino
con la última vez que alguien lo lee, que alguien lo recuerda, que alguien
pronuncia su nombre. Borges proyecta aquí su ilusión sobre su propio futuro,
sobre el futuro de la humanidad: no morirá del todo mientras lo recuerden;
mientras lean sus cuentos, sus ensayos, sus poemas; mientras un charlatán
aprendiz de escritor pueda decir que el final de «La forma de la espada» está
mal. Y nos deja vivir, nos deja flotar entre sus párrafos, más o menos a
nuestro libre albedrío, siempre y cuando sigamos leyendo a Bolaño, hablando de
él, diciendo, sin saberlo, lo bueno que era Borges, lo bueno que es Borges.
¿Que cuándo llegará el final? Tiene pinta de que antes nos mata, ¿no? Con todo
lo que se ha escrito y se sigue escribiendo sobre Bolaño no creo que lleguemos
a verlo. ¿En 2666? Sí, claro, por qué no.
Lo cierto es que Borges ha dejado el cuento, o la novela,
ya un poco de lado. Ha descubierto que hay cosas mejores que escribir. Follar
con María Esther, por ejemplo, ahora por fin está relajado, porque en el más
allá no hay gatillazos, no hay eyaculación precoz, recuerda que no existe el
tiempo. Y entonces solo de vez en cuando coge la novela y lee un cacho, añade
un par de líneas, corrige algo referente al estilo. Por eso lo viste, de ahí el
motivo de esa aparición de la que ya no quieres ni hablar. Porque le gusta
pasearse por aquí. Es un escritor, siempre lo será: entra en su novela, dialoga
con sus personajes, estudia las escenas, tiene que conocerlo todo bien para
continuar su obra; pero está cansado, está cansado de escribir, le da bastante
igual, mejor, y nos deja a nuestro rollo. A fin de cuentas, lo gordo ya está
escrito, la novela debió terminar con la muerte de Bolaño, ¿no? Quizá con un
epílogo en el que se nos cuente el éxito, la fama, el boom incluso en
Estados Unidos. Eso habría estado bien, se habrían reconciliado Borges y
Bolaño, fueron felices y comieron perdices. Pero es fiel a su frase feliz, a su
final memorable, y permite que rebusquen en sus cajones, en los de Bolaño,
digo, que publiquen violaciones múltiples como Los sinsabores del verdadero
policía o El espíritu de la ciencia ficción. Como se va quedando sin
recursos, como ya le da todo igual, mete también una batalla entre unos y otros
por sus derechos, por su legado; enfrenta a su mujer, o su exmujer, con su
albacea, con su editor, con sus amigos. Todo muy feo, muy triste. Quién sabe,
igual un día lo relee y se da cuenta y tira estos años a la basura. Ojalá.
Eso es, más o menos: vivimos en Tlön, veo que lo vas pillando. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿No te ha gustado el mezcal? Tranquilo, ya no quedan más botellas. Ven, abrázame.
3. De M.S. para R.B.
¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace casi
veinte años, en primavera de 2003, cuando Gonzalo me regala, a través de Ana,
un ejemplar dedicado de Ficciones. Dedicado por él, claro, no por
Borges, a mí, relacionado con algo que yo había escrito sobre la muerte de mi
padre y que él había leído. Empieza por los artificios, me dijo, son más
comprensibles. En realidad, empecé por el prólogo, porque lo que más me llamó
la atención fue que estuviera escrito por Zapatero, el expresidente (aunque
entonces todavía no había sido ni siquiera presidente). Tan bueno no será, el
libro, pensé, si el prólogo es de Zapatero. ¿Pero Zapatero lee?, pensé,
¿Zapatero lee a Borges? El caso es que el prólogo me gustó mucho, sobre todo
una frase que desde entonces siempre me acompaña en la que Zapatero dice algo
así como que durante un tiempo anduvo enfermo de Borges. Aquel libro me rompió
la cabeza, jamás había leído nada parecido.
A partir de ahí empieza una relación infinita, un
compromiso inquebrantable con Borges, con Cortázar, con la literatura
hispanoamericana; pero también con los cuentos: durante una época de mi vida,
que se prolongó varios años, solo leí relatos. Fueron años de juventud, de
renqueante economía, en los que celebraba cada ingreso yendo a la FNAC a comprar
un libro, quizá dos, sección autores hispanoamericanos, orden alfabético.
Perdónenme, libreros, porque he pecado, porque antes de ver la luz también le
compré a Amazon. Perdónenme, autoras hispanoamericanas, porque he pecado,
porque durante años pensé que su literatura se reducía a Borges, a Cortázar, a
Bolaño, al boom.
Leía a Borges, decía, leía a Cortázar. Un día, quizá un
par de años después de cuando empieza esta historia, tratando de hablarles a
mis primos de Borges, de los libros que compraba, de los libros que leía, me
dijeron tienes que leer a Bolaño. ¿Escribe relatos?, contesté. Sí, pero tienes
que leer Los detectives salvajes. No les hice demasiado caso. En nuestro
siguiente encuentro me trajeron un ejemplar de los de tapa roja, de Anagrama,
Colección Compactos, con tres tipos con sombrero paseando por la playa, uno de
ellos en mangas de camisa, con corbata. Un ejemplar arrugado, manoseado, con
hojas sueltas, como si Renzi lo hubiera estado leyendo la noche anterior para
entregárselo a Elena. Recuerdo hojearlo, que me dijeran no son relatos, pero
mira, como si lo fueran, está hecho a base de entradas de diario, de fragmentos
cortos a lo Perec. Recuerdo leerlo y pensar esto es lo mejor que he leído en mi
vida. Dice Piglia, en Respiración artificial, que la literatura
evoluciona de tío a sobrino. Por aquella época mi tío, el TioTo, uno de mis
referentes y modelo de vida —de encararla, de vivirla, de pelearla, de
disfrutarla—, gran entusiasta de Bolaño, acababa de leer 2666 y,
conforme cerró el libro, volvió a abrirlo para leerlo de nuevo. Y es que lo
primero que a uno se le ocurre cuando lo está terminando es, efectivamente,
empezarlo otra vez, atar ciertos cabos que parecen atarse en las últimas
páginas, pero pocos se atreven. Leí Los detectives, entonces, decía, y
comprendí que mis primos tenían razón, que mi tío tenía razón.
Desde entonces ando enfermo de Bolaño, con fiebres
recurrentes que van y que vienen, que vienen y que van. La decoración del
despacho, la ruta por Blanes, la visita al camping Estrella de Mar. Acaparar
libros, documentales, entrevistas, artículos, vídeos de YouTube. Heredar su
pasión por la literatura, pretendiendo que sea a vida o muerte, aunque todos
estemos demasiado ocupados tratando de sobrevivir como para ocuparnos en serio
de ella. Decidir estudiar Filología a los 33 años, en medio de un delirio
febril bolañesco, y acabar dedicándole mi TFG, ocho años después. Sé que no soy
el único, que es una epidemia. Sé que no hay vacuna, aunque muchos lleven
tiempo tratando de encontrarla. Sé que somos muchos los que jamás nos pondremos
mascarilla para leer a Bolaño, que somos unos negacionistas de su descrédito.
Saldremos a pelear, aunque sepamos de sobra que seremos derrotados, que siempre
acabamos perdiendo.
Mi vida está construida a partir de dos libros regalados
que ya no conservo. Mi muerte está aplazada por una deuda eterna que jamás
podré saldar. Quizá ese fue uno de los motivos por los que decidí embarcarme en
esta aventura, hacer esta penitencia: recorrer toda la bibliografía de Bolaño a
lomos de un Impala, con la maleta repleta de folios. Cruzar los desiertos de
Sonora de rodillas, con los brazos en cruz, con el peso de sus libros sobre mis
manos.
Situémonos ahora donde esta historia continúa: últimos
días de 2020, el coronavirus amenaza con volver a encerrarnos, las mellizas
tienen ya casi seis meses, no consigo sentarme a escribir. Se me ocurre retomar
—comenzar, en realidad— un proyecto siempre postergado: releer a Bolaño, leerlo
del tirón. O al menos lo que tengo suyo en casa, que es casi todo. Hago una
numeración rápida del orden en el que pienso leer sus libros y subo un mensaje
a Twitter intentando involucrar a mi compadre Parrhieu; intentando involucrar,
en realidad, a cualquiera que se pase por allí, sentirme menos solo en esta
especie de intento de asomarme al abismo, de recuperar una pasión por la
escritura que pienso que se está apagando. El 3 de enero, por fin, me pongo a
ello. Con Los detectives salvajes, por supuesto. Con un ejemplar de
Anagrama, Colección Compactos, con tres tipos de traje y sombrero en la tapa,
uno en mangas de camisa con corbata. Intercalando una lectura ajena —Nuestra
parte de noche, Centroeuropa, Panza de burro...— entre cada
libro de Bolaño para no volverme loco, para justificarme ante mis semejantes.
Hubo una época en la que no conseguía acabar nada de lo que comenzaba; supongo
que esa época terminó cuando conocí a Mireia —«yo que siempre fui de cuentos /
hace tiempo que he empezado / a escribir una novela»—. Mi Impala arranca a la
tercera, sonriendo, sabiendo que ya nadie nos parará.
¿Qué es, hoy en día, la crítica literaria? Si hacemos
caso a Piglia y Bolaño —el primero tajante, el segundo más sutil—, la crítica
es la forma moderna de la autobiografía. Esta afirmación me lleva a dos
reflexiones, dependiendo del punto de partida que se tome. Una: si la premisa
es que todas nuestras experiencias condicionan nuestras lecturas y, por tanto,
nuestro juicio crítico, entonces todo es autobiografía. Cocinar una caldereta
de pescado, por ejemplo, es autobiografía. Poner primera con la mirada vidriosa
al cambiar el semáforo a verde, acelerar suavemente con el alma rota tras
descubrir una infidelidad, por ejemplo, es autobiografía. Cerrar los ojos
mientras se moja, de la manera más literaria posible, la pastita en el café,
por ejemplo, es autobiografía. Y, como bien sabemos, si todo es autobiografía,
entonces nada lo es. Dos: si el hilo conductor de la crítica, en un
ejercicio de comodidad y simpleza, son los recuerdos y las sensaciones del
autor en lugar del texto en sí; si el crítico pretende llevarnos a un
lugar remoto de su infancia o recordarnos dónde estaba, con quién, qué comió,
en qué pensaba cuando leyó el libro que debería estar diseccionando, entonces
todo es crítica. Si lo que pretende es hablarnos del abrazo que su padre nunca
le dio, de la biblioteca que nunca tuvo, incluso de cómo resquebrajó su corazón
una adolescente que en realidad —y eso era lo que más le dolía, lo que más le
envidiaba— almacenaba en una sola peca de su mejilla más valor del que él
tendría nunca, entonces todo es crítica. Si lo que se busca no es el análisis,
sino la catarsis personal, narrar cómo el libro le ha ayudado a pegar, siquiera
de manera precaria, dos o tres de los pedazos que desde entonces permanecían
quebrados en su interior; si el centro de la crítica, en fin, es él y no el
libro, entonces todo es crítica. Y, como bien sabemos, si todo es crítica,
entonces nada lo es.
Lo mío, entonces, como se aprecia fácilmente, es
autobiografía. Ojalá fuera crítica, pero carezco de la base, de los
conocimientos, del valor. Ser crítico es ponerse un guisante bajo cientos de
colchones y acabar rengo, con la espalda desviada, sin que nadie quiera apoyarte
en su hombro. Los aplausos se los lleva la nostalgia. El caso es que, casi sin
quererlo, sin darme cuenta, decidí trazar mi propia autobiografía, mi diario de
viaje durante los casi ocho meses que duraron las lecturas. Y utilicé Twitter,
claro, porque si el email ha sustituido a la carta, Twitter ha ocupado,
entre otras cosas, el lugar de los diarios, la hoja en blanco donde dejar
píldoras de nuestro día a día, de nuestras reflexiones. Sin darles demasiada
importancia, seguramente, pero con mucho menos pudor que los diaristas de
antaño. En el futuro leeremos, sin duda, recopilaciones de tuits de autores
fallecidos, será otra manera de rebuscar en sus cajones —en sus cajones
virtuales—, de no echarlos tanto de menos. Así que ya sabéis, futuros autores famosos,
id limpiando vuestro timeline si no queréis que lo prostituyan cuando ya
no estéis, si no queréis que os violen por todos los agujeros posibles con
vuestros propios sinsabores de verdadero policía. Utilicé Twitter, en fin, casi
de casualidad al principio, siguiendo una especie de método después: compartir
mis pensamientos, mis impresiones de lectura conforme me venían a la cabeza;
sin filtros, sin censuras, sin procesarlas demasiado, aprovechando la libertad
que me otorgan mis escasos seguidores —cada seguidor nuevo acaba siendo la
fibra de una soga, el eslabón de una cadena— para hacer lo que me diera la
gana. Y el resultado, en contra de lo que esperaba, quedó bastante decente.
Se puede leer aquí:
https://twitter.com/ayatolaSN/status/1343884148537233413?s=20
o, más ordenadito, aquí:
https://threadreaderapp.com/thread/1343884148537233413.html
Seré breve sobre mis impresiones de lectura, porque creo
que lo importante es visitar el hilo. Solo destacaré un par de cosas. Una: los
temas. Bolaño escribe sobre la literatura, por supuesto; también sobre la maldad,
sobre Carlos Wiener, sobre los interminables asesinatos de mujeres; sobre el
mundo universitario, sobre las vicisitudes académicas y sus tejemanejes
políticos, siempre con retranca, de manera peyorativa; sobre Latinoamérica, que
es como decir que escribe sobre la literatura, sobre la maldad, sobre la
muerte, sobre los tejemanejes políticos, pero también sobre la esperanza,
aunque apenas se vislumbre, sobre esa juventud que pelea, casi siempre
engañada. Bolaño escribe sobre cualquier tema, también sobre la vida, claro
(quién no escribe sobre la vida); pero, por encima de todo, Bolaño escribe
sobre la amistad, al final siempre hay una referencia a la amistad, siempre hay
dos, tres amigos que se juntan y se juegan la vida por ellos, ya sean poetas
realvisceralistas abrazándose por las calles de México para no estar solos; ya
sean un padre y su hijo buscando pelea en una taberna de Acapulco ideada por
Borges; ya sean cuatro críticos agarrándose a un escritor lejano, un escritor
que combatió en la segunda guerra, un escritor que probablemente no era tan
bueno, para sentirse acompañados, para saborear, aunque sea de refilón, el amor
(o lo que ellos pensaban que era el amor). Los temas de Bolaño son sus dos
consejos a los jóvenes escritores: «Vivir mucho, leer mucho y follar mucho» y
«Que vivan, que vivan y sean felices». O, como diríamos aquí: menja molt,
caga fort i no li tingues por a la mort.
La segunda tiene que ver con el mito Bolaño, con su
consideración, con el lugar que ocupa en nuestro imaginario. Entré dócilmente
en esta buena noche buscando al Bolaño que recordaba y me encontré con que ese
Bolaño no lo habían construido sus textos, sino lo que otros dijeron de él,
sobre todo tras su muerte. Se ha construido un Bolaño, un perro romántico, un
becerro de oro a partir de la leyenda, y no es justo. No es justo, además,
porque es por donde se le suele atacar para desacreditar su obra, como si esta
ya no existiese, como si no hiciese falta leer (o releer) sus libros para
valorarlo. Y a Bolaño hay que encontrarlo, o reencontrarlo, en sus textos. Con
sus más y con sus menos, con su genio y sus boutades, pero siempre en
sus textos, y poder apreciar algo que a veces olvidamos mientras cacareamos sus
frases más manidas: que fue, es y seguirá siendo un gran, un grandísimo
escritor, y no una estrategia de marketing (aunque qué no acaba reducido, hoy
en día, a estrategia de marketing). A Bolaño hay que leerlo como lo leyeron los
coautores de ese interesantísimo libro —Territorios en fuga— que
coordinó Patricia Espinosa cuando la bomba Bolaño empezaba a explotar: con la
curiosidad con la que estos escudriñaban —pero siempre a partir de sus textos—
desde Chile a un fantasma desconocido que de pronto era famoso, que de pronto
adelantaba a todos sus compatriotas sin que estos se dieran apenas cuenta. O,
como dice en él Marcelo Novoa: «[…] Jaime Quezada sentado a mi diestra
susurrando casi, me regalaba las primeras noticias sobre un poeta chileno
joven, cuyo nombre olvidé de inmediato, que vivía como un monje en una aldea perdida
de España».
No puedo evitar, por fin, la vanidad de resaltar que mi
apellido aparece en 2666. Que no una, sino dos personajes lo lucen.
Porque aparentemente Isabel Santolaya y Victoria, como la llama posteriormente
en lo que parece un lapsus, son la misma persona. Pero por qué no dos personas
distintas, dos hermanas gemelas que se repartieron la infame tarea de defender
y amar a Klaus Haas, al asesino de mujeres Klaus Hass. Por qué no otra broma
más de ese gran bromista que fue el chileno. Afortunadamente, leí 2666 cuando
mis mellizas ya habían nacido, cuando ya les habíamos puesto otros nombres,
cuando ya no era posible llamarlas Isabel y Victoria como si fuéramos la
familia real inglesa.
Acabo con dos apuntes para leer a Bolaño. Uno: empieza
por Los detectives salvajes. Si no te gusta, no sigas, Bolaño no es para
ti. Sigue buscando. Vuelve a intentarlo más adelante, quién sabe. Dos: una
lista de las que tanto le gustaba hacer: mi ránking de sus libros en el orden
en el que yo los leería y con mi valoración entre corchetes [1 es la máxima,
hasta 4 todas muy buenas, las 5 no están mal, pero prescindibles, las 6 son
aberraciones sacadas de rebuscar cajones post mortem]:
1. Los detectives salvajes [1]
2. Amuleto [3]
3. Llamadas telefónicas (relatos) [3]
4. Putas asesinas (relatos) [3]
5. La literatura nazi en América [3]
6. Estrella distante [2]
7. Nocturno de Chile [2 si eres chileno o quizá
hispanoamericano, 3 si no]
8. 2666 [1]
9. Entre paréntesis (miscelánea) [2]
10. El gaucho insufrible (relatos) [3]
11. El secreto del mal (relatos) [4]
12. Bolaño por sí mismo (entrevistas) [2]
13. La Universidad Desconocida (poesía) [4]
14. El Tercer Reich [4]
15. La pista de hielo [4]
16. Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático
de Joyce (con AG Porta) [5]
17. Monsieur Pain [5]
18. Una novelita lumpen [5]
19. Los sinsabores del verdadero policía [6]
20. El espíritu de la ciencia ficción [6]
21. Sepulcros de vaqueros [6]
Queda abierto el debate. Al fin y al cabo, esto no es más
que una declaración de amor.
Posdata
de 2666 (manuscrito hallado en Tlön)
Mahmud Abdurrahim, hijo de Abulgualid Muhammad Ibn-Ahmad
ibn-Muhammad ibn-Rushd ibn-Abulgualid etc., extrañado por no haber visto a su
padre en la oración de la tarde, llamó suavemente, con cierto temor reverencial
—pues era bien conocido su mandato de no ser molestado mientras trabajaba—, a
la puerta de su despacho. Al no hallar respuesta, sabedor de que la exquisita
educación de Abdulgualid Muhammad le impedía dejar un llamado sin contestar,
abrió la puerta con cuidado. Llorando, sin acabar de entender bien la escena
que se mostraba ante sus ojos vidriosos, corrió a agarrar fuerte las piernas de
su padre, que se balanceaban inertes al compás de una viga en el techo, de una
soga en la viga, del resto de su cuerpo, del crepitar del fuego de la chimenea.
¿Por qué lo has hecho, padre?, sollozaba, ¿por qué?, cuando un pequeño papel,
doblado en mil pedazos, se desprendió de su puño ya rígido. Mahmud Abdurrahim,
sin soltar del todo las piernas de Abulgualid, lo recogió y lo desdobló
lentamente, mientras fuera se hacía la noche. Recitó en voz alta su contenido:
un nombre, nada más que eso, un nombre: بولانيو روبيرتو («Roberto
Bolaño»). Furioso, blasfemando, aplastó la hoja y la lanzó a la hoguera.
Creció el fuego, se quemó el papel, fueron
desvaneciéndose sus bordes mientras un fundido a negro nos sumió en la
oscuridad, nos despojó del tiempo, del lenguaje.
«[…] La gota de agua restalló en su mejilla. Inició un
grito enfebrecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Roberto Bolaño murió el veintiséis de noviembre de 1973,
a las seis horas, seis minutos y seis segundos de la mañana».
Notas
[1] También Borges se muda
a Europa a los 15 años.
[2] https://catedraabierta.udp.cl/rastros-de-lectura/
[3] http://desdelaciudadsincines.blogspot.com/2017/08/los-diarios-de-emilio-renzi-los-anos.html
[4] https://garciamadero.blogspot.com/2012/06/conversacion-entre-ricardo-piglia-y.html
* Miguel santolaya es español, valenciano, ingeniero
técnico en telecomunicaciones (Universitat de València) y graduado por la UNED
en lengua y literatura españolas.