viernes, 10 de julio de 2009

Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis*

por Edmundo Paz Soldán
* Adaptación del prólogo al libro de ensayos Bolaño salvaje, editado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón (Editorial Candaya, 2008)




En “Apocalipsis en Solentiname”, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naif de la realidad o testimoniar el horror. En el cuento, el narrador, un escritor argentino llamado Julio Cortázar que vive en París visita Nicaragua en plena revolución sandinista. Ya en el primer párrafo, las contradicciones asoman en el personaje y se resumen en la dificultad de conciliar un arte comprometido con el pueblo con una escritura difícil, vanguardista, “hermética”.

Cuando “Julio Cortázar” llega a la isla de Solentiname, descubre las pinturas de los campesinos, que dan cuenta de una realidad en la que hay una comunión del hombre con la naturaleza, “una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza”. Esa América Latina de las pinturas contrasta con la sensación del narrador en la misa del domingo, en la que, siguiendo los postulados de la Teología de la Liberación, el Evangelio es leído como si fuera parte de la vida cotidiana de los campesinos, “esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, de Brasil y de Colombia”.

El arte naif de los campesinos no da cuenta del miedo, del horror de vivir en la América Latina de los setenta. Pero no es difícil rasgar la superficie y encontrar las tinieblas, lo siniestro. En el cuento, el narrador, como un turista agradecido y conmovido más, toma fotos de las pinturas y se las lleva a París. Allí, ya instalado con el proyector a su lado, se pone a ver las fotos de Solentiname. De pronto, en un típico giro cortazariano, ocurre lo fantástico para hacer estallar las estructuras del realismo convencional: aparece en la pantalla, en vez de una pintura de un campesino, la foto de un muchacho con un balazo en la frente, “la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles”. Después, más fotos del horror: “Cuerpos tendidos boca arriba”, “la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo”, “ráfagas de caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca”.

La mayoría de las fotos remite a la violencia estatal: hay uniformados en jeeps, autos negros de paramilitares, torturadores de corbata y pulóver. Es la violencia de las dictaduras del Cono Sur, tiempos de “guerra sucia” y Operación Cóndor. “Cortázar”, en el paréntesis revolucionario de la Nicaragua sandinista, escribe un cuento sobre los límites de cierto arte para dar testimonio de ese destino sudamericano, esa violencia latinoamericana. Lo que el escritor comprometido debe hacer es, sin renunciar a su proyecto artístico, sin simplificar sus hermetismos, enfrentarse a esa realidad atroz y representarla. En el ejercicio literal del fotógrafo-escritor, en “Apocalipsis en Solentiname”, se debe revelar el apocalipsis que está detrás de los paisajes bucólicos y la mirada prístina de los habitantes del continente.

Vale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno, ferviente admirador de Cortázar, no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los setenta —explorada en novelas como Nocturno de Chile y Estrella distante—. En ambas, Bolaño se asoma como pocos al horror de las dictaduras. Nadie ha mirado tan de frente como él, y a la vez con tanta poesía, el aire enrarecido que se respiraba en el Chile de Pinochet: ese aire en que el despiadado Weider de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta. El aire opresivo de la dictadura lo contamina todo, y si bien es fácil ver a Weider de la manera en que Bolaño lo describía, como alguien “que encarnaba el mal casi absoluto” (entre paréntesis), lo cierto es que en la novela nadie es inocente, como sugiere uno de los sueños del narrador:

Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de la popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado, tornado! Pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polanski. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, solo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo (énfasis en el original).

Esta breve alegoría en clave de horror —no es casual la mención a la película de Polanski— se emparenta con otras sugeridas en Nocturno de Chile. Allí, el barco que se hunde es el fundo La-Bas de Farewell y la casa de María Canales. En el fundo de Farewell, el narrador duerme “como un angelito”, y se va ejercitando al descubrir la literatura como “una rareza” en el país de “bárbaros” y en la crítica literaria como un esfuerzo “razonable”, “civilizador”, “comedido”, “conciliador”. El fundo es el espacio de la literatura en Chile, un lugar “allá abajo” donde uno aprende a cerrar los ojos a la realidad, a intentar no mancharse leyendo y descubriendo a los clásicos mientras “allá arriba”, en el país, campea la barbarie. Por supuesto, aquí, tanta civilización, tanta ceguera, termina siendo una forma más de barbarie.

La gran casa de María Canales es la casa de Chile, la casa del establishment literario, que sigue con sus cócteles y recepciones mientras en los sótanos de la casa se tortura a los opositores al régimen. En esta escena, Bolaño hace suya una anécdota siniestra de la dictadura: las sesiones de tortura en el sótano de la casa de Robert Townley, agente de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y asesino de Letelier, mientras en los salones de la casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa. ¿Por qué? Ibacache, el narrador, intenta una explicación pragmática: “Había toque de queda. Los restaurantes, los bares cerraban temprano. La gente se recogía a horas prudentes. No había muchos lugares donde se pudieran reunir los escritores y los artistas a beber y hablar hasta que quisieran”.

Si en el fundo uno aprende a callarse, en la casa uno lleva a la práctica ese silencio. Se puede ver en el sótano a un hombre “atado a una cama metálica... sus heridas, sus supuraciones, sus eczemas” y luego, ¿qué se puede hacer? Callarse por miedo, porque se trata de algo cotidiano y “la rutina matiza todo horror”. Nocturno de Chile es la confesión del civilizado que con su silencio es cómplice del horror. Nocturno de Chile es la novela de la complicidad de la literatura, de la cultura letrada, con el horror latinoamericano.

En Nocturno de Chile se encuentra una lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el poder y la letra. Nuestros intelectuales han terminado más de una vez seducidos por el poder. Se han escrito grandes, fascinantes —y fascinadas— novelas sobre el dictador latinoamericano, pero muy poco sobre esa figura a su sombra, el amanuense de turno, el intelectual cortesano, el que le escribe los discursos al gran hombre. Bolaño, en Nocturno de Chile, nos muestra la debilidad y la hipocresía de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con el poder.

Ibacache cuenta de las clases de marxismo que tomaron los militares de la junta con él, para saber cómo pensaban sus enemigos. A la última clase solo asiste Pinochet. Pinochet ataca a los ex presidentes Frei y Allende, que se hacían los cultos, pero en realidad jamás habían escrito un solo libro. Pinochet, orgulloso, para mostrar su superioridad, dice que ha escrito varios libros y artículos. Pinochet le cuenta eso a Ibacache: “[p]ara que sepa usted que yo me intereso por la lectura, yo leo libros de historia, leo libros de teoría política, leo incluso novelas”. El dictador continúa: “Y además a mí no me da miedo estudiar. Siempre hay que estar preparado para aprender algo nuevo cada día. Leo y escribo. Constantemente”.

En la novela de Bolaño, Pinochet aparece como la parodia de un letrado. Si la lectura y la escritura le sirven a Ibacache para no ver lo que ocurre en torno suyo, a Pinochet le sirven no solo para ver mejor lo que ocurre en torno suyo, sino para proyectar el futuro, “imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” los enemigos del país. La escena pedagógica, tan central en la novela latinoamericana fundacional del siglo XIX, solía servir para la construcción del nuevo ciudadano de la patria; ahora, la transmisión de conocimiento sirve para eliminar a los ciudadanos que no piensan como el dictador letrado. La literatura, que preparaba a los hombres para su ingreso a la civilización, se ha tergiversado por completo y ahora es un instrumento para la barbarie. Como dice Richard Eder, el tema central de una novela como Los detectives salvajes —agrego que en realidad es el tema de toda la obra de Bolaño— es que “the pen is as blood-stained as the sword, and as compromised”.

Pero no se trata solo de la escritura. En Estrella distante, las fotografías son también un aspecto central de la revelación del mal. En la novela, el poeta-criminal Wieder invita a sus amigos a una exposición fotográfica en su departamento. Wieder espera hasta la medianoche para abrir el cuarto de huéspedes donde se encuentra el “nuevo arte”. La primera en entrar, Tatiana von Beck Iraola, tiene la esperanza de encontrar el arte naif, “retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile”; cuando sale, vomita en el pasillo.

En el cuarto, “cientos de fotos” se encuentran en las paredes y hasta en el techo:

Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un 30 por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea.

Hay aquí un doble juego, una puesta en abismo de las intenciones de Bolaño. Al interior de la novela, las fotos de Wieder sirven para revelar su condición de asesino aliado al régimen; el “arte nuevo” no muestra otra cosa que la complicidad del artista con el poder; ante esa revelación, el efecto en los espectadores es fulminante.

A la vez, Estrella distante se presenta como un texto en la tradición de “Apocalipsis de Solentiname”. Al narrar el horror de la Latinoamérica de la década de los setenta, la literatura, sugiere Bolaño, debe provocar en los lectores las reacciones fuertes que suscitan las fotos de Wieder en sus espectadores. No hay consuelo posible, no hay manera de presentar un Chile pastoral de exportación. Hay, sin embargo, una diferencia importante entre el Cortázar de “Solentiname” y el Bolaño de Estrella distante: en Cortázar, el horror en las fotos aparece a partir de una estrategia narrativa fantástica; en Bolaño, aun cuando algunas fotos son montajes, estas son claramente testimonio de la realidad, y muestras de la poética realista abarcadora de Bolaño. En Estrella distante hay “alucinaciones” y “epifanías de la locura”, pero todas dentro del más estricto realismo.

Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un “cráter”, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En un texto sobre Huesos en el desierto, del periodista mexicano Sergio González Rodríguez, al que reconoce su ayuda “técnica” y de investigación para la escritura de 2666 (y al que, de paso, convierte en personaje de su novela), Bolaño escribe que el libro es “una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventura sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea” (Entre paréntesis). Al hablar del libro de González, Bolaño parecería estar refiriéndose a su novela, con el añadido de que la metáfora aquí va más allá de Latinoamérica. 2666 es la aventura y el apocalipsis, diseminados a lo largo y ancho del planeta.

La novela recorre Europa, América Latina y los Estados Unidos; cubre casi todo el siglo XX, para ir a desembocar en ese presente turbio en una ciudad fronteriza en México. Bolaño utiliza el hecho macabro de las más de doscientas mujeres muertas en los últimos años en Ciudad Juárez —crímenes todavía impunes—, no solo como símbolo de la violencia en la América Latina posdictatorial, sino como metáfora del horror y el mal en el siglo XX. Benno von Archimboldi encuentra su destino como escritor durante la Segunda Guerra Mundial porque ese periodo histórico es otro de esos “cráteres” que condensan todo lo que hay que saber sobre el horror del siglo XX. Tanto la Segunda Guerra Mundial como las muertas de Ciudad Juárez-Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre que primero, en la guerra, se encuentra como escritor, y luego, en Santa Teresa, se convierte en un escritor extraviado al que los críticos buscan. En el camino que va de la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del siglo XX en la versión de Bolaño.

En la cuarta sección de la novela, “La parte de los crímenes”, asistimos a una letanía de muertes salvajes descritas con precisión clínica: “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior”, es el primer caso, ocurrido en 1993; el último, trescientas cincuenta páginas después, cierra el siglo:

El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, solo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este... El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta”.

Son varias las explicaciones que se dan en esa sección para contextualizar las muertes. Algunas están relacionadas con el narcotráfico; otras, con sectas satánicas; otras, con las condiciones económicas paupérrimas de una ciudad de maquilas, fruto del intercambio asimétrico de bienes y trabajo entre las sociedades industrializadas de la economía global y las sociedades en vías de desarrollo; otras, al hecho de que varias de las muertas son prostitutas; otras, a la situación de pobreza de mucha gente en la región: las mujeres son obreras en las maquiladoras, reciben “sueldos de hambre” que, “sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca”.

Otra de las explicaciones es la misoginia. En una escena clave en la sección, los policías que investigan el caso van a desayunar a una cafetería; mientras lo hacen, se cuentan chistes sádicos sobre mujeres: “¿En qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve”. También intercambian refranes, sabiduría popular que no se discute: “Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos... las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas”.

El café en que los policías se encuentran tiene pocas ventanas y se parece a un ataúd. Mientras los policías cuentan chistes sobre esas mujeres cuyos crímenes les toca investigar, mientras se hacen la burla de las leyes que dicen defender, ellos, sugiere el narrador, están desafiando a la muerte con sus risas, pero en el fondo no hacen más que encerrarse en su propio ataúd, encontrar una suerte de muerte en vida. Su forma de entender el mundo es la muerte de la sociedad contemporánea; la imposibilidad de escapar de los prejuicios sexistas y racistas tiene un correlato directo con la imposibilidad de resolver los crímenes. Mientras haya policías como los que se reúnen en el café Trejo’s, habrá mujeres muertas, violadas, abusadas en los desiertos del mundo.

En “La parte de los crímenes” un alemán, Klaus Haas —del que luego descubriremos sus conexiones familiares con Archimboldi—, es detenido y llevado a la cárcel como presunto responsable de los crímenes. La Policía, satisfecha, siente que ha cumplido su parte. Pero los crímenes continúan. La sección termina con la sugerencia de que no habrá una resolución posible para esas muertes. Los crímenes quedarán sin resolverse. La última escena, la de las Navidades de 1997, muestra a una Santa Teresa entregada a la fiesta: “Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír”. Pero esa Santa Teresa naif encierra, como en las fotos de “Apocalipsis de Solentiname”, su reverso nefasto: “Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros...”. Esos “agujeros negros” son la derrota de la ley, de la civilización. Todo el siglo XX desemboca allí.

En “Autobiografías: Amis & Ellroy”, uno de sus artículos recopilados en Entre paréntesis, Roberto Bolaño escribió que “el crimen parece ser el símbolo del siglo XX”. En una entrevista, el escritor chileno declaró: “En mis obras siempre deseo crear una intriga detectivesca, pues no hay nada más agradecido literariamente que tener a un asesino o a un desaparecido que rastrear. Introducir algunas de las tramas clásicas del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como lector también me pierden” (Braithwaite). Se puede leer 2666 como una monumental novela detectivesca, en la que hay tanto un desaparecido al que se busca —el escritor Archimboldi— como múltiples asesinos.

En el trabajo de Bolaño con el género detectivesco, se podría pensar que las muertas de Santa Teresa son parte de un asesinato múltiple, que se trata, si se permite el juego de palabras, de un asesino colectivo en serie. Aquí, sin embargo, como en “La muerte y la brújula”, de Borges, el detective (el periodista-escritor Sergio González) y los buscadores (los críticos admirados de Archimboldi) son derrotados. O mejor: en el caso de los crímenes, a diferencia de Borges, ni siquiera tenemos en Bolaño la posibilidad de encontrar a un asesino victorioso. “La parte de los crímenes” termina como ha comenzado, con un crimen irresuelto, con un asesino o asesinos en la sombra. Como las muertas, los asesinos son también tragados por el “agujero negro” en que se ha convertido Santa Teresa.

En Bolaño, además de los guiños de Los detectives salvajes y 2666 al género, se puede encontrar en El gaucho insufrible “El policía de las ratas”, un cuento que reinscribe un texto clásico de Kafka, “Josefina la Cantora”, en el esquema del policial. El detective de Bolaño, Pepe el Tira, tiene algunas de las características que dicta el género: es un solitario, alguien que se siente distinto a los demás. Su método es mantenerse al margen del pueblo, dedicarse a su oficio, volver al lugar del crimen todas las veces que sea posible. Como se espera del género, al menos en su versión tradicional, el policía comenta que la vida “debe tender hacia el orden, y no hacia el desorden”. Si el orden se rompe —o, mejor, se “disloca”—, entonces el trabajo del policía será intentar recuperar el orden.

Pepe el Tira es una rata que investiga la muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos de otras especies más fuertes —comadrejas, serpientes—, pues “las ratas no matan a las ratas”. Sin embargo, en sus investigaciones, cuando se encuentra con un bebé de rata muerto, Pepe el Tira llega a la conclusión de que esa muerte no se debe a un depredador hambriento ya que todo parece indicar que al bebé lo mataron por placer. Las ratas dicen que eso es imposible, no hay nadie en el pueblo capaz de hacer eso. Pepe el Tira, sin embargo, llega a una inevitable conclusión: “Las ratas somos capaces de matar a otras ratas”.

¿Es la pulsión criminal una anomalía de una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuere, el descubrimiento de Pepe el Tira llega tarde pues ya todo ha cambiado: esa pulsión es un veneno, un virus que ha infectado a todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que las ratas están “condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer”. El orden no será restaurado.

En Bolaño no hay ninguna nostalgia por los detectives tradicionales del género —esos razonadores como Auguste Dupin y Sherlock Holmes, capaces de descubrir al criminal sin necesidad de acudir al crimen, utilizando solo sus poderes de deducción—, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para decirnos que la razón ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, “condenada desde el principio”, no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de “una felicidad que en el fondo sabe inexistente”.

En ese contexto, el escritor, figura cada vez más “marginalizada” en la sociedad contemporánea, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener “los ojos abiertos”, y una “escritura de calidad” es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Entre paréntesis). En las entrevistas que dio y en sus artículos, son constantes las referencias al valor del escritor: “Para acceder al arte lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor” (Braithwaite).

A fuerza de su constante intervención en sus tan agitados como breves años en la esfera pública, Bolaño reactivó para la literatura el imaginario del escritor como un romántico en lucha constante contra el mundo. En la escena primigenia de Bolaño, el artista, como el organillero de “El rey burgués”, de Rubén Darío —no es casual esta genealogía: como decía Octavio Paz, “el modernismo es nuestro romanticismo”—, se encuentra en la “intemperie”. Pero el jardín modernista del organillero en el palacio del rey burgués ha desaparecido, y Bolaño lo reemplaza por un desfiladero, un precipicio, el abismo. El escritor, al borde del abismo, solo tiene una opción: “arrojarse” a este: (Entre paréntesis).

Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. Aquí, sin embargo, ya no funciona la analogía del universo como una biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del “origen del mal”, y por ello condenados desde el principio a la derrota.

En otras escenas del escritor en acción, el imaginario de Bolaño siempre liga al arte con la violencia y la muerte: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado” (Entre paréntesis); Huidobro aburre porque es un “paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas” (Entre paréntesis); “La literatura es como esos lugares donde meten a las reses para matarlas: casi ninguna sale viva” (Braithwaite). En la lucha, en el enfrentamiento contra el “monstruo”, el escritor perderá, pero eso no debería arredrarlo: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura” (Braithwaite).

En Bolaño hay un modelo de escritor al que se aspira; por ejemplo, el Sensini que sale a ganar premios en concursos de provincias como un “cazador de cabelleras”, y que está dispuesto a trampas como mandar el mismo cuento a varios concursos a la vez; Henry Simón Leprince, “mal escritor” que se ha ganado a pulso un espacio gracias a su valor—; el Belano de “Enrique Martín”. Estos escritores en pugna con el mercado son, digamos, la versión contemporánea de “las tretas del débil”: como es imposible enfrentarse a un enemigo poderoso y salir bien parado, lo mejor, entonces, sería, como estrategia de supervivencia, decir sí y no a la vez: formar parte de la industria cultural, pero tratar de sabotearla desde adentro.

Hay también antimodelos: el escritor que se adecúa a las reglas de la industria cultural —que parece borrar todo intento de autonomía artística en la década de 1990—, y el que se deja deslumbrar por el poder. En el primer caso están los escritores de “Una aventura literaria”. En el segundo caso se encuentran la mayoría de los escritores de La literatura nazi en América, Ibacache en Nocturno de Chile, Wieder en Estrella distante.

En el cuento “Encuentro con Enrique Lihn”, el narrador “Roberto Bolaño”, en un ambiente a medio camino entre la realidad y el sueño, habla de la literatura como un “campo minado” en el que la mayoría de los escritores son cortesanos del poder que “han dicho ‘sí, señor’ repetidas veces... han alabado a los mandarines de la literatura”. Nuevamente, resuena aquí “El rey burgués”; el organillero viene a cantar “la buena nueva del porvenir”, pero se transforma en una más de las posesiones del rey burgués. El artista, en Darío, tiene intenciones exaltadas: se cree un visionario, un profeta. En Bolaño las intenciones son más prosaicas: simplemente, hacerse de un lugar en la corte. En ambos casos, sin embargo, el resultado es el mismo: el artista es despreciado por el poder, que lo usa cuando le conviene.

De manera ácida, Bolaño indica que el escritor de hoy parece más interesado en el “éxito, el dinero, la respetabilidad” (“Los mitos de Chtulhu”). Ha sido devorado por el hipermercado en el que se ha convertido la cultura contemporánea: quiere triunfo social, grandes ventas, traducciones, portadas en revistas. Quiere “glamour”, dejar atrás la “casa pequeña” de Lihn y llegar a la casa “grande, desmesurada” del “escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles” (“Encuentro”).

A partir de esa crítica, Bolaño se instala en la construcción misma del canon latinoamericano. Hay que atacar a ciertos autores para reivindicar a otros (y de paso, en la reformulación, instalarse como el nuevo paradigma del canon). Los ataques se despliegan en diversos espacios: al interior de Chile, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier (“Los mitos”), incluso autores de prestigio como José Donoso y Diamela Eltit; se recupera al vanguardista Juan Emar, se entroniza a Pedro Lemebel. En la poesía, hay ambigüedad con Neruda —se lo respeta con frialdad—, pero el centro del universo de Bolaño lo forman Parra y Enrique Lihn.

En el canon hispanoamericano, se defiende a autores ya consagrados como Sergio Pitol, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia (“Los mitos”); también, por supuesto, a Borges y Cortázar (la literatura argentina ocupa un lugar central en el mapa de Bolaño, como dice Gustavo Faverón). Hay un canon alternativo formado por Martín Adán, Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Felisberto Hernández, entre los más marginales; Reinaldo Arenas, Ibargüengoitia, Manuel Puig, entre los conocidos; Horacio Castellanos Moya, Carmen Boullosa, César Aira, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Alan Pauls, entre los escritores de su generación. En poesía, los nombres centrales son los estridentistas mexicanos, Vallejo, Oquendo de Amat, Pablo de Rokha.

De más está decir que Bolaño también intervino en el espacio de la literatura española, a la que vio como parte de un corpus indiferenciado con la literatura hispanoamericana. Fueron frecuentes sus ataques a Cela y Umbral, su defensa de Vila-Matas, Cercas, Marías, Tomeo, su admiración por Cernuda. En la literatura universal, los nombres son legión, pero hay algunos que se repiten constantemente: Catulo, Horacio, Stendhal, Mark Twain, Rimbaud, Perec, Kafka, Philip Dick.

Bolaño se presentó, tanto en entrevistas como en artículos y en sus ficciones, como el escritor rebelde, antisistema. Sin embargo, había contradicciones en su postura: después de todo, el escritor publicaba en Anagrama, una de las editoriales más prestigiosas de España, y concursaba y ganaba premios; al final de su vida, había obtenido un enorme reconocimiento simbólico que significaba buenas críticas, buenas ventas, traducciones. Había adquirido esa respetabilidad de la que renegaba. Quizá por eso en sus últimos ensayos, como en “Los mitos de Chtulhu”, su carácter provocador se había exacerbado, llegando incluso a atacar a escritores como García Márquez y Vargas Llosa, de los que previamente había dicho que su obra era “gigantesca”, superior a la de su generación. Algunos de esos ataques no deben tomarse en serio; en Bolaño muchas veces había humor, el deseo de preservar el espíritu contestatario de los infrarrealistas, de seguir a Nicanor Parra en el espíritu de contradicción. En otros casos se trataba de mantener un necesario espacio de rebeldía ante el reconocimiento. Y en otros, se desplegaba esa maquinaria de guerra nada inocente, dispuesta a seguir aniquilando obras incompatibles con el proyecto de Bolaño. Había en el escritor chileno una nada desdeñable intransigencia; esa intransigencia a la hora de aceptar propuestas estéticas diferentes era, a la vez, su gran virtud y su principal debilidad.

Bolaño era a su manera un escritor comprometido con las causas políticas de América Latina: “Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia...” (Entre paréntesis). Para ello su escritura no bajó los listones, aunque nunca llegó al hermetismo que preocupaba a los lectores del “Cortázar” de “Apocalipsis de Solentiname”. Lo más difícil de su obra se encuentra en Los detectives salvajes y 2666, pero no por la escritura, sino por lo intimidatorio en su extensión. Una multiplicidad de símbolos y metáforas complejas se despliega en su obra, de la cual todavía no hemos desentrañado todos sus misterios, pero eso no impide una lectura gozosa de sus páginas, debidas a su poderosa fuerza narrativa.

El escritor ya no está. Quedan la obra y la leyenda. Quedan la literatura y el apocalipsis.