jueves, 4 de octubre de 2007

Dos libros inéditos de Bolaño

por Rodrigo Fresán
Radar, 6 de mayo, 2007















El samurai

Cuando Roberto Bolaño murió, en 2003, a los 50 años, se sabían dos cosas: que dejaba inconclusa la monumental novela en la que llevaba años trabajando y que la literatura latinoamericana perdía a un autor que la había renovado como nadie desde el Boom. Publicadas póstumamente, las mil y tantas páginas de 2666 satisficieron las grandes expectativas que habían despertado. Y ahí parecía que se terminaba, que no había más, que no quedaban más Bolaños por pu-blicar. Por suerte, no. Por estos días, aparecen no uno sino dos libros inéditos: El secreto del mal, una colección de cuentos a la altura de las anteriores, y La Universidad Desconocida, un libro extraño que parece ser la pieza que faltaba en una obra adictiva como la verdad.

“La literatura se parece mucho a la pelea de los samurais, pero un samurai no pelea contra otro samurai: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”, definió Roberto Bolaño en una entrevista. Y, en otra, agregó: “A la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca. Que te quede bien claro. Es, digamos, el destino, ¿sí? Un destino oscuro, una serie de circunstancias que te hacen escoger. Y tú siempre has sabido que ése es tu camino”. Una más: “El viaje de la literatura, como el de Ulises, no tiene retorno”. Y para concluir: “Lo brutal siempre es la muerte. Ahora y hace años y dentro de unos años: lo brutal siempre es la muerte”.

Todas estas opiniones o respuestas o, mejor dicho, todas estas sentencias (reunidas y editadas por Andrés Braithwaite en el revelador y gracioso “Bolaño por sí mismo: entrevistas escogidas”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2006) resultan no sólo útiles como introducción sino que además, creo, ayudan a una más adecuada lectura y mejor comprensión de El secreto del mal y de La Universidad Desconocida, así como del resto de la obra de Bolaño. Es decir: samurai + destino + viaje + no retorno + muerte remiten al bushido o “camino del guerrero” (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradójicamente híper-vital. Al núcleo creativo, el centro del que se desprende la ficción y la no-ficción de Bolaño alumbrada y oscurecida, siempre, por la sombra de la enfermedad y de la muerte que podía llegar –y llegó, puñal en alto– a vuelta de página.

Idas

¿Y qué es lo que lleva a uno –apenas terminados de leer estos dos últimos libros de Bolaño– a ponerse a enhebrar respuestas de viejas entrevistas y a aventurar teorías más líricas que exactas? La respuesta sólida a tan leve enigma no la tengo clara, pero aventuro una sospecha: Bolaño es un escritor romántico, en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y que la tinta sea igual de importante que la sangre. En este sentido, la obra de Bolaño ahora, para bien o para mal, inevitablemente acompañada de la leyenda de Bolaño, es una de las que más y mejor obligan –me atrevo a afirmar que es la más poderosa en este sentido dentro de las letras latinoamericanas– a una casi irrefrenable necesidad de leer y de escribir y de entender al oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último aliento y se registra la última palabra. Algunos podrán pensar que éste es un sentimiento adolescente e incluso infantil. Allá ellos. Pero, sí, lo cierto es que tanto los relatos como los poemas de Bolaño (así como las novelas y sus breves ensayos y conferencias y, ya se dijo, sus entrevistas por lo general respondidas por escrito a vuelta de e-mail) acaban en realidad ocupándose de una única e inmensa cosa: la persecución y el alcance –esté simbolizada en alguien llamada Cesárea Tinajero o en alguien que responde al nombre de Beno von Archimboldi– de la literatura como si se tratara de una cuestión de vida o muerte, de la literatura como Génesis y Apocalipsis o Alfa y Omega.

Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva. Sólo así se comprende su necesidad impostergable de ser persona y personaje. No importa –mal que les pese a los patológicos patólogos siempre a la caza de la no-ficción en la ficción– dónde termina Bolaño y comienza Belano. Lo que importa es que el primero haya creado al segundo para que lo sobreviva y que no se haya quedado en una mera alucinación de alguien que, por momentos, jugueteaba románticamente con la posibilidad de que incluso Bolaño fuese un personaje de Bolaño. Alguien que, en alguna conversación, llegaba incluso a fantasear con la posibilidad à la Philip K. Dick de –en verdad– haber fallecido diez años antes de su muerte, durante su primer shock hepático, y que la última década de su existencia –conteniendo casi la totalidad de su “vida de escritor” en una acelerada progresión a la que podría definirse como beatlesca en términos de tan grande progreso en tan pocos años– no fuera otra cosa que un delirio agónico. Y así fue, creo –pienso aquí más como narrador que otra cosa–, cómo la constante amenaza del final resultó en el alumbramiento de una de las obras más enérgicas de las que se tenga memoria dentro de la literatura en castellano.


La aparición de estos relatos y poemas coincidiendo con el importante lanzamiento en Estados Unidos de Los detectives salvajesThe Savage Detectives, Farrar, Straus & Giroux– a la que publicaciones como The New Yorker (donde se le inventa un pasado heroinómano), Bookforum, The Virginia Quarterly Review y The Believer y periódicos como The New York Times y The Washington Post han dedicado elogios encendidos y muchas páginas, vuelve a poner de manifiesto no sólo la particular calidad de su escritura sino también su poderosa influencia entre los lectores jóvenes y su vertiginoso ascenso en los rankings, para euforia de los que disfrutan de estas cuestiones canónicas e histéricas. (Para todos ellos, vaya un dato atendible y entre paréntesis: una reciente y muy publicitada encuesta colombiana con votantes de todo el mondo-intelligentzia en castellano lo ha colocado tercero y pisándole los talones a Gabriel García Márquez y a Mario Vargas Llosa. Allí Bolaño obtuvo más votos que ambos boom-popes pero repartidos en tres obras ubicadas en los tramos más empíreos de la lista. Lo que significa que, si se hubieran concentrado todas las adhesiones en sólo una de las tres novelas mencionadas, ésta se habría impuesto a El amor en los tiempos del cólera o a La fiesta del chivo. Hasta donde sé, cosa rara o no tanto, ni el escritor colombiano ni el escritor peruano han manifestado haber leído algo del escritor chileno, quien superó a ambos como “el escritor más influyente de la actualidad” en otra encuesta de un frecuentado blog del escritor Iván Thays. Bolaño, no está de más apuntarlo, sí solía leer y preocuparse y comentar –para bien o para mal– lo que hacían bien o mal narradores más jóvenes que él).

Así las cosas, ya hay varias opciones solicitadas para llevar al cine obras de Bolaño y se anuncia para el próximo agosto –dentro del marco del prestigioso Festival Grec de Barcelona– la adaptación teatral –habrá que verla para creerlo– de 2666 a cargo de Alex Rigola y preparada “codo a codo” junto a Pablo Ley, ex crítico del diario El País, para destilar las 1119 páginas de la meganovela en dos horas sobre el escenario.

Una cosa está clara: la vitalidad de su obra demuestra que el Bolaño escritor está más vivo que nunca. Queda por averiguar cuál será su efecto a nivel editorial en el panorama extranjero: ¿se les pedirá ahora a los escritores latinoamericanos –a los descendientes de aquellos a los que alguna vez se les exigió mujeres voladoras y aguaceros de siglos– la clonación en serie de poetas indómitos o de escritores fantasmagóricos? ¿Se convertirá Bolaño –como Cesárea Tinajero o Beno von Archimboldi– en un tótem talismánico para jóvenes con las manos manchadas de tinta negra o electrificadas por teclados? Quién sabe. De entrada, la ya mencionada edición norteamericana de Los detectives salvajes decide arturobelanizar a Bolaño prefiriendo, en su solapa, una foto juvenil de un inédito a una del autor maduro reconocido y reconocible, prefiriendo vender el personaje antes que por la persona. Más romanticismo, aunque de un cariz distinto.

Vueltas

Ahora, dos libros de naturaleza muy distinta vienen a engrosar la obra de Bolaño. Son dos libros póstumos (“Póstumo suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor”, sonrió muy en serio Bolaño en otra entrevista) pero, en su misma naturaleza ectoplasmática, de signo muy diferente. Los relatos y conferencias y fragmentos de El secreto del mal fueron rescatados y ordenados por el crítico y amigo Ignacio Echeverría a partir de una expedición al disco duro del ordenador de Bolaño. En cambio, La Universidad Desconocida –tal como explica su viuda, Carolina López, en la nota titulada “Breve historia del libro”– se trató y se trata de una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida.

Así, mientras El secreto del mal puede leerse como los mensajes en ocasiones difusos pero claros de un espectro, La Universidad Desconocida (más allá de que varias de sus partes fueran publicadas en vida por Bolaño) adquiere, aquí y ahora, el carácter de summa testamentaria. Así, El secreto del mal abre –aunque interrumpidas– líneas hacia el futuro, mientras que La Universidad Desconocida se nos presenta como el omnipresente Fantasma de las Navidades Pasadas.

Dice bien Echevarría en la nota preliminar a El secreto del mal que “la obra entera de Roberto Bolaño permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que aparece regida por una poética de la inconclusión”. Y es verdad y ahí está, por ejemplo, el final más que abierto de Los detectives salvajes o las febriles despedidas de novelas como Amuleto o Nocturno de Chile. De ahí que buena parte del atractivo de El secreto del mal –que incorpora páginas ya conocidas como “Playa” y las conferencias “Derivas de la pesada” y “Sevilla me mata”, mientras que “Músculos” parece un calentamiento de motores para lo que acabó siendo Una novelita lumpen– resida en los contundentes comienzos de textos abandonados o postergados que, además, tienen la virtud de ampliar el mito de “Belano, nuestro querido Arturo Belano”. El poeta realista visceral –más una vida y alternativa en otra dimensión que un alter-ego del propio autor a quien, a pesar del anuncio de un suicidio en Africa, Bolaño decidió resucitar en varias ocasiones y hasta proponerlo como la voz futurista que comanda y ordena 2666– aparece aquí inédito y joven y preocupado por una hipotética muerte de William Burroughs (“El viejo de la montaña”), sorpresivamente consagrado para todos aquellos que lo querían maldito y loser para siempre, de regreso en México D.F. y de camino a la Feria del Libro de Guadalajara como “autor de cierto prestigio” investigando los últimos días de vida de su hermano de sangre y versos Ulises Lima (“Muerte de Ulises”) o lanzándose a la búsqueda de un hijo perdido en Munich en el fragor berlinés de una revolución juvenil y milenarista (“Las Jornadas del Caos”). En todos los casos, Bolaño emociona con el mismo tipo de alegría melancólica que, digamos, alguna vez nos produjeron los reencuentros con Philip Marlowe o Antoine Doinel o el Corto Maltés: pocas cosas resultan más placenteras y emotivas que el volver a acompañar a un viejo y curtido y aventurero amigo. El resto del material reunido oscila entre la estampa autobiográfica vivida o leída (“La colina Lindavista”, “Sabios de Sodoma”, “No sé leer”) o sintonizada en alguna de las muchas trasnoches televisivas de Bolaño, mutando a pesadilla despierta y zombie en el magnífico relato-movie “El hijo del coronel”. “El secreto del mal”, “Crímenes”, “La habitación de al lado”, el muy perecquiano “Laberinto”, “Daniela” y muy especialmente “La gira” (que en la figura del “desaparecido” rocker John Malone acaso insinúa el perfil de un nuevo fugitivo bolañista a perseguir) pueden leerse como inconclusas pero siempre esclarecedoras –en los pulsos de sus oraciones– llamadas telefónicas que su autor pensaba retomar cualquier noche de éstas marcando su número. De este modo, puede entenderse El secreto del mal (en mi opinión muy superior a El gaucho insufrible y con momentos a la altura de lo mejor de Llamadas telefónicas y Putas asesinas, ambos seleccionados y reordenados y reunidos en la antología norteamericana Last Evenings on Earth –New Directions– considerada por The New York Times como uno de los libros del año 2006) como una colección no de greatest hits pero sí de imprescindibles lados B, demos y rarezas de esas que ayudan a escuchar todavía más y aún mejor aquellos grandes éxitos.

Otra cosa muy distinta es el totémico La Universidad Desconocida presentándose como una suerte de companion post-infrarrealista hasta ahora escondido o de siamés invisible al real visceralismo de Los detectives salvajes. Porque si –como bien apunta Alan Pauls en su conferencia “La solución Bolaño”– “prácticamente ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada”, “no hay Obra” y que es precisamente debido a eso que la novela funciona como “un gran tratado de etnografía poética porque hace brillar a la Obra por su ausencia”, entonces La Universidad Desconocida es, por fin, la Obra. Mayúscula y arrasadora y aforística y, sí, sentenciosa y sentenciante. La Universidad Desconocida no es nada más que el libro más autobiográfico de Bolaño –alguien que se sentía poeta por encima de todo y en el que la línea que separa a los géneros se cruza una y otra vez como se cruzan las fronteras en sus dos novelas más voluminosas unidas por la membrana indestructible de lo epifánico– sino, también, una Divina Tragicomedia. Una suerte de íntimo Manual Para Ser Bolaño de uso limitado y de autoayuda sólo para él mismo, pero sin embargo perfecto para que sus lectores puedan rastrear los muchos y largos viajes de su inspiración. Un tractat –de ahí que este libro, además de trascendente, sea peligroso por su potencia radiactiva a la hora de tentar con reproducir un estilo inimitable que, de intentárselo, me temo que resultaría en torpe parodia– al que incautos o irresponsables tal vez interpretarán, más que equivocadamente, como un promiscuo y apto para todo público Manual Para Ser Como Bolaño rebosante de slogans y mandamientos y pasos a seguir y calcar por fans adictos compulsivos, muchos de ellos desgraciadamente más excitados por el Bolaño que maldice a Isabel Allende que por el Bolaño que bendice a James Ellroy. Después de todo, Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intenciones epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo. Casi quinientas páginas monologantes, veloces, tan subrayables y, sí, descarada y noblemente románticas que se leen y se viajan hasta experimentar esa rara forma del desfallecimiento que sólo se experimenta luego de la más plena y satisfecha de las felicidades. Páginas ya conocidas de Los perros románticos, Tres, Amberes –y otras más oscuras publicadas en antologías y revistas– encuentran aquí su sitio exacto y su posición precisa como piezas de un puzzle que ahora, por completo, no sacrifica nada de su misterio sino que lo intensifica. Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de países y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los ya habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos, resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño. Contemplándose desde adentro y desde afuera, parado frente a un espejo crepuscular o analizando su figura desde la distancia abstracta y casi sci-fi de la luz de los años transcurridos, leyendo desde la sala de lecturas del infierno o recitando mientras va poblando, amorosamente, los estantes con los libros que algún día leerá su hijo. La Universidad Desconocida –tal vez éste sea el mejor elogio posible a este libro alma-mater– se lee con el mismo asombro extático y pasmo eufórico con que alguna vez se leyó Moby Dick: otro libro raro y polimorfo y leviatánico, que no se sabe exactamente a qué especie pertenece, y que se las arregla para confundir y fundir al plan de su autor con el plano del universo.

La Universidad Desconocida arranca con un artista que está poniendo todo de su parte para que desaparezca la angustia y concluye más que feliz –y con un guiño a Dante– agradeciendo los dones recibidos a una “Musa / Más hermosa que el sol/y más hermosa/que las estrellas”.

El secreto del mal abre con Roberto Bolaño arribando a México en 1968 y cierra con Arturo Belano, quien “creía que todas las aventuras se habían acabado”, aterrizando en Berlín en el 2005. Bolaño –que murió en el 2003– escribía entonces sobre el futuro de su creación que ahora, en el 2007, leemos ya como parte de un pasado irrecuperable, de un tiempo perdido pero no por eso menos valioso.

“Mi poesía y mi prosa son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica. Ambas abominan de lo dionisíaco, ambas saben que lo dionisíaco ha triunfado”, delimitó Bolaño en otra entrevista. Ahora, en estos dos libros, el samurai romántico que se cree invicto para darse valor vuelve a desenvainar su espada y, póstumo, a presentar combate. Y, aunque Bolaño asegurase que la guerra contra “el monstruo” está perdida de antemano, nada nos impide festejar –una vez más, mientras nos queden vida y viaje– el destino triunfal de estas románticas batallas.