jueves, 22 de abril de 2010

Testamento de un malabarista

por Silvia López
No Retornable. Número 1. Invierno, 2008













En El guardián entre el centeno, Holden Caulfield recuerda el castigo que el profesor Vinson había instaurado en su clase de expresión oral. Cada vez que el alumno que estaba de pie, improvisando un discurso, no se ceñía al asunto, sus compañeros debían gritarle “¡Digresión!”. Y esto le sucedía una y otra vez al pobre Richard Kinsella, un muchacho nervioso al que le temblaban los labios cada vez que le tocaba hablar. Casualmente, los discursos del pobre Kinsella eran los que más le gustaban a Holden, aunque él mismo no supiera explicar por qué. Y es este “no ceñirse al asunto”, precisamente (si se perdona toda esta digresión), una de las características más asombrosas de 2666, sólo que no puede uno imaginar a Bolaño en el acto de escribir esta obra como al inseguro Kinsella, sino más bien con una mano que no tiembla al pulsar el teclado y con una carcajada permanente mientras lleva adelante, a contrarreloj de la muerte, las más de mil páginas de su testamento literario. Y es esa amalgama de humor y muerte, la misma que ha signado la escritura, la que recorre, como un escalofrío, su columna vertebral.

Un misterioso escritor alemán, Beno von Archimboldi, es el motivo con que empieza y termina el conjunto de cinco novelas que componen el libro. En la primera, cuatro profesores de literatura expertos en su obra se conocen en lo que David Lodge (otro humorista de la estirpe de Bolaño) considera un sucedáneo del peregrinaje de la cristiandad medieval: los congresos. Pero el peregrinaje de estos fieles de Archimboldi no se circunscribe a puras actividades académicas. Quieren aventura. Tres de ellos cruzan a México en busca del escritor y allí se enteran, como al pasar, de las mujeres asesinadas que aparecen en la ciudad de Santa Teresa y sus alrededores. Conocen al profesor Amalfitano, que los asiste en su búsqueda, y también como al pasar miran extrañados ese libro de geometría tendido en la cuerda de la ropa de su casa. Y es aquí uno de esos momentos (ni siquiera es el primero) en que la clase de Holden gritaría “¡Digresión!” y el profesor Vinson no entendería uno de los tantos golpes de timón de Bolaño. Porque la digresión le da a la obra ese carácter arborescente que multiplica personajes y situaciones en que lo desopilante se mezcla con lo patético o con el horror. Porque Bolaño juega a Sherezade, pero además, la digresión es solidaria con el engranaje de la trama. Una novela da lugar a la otra como en un juego de postas. Amalfitano y ese “Testamento geométrico”, escrito a su vez por un poeta ignoto, se convierten en los protagonistas de la segunda parte, y todo lo que se cuenta alrededor de ese libro colgado a la intemperie y que Amalfitano va a mirar una y otra vez, como para constatar algo que tiene que ver con la existencia o el desasosiego, es una de las cosas que seguramente le encantarían a Holden, aunque él tampoco supiera explicar por qué.

Así continúan los engarces en la cadena. En la tercera novela, a un periodista de Estados Unidos que parece haber salido de la nada, especialista en la problemática de la gente negra, le cae del cielo cubrir una pelea de box en Santa Teresa. Así como la deriva de Amalfitano se refleja en el libro colgado a la intemperie, Fate navega en un vacío existencial que se entrevé en su malestar físico y en su relación con la muerte de su madre. Su historia se cruza con la de la hija de Amalfitano, el trasfondo de los crímenes y un presunto culpable que aparece casi con la extrañeza que produce el “Testamento geométrico”.

Constantemente, lo que estaba en segundo plano, pasa al primero. Así, en la cuarta parte son los crímenes los protagonistas, y las víctimas, en su mayoría obreras de las maquiladoras, desfilan como figurantes (lo que verdaderamente son) de la zona fronteriza. Los casos se repiten casi calcados uno de otro, de manera extenuante; cambian los nombres (si los hay), el color de la ropa, el lugar del hallazgo, mientras las historias secundarias siguen diversificándose en el entramado de los crímenes, entre ellas las del principal sospechoso, cuya presunta culpabilidad va ganando las dimensiones del absurdo. Y cuando ya nos habíamos olvidado de él, en la quinta novela, donde se narra la historia de Archimboldi, la puntada final de Bolaño termina de engarzar los eslabones, como esos malabaristas que arrojan sus pelotitas al aire y, en el punto culminante de su destreza, pensamos que alguna se le va a escapar. Pero la que parecía más difícil también vuelve, obediente, a la mano del malabarista, en una coreografía inconcebible. Quedan para la imaginación del lector aquellas destrezas que no serán mostradas, porque todas las historias principales se interrumpen en un punto donde los personajes quedan abandonados a su destino (a tal punto que el destino nombra a Fate). No hay solución, no hay verdad. Hay una cara cómica y un revés de terror, como lo que ve el fugitivo Ansky en esas pinturas de Arcimboldo, que según se las mire de una manera o en la invertida, tienen distintos significados. Esas pinturas de las que Ansky habla en su diario, el diario que Archimboldi ha encontrado en una dacha abandonada, cuando todavía no se llama así sino Hans Reiter y está por desertar del ejército alemán y apropiarse del nombre del pintor para comenzar su juego.

En los tiempos que corren, Proust o Tolstoi no tendrían razón de ser. Semejantes empresas intimidarían al inconsciente colectivo del lector que el mercado editorial hoy imagina. A pesar de eso, Bolaño acometió la proeza de escribir una obra de semejante longitud y de ambición totalizadora. Su esfuerzo está plenamente justificado en el placer del texto.