por Carlos Almonte
Wed, 28 Mar 2007 15:58:34 +0000
¿Quién es el viejo Dürrenmatt?
El viejo Dürrenmatt, como usted graciosamente lo llama, es un fiel amigo de gráciles cantinas. Alguna vez lo vieron sobrio, cuando joven, cuando aún creía en sus palabras, las propias, las ajenas, las que se quedan pegadas a un vaso de vino barato, las que vuelan junto al humo de las chimeneas en aquella zona tan sombría e impasible que tan bien conozco y aún mejor recuerdo. Muchas veces lo llamé a los gritos, pero nadie respondió; era un poco sordo, me enteraría con los años. Muchas otras silencié al mismísimo crepúsculo al recordarlo encima de una mesa, codos tristes, concluídos, se diría, producto arisco y en debacle de un amor maldito, como todos tenemos por lo menos una vez, como él lo tuvo, como yo lo tuve, como usted probablemente lo ha tenido. Un mal amor provoca eso y más. Las noticias ya lo dicen. Otra vez, y ya desde el infierno, me escoltó en un viaje. Era un tibio sol, ausente apenas, el que consolaba mis emblemas. Me acompañaba el mal amor, ya lo dije, malo de maldad absoluta. Aún así, el viejo Dürrenmatt supo trasquilar en algo aquellas venas. Suturar heridas. Caminar por las orillas. Recibir la lluvia en pleno rostro. Verla dormitar y enamorarme del vacío, de una noche, de una persona entristecida y, para colmo, partida a la mitad.
Podría aburrirla incluso más, comentándole de aquella tarde-noche en que avivó cenizas de otro fuego. Canté versos, palabras inconexas; canté a las flores negras, opacas o tardías. Me embauqué y volví a creer. Me perdí, me restregué y aún así no me convencí de nada. Ni el final de aquella historia que escribía entonces, ni los frágiles comienzos de hace tanto. En tan espléndida ocasión leí de sus labios las palabras sabias de mi viejo amigo: Más vale un sitio en blanco que el demonio dando vueltas ahí afuera... Como sea, prefieriría no hablar más de esto. Sin embargo usted me lo ha pedido, y continuaré todavía un poco más.
Efectivamente, él es ya un anciano. Hay quien dice que está muerto, pero ¿qué es estar muerto para alguien como él? ¿Existe realmente la ausencia total? ¿Y las cartas, hojas, versos, líneas e historias inconclusas? ¿Y las voces que resuenan por la tarde, a partir de un mal recuerdo, a partir de risas estertóreas, de caminos que conducen al despeñadero? ¿Es así como se olvida a un viejo amigo? ¿Es así como se le retribuye tanto esfuerzo, talento, inteligencia y la certeza de vaivenes y rudezas?
En mi opinión, mi viejo amigo me acompaña ahora, como siempre, desde aquella imagen (teñida ahora de humo, quizás, o de la distancia; acaso producto del alcohol), su voz tranquila, sus manos juntas, separadas sólo al momento de coger un vaso, hablando en voz callada, quieta, responsable; repitiendo ideas de esas huellas que no llegó a recorrer hasta el final.
En ese idioma -que todos conocemos- apenas le oigo los finales, una carreta en exacto destartalo, una bandada de aves dirigiéndose hacia climas cálidos, él recostándose en la hierba, tal vez un pie en el río, tal vez leyendo, tal vez quedándose dormido bajo la sombra de una añosa encina...
El viejo Dürrenmatt, como usted graciosamente lo llama, es un fiel amigo de gráciles cantinas. Alguna vez lo vieron sobrio, cuando joven, cuando aún creía en sus palabras, las propias, las ajenas, las que se quedan pegadas a un vaso de vino barato, las que vuelan junto al humo de las chimeneas en aquella zona tan sombría e impasible que tan bien conozco y aún mejor recuerdo. Muchas veces lo llamé a los gritos, pero nadie respondió; era un poco sordo, me enteraría con los años. Muchas otras silencié al mismísimo crepúsculo al recordarlo encima de una mesa, codos tristes, concluídos, se diría, producto arisco y en debacle de un amor maldito, como todos tenemos por lo menos una vez, como él lo tuvo, como yo lo tuve, como usted probablemente lo ha tenido. Un mal amor provoca eso y más. Las noticias ya lo dicen. Otra vez, y ya desde el infierno, me escoltó en un viaje. Era un tibio sol, ausente apenas, el que consolaba mis emblemas. Me acompañaba el mal amor, ya lo dije, malo de maldad absoluta. Aún así, el viejo Dürrenmatt supo trasquilar en algo aquellas venas. Suturar heridas. Caminar por las orillas. Recibir la lluvia en pleno rostro. Verla dormitar y enamorarme del vacío, de una noche, de una persona entristecida y, para colmo, partida a la mitad.
Podría aburrirla incluso más, comentándole de aquella tarde-noche en que avivó cenizas de otro fuego. Canté versos, palabras inconexas; canté a las flores negras, opacas o tardías. Me embauqué y volví a creer. Me perdí, me restregué y aún así no me convencí de nada. Ni el final de aquella historia que escribía entonces, ni los frágiles comienzos de hace tanto. En tan espléndida ocasión leí de sus labios las palabras sabias de mi viejo amigo: Más vale un sitio en blanco que el demonio dando vueltas ahí afuera... Como sea, prefieriría no hablar más de esto. Sin embargo usted me lo ha pedido, y continuaré todavía un poco más.
Efectivamente, él es ya un anciano. Hay quien dice que está muerto, pero ¿qué es estar muerto para alguien como él? ¿Existe realmente la ausencia total? ¿Y las cartas, hojas, versos, líneas e historias inconclusas? ¿Y las voces que resuenan por la tarde, a partir de un mal recuerdo, a partir de risas estertóreas, de caminos que conducen al despeñadero? ¿Es así como se olvida a un viejo amigo? ¿Es así como se le retribuye tanto esfuerzo, talento, inteligencia y la certeza de vaivenes y rudezas?
En mi opinión, mi viejo amigo me acompaña ahora, como siempre, desde aquella imagen (teñida ahora de humo, quizás, o de la distancia; acaso producto del alcohol), su voz tranquila, sus manos juntas, separadas sólo al momento de coger un vaso, hablando en voz callada, quieta, responsable; repitiendo ideas de esas huellas que no llegó a recorrer hasta el final.
En ese idioma -que todos conocemos- apenas le oigo los finales, una carreta en exacto destartalo, una bandada de aves dirigiéndose hacia climas cálidos, él recostándose en la hierba, tal vez un pie en el río, tal vez leyendo, tal vez quedándose dormido bajo la sombra de una añosa encina...
Mi viejo amigo, en pleno ejercicio laudatorio
¿Dónde está la plaza Turquía?
Esta es la más sencilla de cuantas interrogantes han surgido a lo largo de este enigma. Aunque cierto hecho, acaso curioso, se explicita a través de estas páginas, la obviedad de un asentamiento tal, permite su ubicación inmediata, sobre todo teniendo en cuenta la cercanía epistolar que ambos hemos mantenido a lo largo de estos años. Los atlantes ocupaban los nexores telepáticos. Los sumerios el poder de los recuerdos. Ciertas tribus amazónicas disectan el cariño en el olvido. La verdad es que la ecuación incluye ciertas equis ya en despejo, y una que otra interrogante que se acerca en la intuición.
Equidistante, reposando en el borde superior de una cinta de Moebius, amparaba sedes intranquilas aquel sitio histórico, frecuente, poblado de seres tan nocturnos como la misma noche. Dicen que fue visto un viejo poeta –ése que cambiaba versos por lanares y tendidos de alimentos-, gritando a voz en cuello una cruel historia de fantasmas, muertes que acechan a un metro de distancia: “Por eso camino agachado, siempre muy bajito”, decía ya sin miedo, “...para que la muerte no me alcance, la muy puta”. No era el primero que mentaba un ardid de aquellas layas. Otros cuatro ancianos, de la misma o peor estofa, compartían más que teorías bajo el brazo.
Varias noches con sus días han pasado ya de aquello. Desde afuera la avenida se aparece igual que otras: casas, edificios, transporte público y privado, tiendas de confites y ese viejo de bigotes afelpados, viejo adusto-almidonado que se enfrenta a quien lo acepte, en reñidos juegos de ajedrez. Todo concuerda, las personas llevan maletines y confianzas apretadas en la espalda, todos con el paso firme hacia ninguna parte. Nadie sospecha lo que allí sucede en realidad; hordas que emergen desde el subterráneo, y a unos metros, tan sólo, su mirada enorme, vasta como el trágico desierto, árida como un glaciar.
Una montaña apenas encimada en la costumbre. Mustafa Kemal Atatürk observa siempre desde el mismo sitio. Las personas suben, recorren, descienden, conversan, beben, se besan, se toman de las manos, pasan juntos la mañana, hablan de los perros, de cine, de poesía; hablan de proyectos que no acaban. Cada tanto ocurre un accidente, nada grave, y el agua de sus fuentes clama por el próximo verano, aún más seco y árabe.
Fue en aquel lugar que dibujé su rostro una mañana. Fue en aquel lugar que me vi envuelto en lozas y vapores del alcohol, cosa rara. Fue hacia aquel lugar adonde encaminó sus pasos esa noche, perdiéndose en la oscuridad más negra vista en años. Lo sé porque la vi desde mi asiento predilecto en aquel sitio de matices específicos. Cruzó la calle sin mirar, con lobreguez indígena, la enormidad, el silencio. Todo se mezcló en esa imagen que de pronto me visita. No escuché palabras. No me interesó más que el sitio exacto, remarcado a tientas en el mapa, por el que ingresó y cruzó a la próxima frontera.
Aún estoy acá. Aún la observo caminar.
¿Será pósible regresar y volver a reingresar a voluntad? Es una información que usted conoce y que tal vez quisiera compartir conmigo. Supongo que es posible, de no ser así, no sabría a quien le escribo ahora.
De norte a Sur, después de Hamlet, La Gioconda y el Trovador, junto a Jean Mermoz (-Aubenton, 1901 - Atlántico Sur, 1936-. Aviador francés. Pionero, junto con Guillaumet, de la línea Río de Janeiro-Santiago de Chile. Estableció la primera línea postal entre Francia y América del Sur. Desapareció en el Atlántico, cuando volaba a bordo del hidroavión Cruz del Sur). En esta ilustración le han adjudicado otro nombre (uno de mujer), con tal de mantener el espacio incólume, libre de fanáticos y seguidores excéntricos.
¿Es en el tronco de la encina de esa plaza donde está escrito ese refrán árabe que habla de justicia y de perdón?
En aquella plaza ya no existe aquel refrán. De hecho, jamás bendijo a nadie desde esas coordenadas. Lo sé, supongo que en parte, y sólo en parte, contesto a su pregunta. Ya sabe usted el más sabio y más antiguo de todos los consejos. No puedo revelar su ubicación, tan sólo acompañarla hasta el más correcto de los sitios y esperarla, desde lejos, con prudencia hasta que regrese envuelta en llamas, volando sobre nubes o ya completamente desaparecida (el lugar existe).
Tres notas de importancia relativa
Nota 1: Un día miércoles se cumplirán vuestros deseos. Los más ocultos. Los que puede y quiere develar. Los mayores y menores. Los que aún no llegan.
La Nota 2 habla acerca de posibles conexiones numerarias. Es sabido el claro efecto del par doble. Habla de un desdoblamiento, de personas, personajes y otredades. Es como si, en efecto, usted fuera una ilusión -y en tal caso yo estaría hablándole a una ilusión-. Por otro lado habla de parejas, dualidades, sin embargo no de ambigüedades. Lo que me invita a considerar alguna posibilidad, y, por tanto, desechar algunas otras. En toda selección hay discriminación. Una vez más el yin y el yang. En todo nacimiento hay muerte. Ya lo dijo el jovencito al interior del lago infestado en peces muertos. Se podría hablar de dobles -¿Borges se presenta una vez más?-; aunque yo prefiero hablar de reflejos, más que de ilusiones, de una identidad incrustada.
Nota 3: Que la suma final represente al cero implica a la vez, es evidente, al infinito. Es la llegada al centro, a la matriz, al origen de la poesía, por otros llamados el om. Por eso aquella noche investigamos juntos, merodeamos, nos inmiscuímos apenas hasta el borde, nos asomamos. Ya es hora de traspasar los límites, de pasar al otro lado.