Frente a las propuestas narrativas, tan familiares ya,
de los escritores latinoamericanos vinculados al célebre boom, han
llegado en los últimos tiempos a España desde aquellas zonas registros
literarios radicalmente distintos. Al leer a Ricardo Piglia o a Roberto Bolaño,
parece que formaran parte de una galaxia totalmente ajena a aquella que
propició las obras de autores como Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez o
Donoso. Los hemos reunido (virtualmente) para que conversen entre ellos. Bolaño
desde Cataluña, Piglia desde California: el hilo conductor es el correo
electrónico, y las cuestiones de las que hablar, todas las posibles.
Roberto Bolaño. Querido Piglia, ¿te parece bien si
empezamos hablando de algo que dices en La novela polaca? "¿Cómo hacer callar a los epígonos?
(Para escapar a veces es preciso cambiar de lengua)". Tengo la impresión
de que en los últimos veinte años, desde mediados de los setenta hasta
principios de los noventa y, por supuesto, durante la nefasta década de los
ochenta, este deseo es algo presente en algunos escritores latinoamericanos y
que expresa básicamente no una ambición literaria sino un estado espiritual de
camino clausurado. Hemos llegado al final del camino (en calidad de lectores, y
esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en calidad de escritores) se
abre un abismo.
Ricardo Piglia. Cambiar de lengua es siempre
una ilusión secreta y, a veces, no es preciso moverse del propio idioma.
Intentamos escribir en una lengua privada y tal vez ése es el abismo al que
aludes: el borde, el filo, después del cual está el vacío. Me parece que tenemos
presente este desafío como un modo de zafarse de la repetición y del
estereotipo. Por otro lado, no sé si la situación que describes pertenece
exclusivamente a los escritores llamados latinoamericanos. Tal vez en eso
estamos más cerca de otras tentativas y de otros estilos no necesariamente
latinoamericanos, moviéndonos por otros territorios. Porque lo que suele
llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que
tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He
visto esa resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de
otros como DeLillo o Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se
están formando nuevas constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos
desde nuestro laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche
estrellada. Entonces, ¿seguimos siendo latinoamericanos? ¿Cómo ves ese asunto?
Bolaño. Sí, para nuestra desgracia,
creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es probable, y esto lo digo con
tristeza, que el asumirse como latinoamericano obedezca a las mismas leyes que
en la época de las guerras de independencia. Por un lado es una opción
claramente política y por el otro, una opción claramente económica.
Piglia. Estoy de acuerdo en que
definirse como latinoamericano (y lo hacemos pocas veces, ¿no es verdad?; más
bien estamos ahí) supone antes que nada una decisión política, una aspiración
de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos
en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este plural es bien singular)
tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en ningún lugar. En
estos días, estoy viviendo en California, en Davis, cerca de San Francisco,
donde todo se entrevera, como sabes bien: los recuerdos del viaje al Oeste de
la beat generation, con las
novelas de Hammett, y los barrios paranoicos que describió Philip Dick conviven
con la intriga de la cultura latina (en cada rincón de La Misión en San
Francisco, en el Barrio invadido hoy por los jóvenes millonarios del Silicon
Valley, hay una figura o una imagen, un mural, una taquería, una bodeguita que
tiene más color local que todo el color local que pudo imaginar Lowry,
borracho, al pasear por Cuernavaca). De modo que aquí por contraste me siento
un escritor digamos ítalo-argentino (un falso europeo, otro europeo exiliado).
No creo que existan esas categorías en las historias de la literatura (están
los ítalo-americanos, claro, pero se dedican al cine). Para mejor, estoy
leyendo a W. H. Hudson (Días de ocio
en la Patagonia), otro falso argentino, un europeo que nació en Quilmes, en
la provincia de Buenos Aires, y se crió entre gauchos hablando de lo que fue
seguramente una versión prehistórica del spanglish. Y que a la vez escribía, ya lo sabemos, una de las
mejores prosas inglesas que se puedan encontrar. Mejor que Conrad, a veces,
menos barroco, más nítido, una extraña versión de Conrad, no sólo por la
calidad de su prosa, y porque eran amigos, sino porque Hudson estuvo siempre
desajustado y solo y fuera de lugar, como el polaco. Pero me estoy extendiendo.
Me gustaría saber qué estás leyendo en estos días.
Bolaño. La última novela de Mendoza, La aventura del tocador de señoras, que
me parece una novela muy buena. Pero permíteme que añada algo en relación a
Hudson, un autor que leí muy joven. Yo creía entonces que Guillermo Hudson
escribía en español y después de leer tres libros suyos me di cuenta de que
escribía en inglés porque vi el nombre del traductor. No conozco bien la
literatura argentina de finales del siglo XIX, pero tengo la impresión de que
Hudson es uno de sus grandes prosistas. Algo similar ocurre poco después en
Chile, con los primeros libros de Huidobro, que están escritos en francés. O
con Rodolfo Wilcock, que acaba escribiendo en italiano. Hay como una especie de
reflujo o de huida en algunos escritores, que los lleva a buscar, a instalarse
o a indagar en una lengua menos adversa. Claro, éste no es el caso de Hudson.
¿Tú has leído a Mendoza?
Piglia. Me gustan mucho los libros de
Mendoza, aunque no he leído la novela que estás leyendo. Es intrigante, es
cierto, ese juego con las lenguas extranjeras y con las traducciones. Para mí,
Hudson y Gombrowicz producen efectos raros en la literatura argentina porque
hacen entrar una voz próxima, un fantasma familiar, que se mueve invisible en
un terreno conocido. Hay una tensión entre lo que se lee en la lengua propia y
lo que se lee fuera de la lengua materna. Y los traductores están en esa
frontera. Me interesa mucho la vida de los traductores, son un molde extraño de
escritor. Ligado a Hudson, estoy leyendo ahora una biografía de Constance
Garnett, una mujer fantástica que se pasó la vida traduciendo a los rusos al
inglés. Imagínate que tradujo todo Tolstói y todo Dostoievski y terminó, por
supuesto, medio ciega, una viejita feminista, muy simpática. Casi todos los
norteamericanos y los ingleses, de Hemingway a Forster, admiraban a Tolstói por
medio de ella, aunque Nabokov la destestaba, claro que Nabokov detestaba a todo
el mundo.
Bolaño. Estoy completamente de acuerdo
contigo en la importancia de los traductores. Lo que dices de Constance Garnett
me recuerda de alguna manera a Consuelo Berges, que tradujo todo Stendhal al
español y que se convirtió seguramente en la principal autoridad sobre Stendhal
que existe en nuestra lengua. Sus traducciones son extraordinarias. También
pienso en Javier Marías, que no es una viejita devota de un autor concreto,
pero que tiene una traducción de Tristram
Shandy, de Sterne, ejemplar. Pienso que tal vez personas tan disímiles
como Garnett, Berges o Marías deshacen en el aire el problema que planteaba
Pound, que sólo un gran autor puede traducir a otro. En este caso, sólo Marías
es un gran autor; Berges y Garnett, desde la óptica tradicional, no lo son,
aunque también puede ser posible, y yo me inclino por esta solución imaginaria,
que tanto la viejita inglesa como la viejita española sean, y no en el fondo
sino delante de nuestras narices, grandes autoras invisibles.
Piglia. Tendríamos que hacer alguna
vez una Enciclopedia Biográfica de Traductores Inmortales (e invisibles), ¿no
sería sensacional? La inversa de la Enciclopedia de Tlön, algo más bien cercano
a Manganelli o a las biografías imaginarias de Marcel Schwob, pero detalladas y
reales, una lista de oscuros personajes extraordinarios, escritores asalariados
que escriben a tantos centavos por palabra, los únicos verdaderos profesionales
de la literatura, los nuevos folletinistas, que viven dedicados a la
literatura, pero como escritores clandestinos, mal vistos y mal pagados, los verdaderos
malditos, siempre postergados, siempre ausentes, y que por eso mismo serán
quizá los grandes creadores del futuro. Serían pequeñas historias
extraordinarias. Cortázar, que traduce todo Poe en una pequeña pieza de un
pequeño hotel en Roma; el gran Sergio Pitol, al que durante años admirábamos
sólo porque había traducido a Gombrowicz; el extraordinario trabajo de Nicanor
Parra, con el Lear de
Shakespeare; Aurora Bernárdez, traduciendo Pale Fire. Tendríamos que conseguir un mecenas y dedicarnos a
preparar esa enciclopedia infinita. Estoy seguro de que nos haría inmortales, y
sería no sólo un acto de justicia sino una revelación y una versión cómica de
la por sí cómica historia de la literatura. Hay mil ejemplos. Pienso por
ejemplo en el general Bartolomé Mitre, que libró batallas múltiples y fue luego
presidente de la República a mediados del siglo XIX y que se dedico a traducir La Divina Comedia.
Bolaño. La Divina Comedia, ni más ni menos. Bueno, no se puede decir
que no fuera pertinente. Y sobre lo que dices de Sergio Pitol, estoy totalmente
de acuerdo. El primer libro de Pitol que cayó en mis manos fue una traducción
suya de un escritor polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski. El libro
se llamaba Las puertas del paraíso y
su argumento era el mismo que ya había tratado Marcel Schwob en La cruzada de los niños. Otro dato
curioso: en mi ejemplar de La
cruzada de los niños, el traductor dedica su versión de la obra a
Julio Torri, que es un escritor mexicano rarísimo (o normalísimo, depende desde
dónde se le mire) y que fue un hombre de una modestia yo diría que patológica y
un gran escritor de textos breves. De alguna manera, Torri fue como el reverso
de Alfonso Reyes, la brevedad ante la multiplicidad. Pero dejemos la literatura
mexicana. A mí me interesa muchísimo la visión que tienes de la literatura
contemporánea argentina, con esos cuatro puntos de referencia que son Macedonio
Fernández, Borges, Arlt y Gombrowicz.
Piglia. Macedonio es un escritor
excepcional, una especie de Marcel Duchamp de la literatura. Practica un arte
puramente conceptual, interesado más en el proyecto que en la obra misma. En
realidad, la obra no es otra cosa que el proyecto. Trabajó toda la vida en una
novela que sólo era la idea de una novela que nunca se empezaba a contar y que
estaba hecha básicamente de prólogos y de anuncios. Borges aprendió todo de él,
sobre todo, la inutilidad de desarrollar un argumento que se puede resumir y
contar como si ya estuviera escrito. Pensaba en Macedonio el otro día cuando
leí que Eric Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba
todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta. Encontraron
las cartas cerradas en un altillo y las publicaron junto con las respuestas de
Satie. La correspondencia es fantástica porque todos hablan de cosas distintas
y ésa, por supuesto, es la esencia del diálogo.
Bolaño. Yo creo que las cartas de
Satie muestran una cierta deferencia para con el interlocutor, es decir, no
deja cartas sin contestar, pero el conjunto de la correspondencia más bien es
una aceptación, razonable, eso sí, de la imposibilidad del diálogo, aunque
también caben otras explicaciones, la más obvia sería la desconfianza de Satie
en la palabra escrita, que me parece improbable pues Satie es uno de los
músicos que más ha escrito. También existe la posibilidad de que Satie,
conociendo a sus amigos, no considerara necesario abrir sus cartas, o lo
considerara redundante. Es curioso, pero podemos encontrar más de una semejanza
entre Macedonio y Satie, pero ninguna entre Borges y Satie. Y yo creo que esto
se debe a que Borges no lo aprende todo de Macedonio, sino también, una parte
importante, de Alfonso Reyes, quien lo cura para siempre de cualquier veleidad
vanguardista. Macedonio es el riesgo, la audacia, el vanguardismo y el
criollismo juntos, pero Alfonso Reyes es el escritor, la biblioteca, y el peso
que tiene sobre Borges es importantísimo, tanto en el desarrollo de su poesía
como en su prosa. Digamos que Reyes proporciona el elemento clásico a Borges,
la mesura apolínea, y eso de alguna manera lo salva, lo hace más Borges.
Piglia. Alguno de nosotros pensamos
que quizá el siglo próximo será macedoniano, y que Borges estará ahí con el
bello texto necrológico que leyó en la Recoleta, en medio de la tristeza
general (lloviznaba en Buenos Aires), cuando hizo reír a los deudos con un
chiste de Macedonio dicho en el entierro ("los gauchos fueron inventados
para entretener a los caballos en las estancias"). Reyes era un caballero,
leo siempre que puedo El deslinde. En
cuanto al efecto Satie-Duchamp, creo que Borges es vanguardista como lector
mientras que como escritor quiere ser clásico. En cuanto a la cortesía de Satie
con sus amigos, es verdad que a los amigos se les contesta siempre y nunca
importa lo que uno les diga en las cartas.
Bolaño. Sí, a un amigo se le contesta
siempre, algo que a veces puede resultar terrible. Michel Tournier, en El espejo de las ideas, opone a la
amistad el concepto del amor, y viene a decir algo como que todo lo que no
toleraríamos jamás a un amigo, un acto de vileza, por ejemplo, lo toleramos y
lo aceptamos en el amor, pues el amor, en ocasiones, y al contrario que la
amistad, también se alimenta de la vileza, de la cobardía, de la bajeza. El
amor, y la historia está llena de ejemplos que lo certifican, puede ser
coprófago, algo que jamás es la amistad. Bueno, todo esto es relativo, por
supuesto. William Burroughs zanja la cuestión a su manera, cuando afirma que el
amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Recuerdo que cuando leí esta
declaración de Burroughs, a los veintipocos años, me sentí muy apesadumbrado.
Piglia. Los amigos son lo mejor de la
poesía, decía siempre un poeta argentino, Francisco Urondo, que murió asesinado
por la dictadura militar. Las amistades literarias tienen siempre un aire
extraño. La amistad entre Alfonso Reyes y Borges, por ejemplo, o la amistad
silenciosa y brevísima entre Beckett y Burroughs, que se encontraron en Suiza y
estuvieron una tarde juntos casi sin decir nada, conversando sobre ciertos
matices del inglés en Irlanda que intrigaban a Burroughs (Beckett casi no
habló, sólo dijo una frase que Burroughs consideró siempre el mayor elogio que
había recibido: "Usted es un escritor"). O la amistad de Hannah Arent
y Mary McCarthy, fantástica, de la que nos ha quedado la correspondencia. O la
amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría siempre
del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy discreto, un gran
noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida escribió un solo libro,
lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires, tomando un té, y
Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo recibía con
gentileza y preguntaba "¿cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le
decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi
se hubiera dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de
saludarlo gentilmente. "Cálmese, Mastronardi", fue durante años una
de las consignas de mi juventud. Por eso, en fin, quiero decirte que esta
conversación va a ser el comienzo de una amistad, o la continuación de la
amistad que hemos establecido ya con nuestros libros. Pienso ir a Barcelona en
las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por supuesto siempre puedes venir
a visitarme a California.
Bolaño. Yo también espero que nos
podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.