lunes, 26 de noviembre de 2007

Roberto Bolaño y la Literatura Mexicana: Un acto de reconocimiento

por Christopher Domínguez Michael
El Mercurio, 19.07.2003










La más persuasiva de las novelas mexicanas de los últimos años la escribió un chileno: Roberto Bolaño. Los detectives salvajes (1998) es esa odisea latinoamericana que esperábamos y como tal no puede ser sino una reflexión sobre la literatura. Esta novela incluye muchos libros que iré comentando a lo largo de este ensayo. Pero me interesa comenzar diciendo que Juan García Madero, el joven aficionado cuyo diario abre Los detectives salvajes y cuyo testimonio cierra magistralmente la trama, representa a ese Ser Inmaduro -para usar las mayúsculas caras a Witold Gombrowicz- que es todo joven aficionado a las letras, creatura que enfrenta velozmente tanto el aprendizaje sexual como la admiración vicaria por una comunidad literaria. Al narrar las insensatas aventuras de los fantasmales y trashumantes jefes del realvisceralismo -caricatura de todas las vanguardias-, Bolaño presenta una hipóstasis de la condición del escritor contemporáneo.

Los detectives salvajes es una novela de la literatura, un relato detectivesco, un cadáver exquisito, una novela en clave y una clave para descifrar. Entre el radicalismo político y la ansiedad erótica, a través del viaje interior y de la fuga geográfica, muchísimos escritores latinoamericanos han sido Ulises Lima y Arturo Belano, es decir, sicofantes de Rimbaud y de Marx, editores marginales, desaparecidos poéticos, traficantes ocasionales, detectives a la búsqueda de un Grial que, oculto en la tradición literaria, otorgue sentido a las variadas formas de fracaso inherentes a la literatura.

Roberto Bolaño vivió en México en los años setenta del siglo XX. Nunca ha regresado. Los detectives salvajes es, también, un libro sobre México y acaso la novela más importante que un extranjero haya escrito sobre este país desde Bajo el volcán (1949), de Malcolm Lowry. La certeza irónica de su mirada, la prodigiosa memoria con la que reconstruye el habla chilanga y la forma en que destaca a Ciudad de México como una de las capitales culturales del planeta me llevan a hacer semejante afirmación. O quizá mi confianza en sus poderes se deba tan sólo a que Bolaño ha sido el único autor que yo conozco que ha sido capaz de reparar en que la "noche patialba del DF es una noche que se anuncia hasta el cansancio, que vengo que vengo pero que tarda en llegar, como si también ella, la mendiga se quedara a contemplar el atardecer, los atardeceres privilegiados de México...".

Comenzar un ensayo sobre la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX exaltando una novela chilena, más que una provocación, es un acto de reconocimiento: las literaturas nacionales, hijas ancianas del romanticismo decimonónico, están muertas. Y el problema de la crítica es no haber sabido enterrarlas. Parto, así, de una incomodidad. Me molesta hablar de "literatura mexicana" tanto como de literatura colombiana o, inclusive, de literatura francesa, pero la meditación sobre el espacio nacional sigue siendo una de esas obligaciones cuyo cumplimiento se espera del crítico. Y esa esperanza es aún más fuerte en literaturas como la mexicana, que aunque sus grandes escritores (Vasconcelos, Reyes, Revueltas, Paz) fueron universalistas, todavía defienden, de una manera no por rutinaria menos irritante, un discurso identitario. En Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, me propuse seguir el hilo de Jorge Cuesta y afirmé, apoyándome en la autoridad de nuestros clásicos modernos, que nuestra literatura es un conglomerado de tradiciones cuya localización carece de misterio: la cultura occidental.

Nuestros mestizajes y nuestros sincretismos (si es que utilizar este último término en crítica cultural no expresa una imperdonable falta de rigor) no son ontológicamente superiores a los sufridos por los galos cuando entraron en contacto con el imperio de Roma. Somos, como lo dijo Arturo Uslar Pietri y lo desarrolló Octavio Paz, el Extremo Occidente. La crítica francesa Pascal Casanova, en La república mundial de las letras (1999), inclusive despoja a nuestra literatura de la ortodoxia de Herder: los latinoamericanos, como los angloamericanos, tuvimos un romanticismo tan débil porque no estaban en juego la defensa de una lengua o de una religión. Los americanos somos herederos legítimos de Shakespeare y de Cervantes, de los puritanos ingleses y del Concilio tridentino. Sor Juana y Melville, Rubén Darío y Whitman pertenecen al canon universal antes que a cualquiera de las literaturas nacionales. En los siglos XVI y XVII, a su vez, a las lenguas precolombinas les fue imposible acumular un capital literario traducido alfabéticamente, de tal forma que la gran literatura americana escrita en inglés, español o portugués, queda también fuera del campo semántico de los estudios neocoloniales.


Pero desprovistos del monopolio del exotismo, provenga del viejo nacionalismo romántico o del multiculturalismo académico, ¿no corremos el riesgo de sustituir un concepto tan vaporoso como la mexicanidad por una apelación al universalismo que a menudo resulta antinómica? El riesgo existe: si todos somos universales, nadie lo es. Pero hace rato que dio la hora de asumir las consecuencias de la famosa frase de Paz en El laberinto de la soledad: de qué manera hemos sido contemporáneos de todos los hombres.


Leyendo Los detectives salvajes, de Bolaño, pude comprobar cómo la disolución de las literaturas nacionales en América Latina vuelve más hermosa y compleja la tarea de trazar las fronteras imaginarias que cruzan la literatura mundial. Antes de continuar debo aclarar, sin temor a incurrir en la obviedad, que la literatura moderna es mundial desde hace varios siglos, desde ese momento paradójico en que el latín fue sustituido por las lenguas vernáculas. Desde Dante, Petrarca hasta Voltaire y Goethe tenemos un desfile de escritores internacionales; fue el siglo XIX la época que cultivó a la literatura como supuesta exaltación del genio nacional. Y curiosamente, el nacionalismo de los románticos alemanes o de los reaccionarios franceses se volvió material de exportación, munición europea para dotar a las desabastecidas artillerías de los países periféricos. El romanticismo fue una cultura internacional, como lo fue el elogio del francés de Joaquim Du Bellay, enmarcado este último en ese capítulo de la vida europea que fue la querella entre los Antiguos y los Modernos. Que nadie se engañe: la historia de la literatura como horizonte mundial es vieja y sólo tiene, hoy día, una relación episódica o fenoménica con esa palabreja con aspecto de señora gorda que divulgan los políticos y los periodistas: la globalización. Esa globalización tiene, qué duda cabe, su international fiction o world literature, que a menudo es la capacidad para decir en distintos idiomas la misma imbecilidad al mismo tiempo. E inclusive, las recetas del éxito editorial actual reproducen -en una escala planetaria que un Eugene Sue, el exitoso rival de Balzac en 1850, jamás habría soñado- la vastísima epidemia del folletón romántico.

Posdata

El texto anterior lo escribí en abril de este año como parte de un libro en preparación. No sé si la precoz muerte de Roberto Bolaño le dé mayor o menor sentido a estas líneas. Sólo quisiera sumarme a esa sensación que viaja de Barcelona a Santiago de Chile, pasando por México, Caracas y París, de que con la muerte de Bolaño hemos perdido a uno de los escritores en verdad grandes de la lengua española. Y un amigo, a quien le comenté la muerte de Bolaño tan pronto me enteré, me dijo, "un escritor mexicano que nunca regresó a México". Es impropio posesionarse de los muertos, pero dado que no conocí a Bolaño ni fui su amigo, me atrevo a decir que pocas literaturas lamentarán tanto su desaparición como la mexicana. Una edición anotada de Los detectives salvajes sería, qué duda cabe, un suculento paseo por la historiografía literaria de hace treinta años. Pero la esencia, como traté de decirlo más arriba, está en las extrañas maneras mexicanas de Bolaño, resultado de una vida del espíritu entre nosotros que duró el tiempo exacto para evadir tanto el enamoramiento como el odio, o peor aún, la rutina. Durante los años setenta la historia quiso que cierto México y cierto Chile desarrollaran lazos profundos. En literatura, Roberto Bolaño fue el fruto más inesperado e imperecedero de ese accidente.