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15.04.2008
Ce texte fait suite à ma longue critique de 2666.
Estimado Juan.
Tu texto en torno a 2666 de Bolaño ha inspirado la escritura de estas palabras sueltas que te hago llegar con total admiración por tu pluma ácida, valiente y punzante. Tienes total razón al referirte, del modo que los has hecho, al ejercicio de la pseudo crítica literaria. Yo me sumo y meto en el mismo saco a los «literatosos de Chile», como los bautizó el gran poeta Gonzalo Rojas. En mi país, la crítica no ha muerto, pues nunca ha nacido.
Esta larga faja de tierra siempre ha querido vivir a la sombra de Europa, agazapada como ave carroñera ante un cadáver que no le pertenece. Nuestros intelectuales, en el nacimiento de la República, quisieron remedar el modelo francés academicista, convirtiendo a la capital en una frágil maqueta de París. Vestían, fumaban, fornicaban, escribían, pintaban, esculpían y defecaban como un señorito francés. No sin cierta vergüenza, debo decir que en 1922 tuvimos una circense parodia de estertores vanguardistas, llamada Grupo Montparnasse, que pintaba a la manera del Cézanne juvenil, en la misma época en que el Gran Vidrio de Duchamp se trizaba en dos fragmentos.
En 1938, intentando darle respiración boca a boca a una poesía chilena, que creían agonizante, un hato de jóvenes escritores parió forzosamente al Grupo Mandrágora, remedo aún más vergonzoso del surrealismo bretoniano. En los textos de esta cofradía de saltimbanquis no hubo ni libertad, ni automatismo, ni belleza convulsa. La obra mandragorista se erigió como el patético maquillaje de una anciana que niega su inaplazable muerte. Braulio Arenas, uno de los fundadores del grupo, confundió la poesía nictálope de San Juan de la Cruz con dar palos de ciego a las letras sudamericanas, la nocturnidad del sturm und drang fue reemplazada por una suerte de bohemia santiaguina, en la cual la embriaguez poética era más etílica que literaria. Los jóvenes mandragoristas, en sus ejercicios falsamente automáticos, se fueron haciendo cada vez más adeptos al innovar por innovar, olvidándose absolutamente de la poesía y de las palabras de Breton: «Je ne suis pas pour les adeptes. Je n'ai jamais habité au lieu dit La Grenouillière. La lampe de mon cœur file et bientôt hoquette à l'approche des parvis…».
Este escenario, tan alejado de la capital del dolor de Paul Eluard, no es muy distinto a lo que se vive hoy en las letras chilenas y en el fallido intento de crítica literaria contemporánea. La fauna es similar a la que tú disectas con tanta precisión en Stalker. Tal vez, yo le agregaría unos cuantos especímenes más: la literatura gay que sangra por una herida que no quiero nombrar, la narrativa de las feministas que, amargadas ante la ausencia de másculo, usan la pluma como un consolador masturbatorio, los falsos barroquistas que intentan imitar a Faulkner con menos suerte y oficio que García Márquez, los que se parapetan tras el manoseado concepto de intertextualidad, porque en el fondo no tienen nada que decir, los que utilizan una extrema opacidad semántica para disfrazar la ausencia de sentido, la crítica onanista que se ha vuelto ciega de tanta autocomplacencia… En fin, la lista es interminable y George Steiner tenía razón: «Al mirar hacia atrás, el crítico ve la sombra de un eunuco. ¿Quién sería crítico si pudiera ser escritor?
Comprendo perfectamente que tu lectura de 2666 sirva para seguir denunciando a toda esa mierda institucionalizada que huele al vómito de la habitación de Oscar Fate. Sin embargo, celebro ante todo tu capacidad de mostrarnos esta novela desde una mirada profundamente filosófica. Y es desde ese sitial donde yo también deseé leerla.Creo que cualquier intento de análisis de la novela 2666 estará continuamente acechado por el fantasma de Bolaño, el cual en todo momento nos recordará que hay un fondo irreductible en sus palabras, el resto es silencio. Sólo la pulsión de querer ser parte de la Zona, me aguijonea a intentar un tímido acto de interpretación. «Algo recogeré», afirma Borges al final de El Aleph, luego de comprender que «el problema central es irresoluble: la enumeración siquiera parcial de un conjunto infinito» (Borges, 1961, pág. 164).
Benno von Archimboldi dejó una huella, que aquellos cinco miserables críticos obsesivos intentan buscar por un camino que el escritor errante jamás recorrió. Ellos no han renunciado a la voluntad de dominio ni al ego cartesiano, no se han atrevido a la apostasía de la razón, por eso no pueden guardar silencio, transformándose en sujetos vacíos y adversos al misterio de su propia creación. Aludo a la palabra misterio, ya que gran parte de la maestría de la novela de Bolaño reside en la capacidad de sacar al yo de los límites de su despótica supremacía de querer explicarlo todo o, lo que es aún peor, de creer que todo posee una explicación. No en vano, Bolaño, en su primer Manifiesto Infrarrealista escribió: «Chirico dice: es necesario que el pensamiento se aleje de todo lo que se llama lógica y buen sentido, que se aleje de todas las trabas humanas de modo tal que las cosas le aparezcan bajo un nuevo aspecto, como iluminadas por una constelación aparecida por primera vez. Los infrarrealistas dicen: Vamos a meternos de cabeza en todas las trabas humanas, de modo tal que las cosas empiecen a moverse dentro de uno mismo, una visión alucinante del hombre» (Déjenlo todo, nuevamente. Primer Manifiesto Infrarrealista, México, 1976).
Quienes han querido leer 2666, anteponiéndole a Bolaño el rótulo de ateo, apenas pueden acercarse a una milésima parte de esta novela. Si el ateísmo se manifiesta como un solitario tránsito entre el silencio de Dios y el silencio ante Dios, entonces Bolaño ha sabido expresar aquel anonadamiento que produce la huella de un Creador ausente. «Para llegar al punto que no conoces – aconseja San Juan de la Cruz – debes tomar el camino que no conoces» (Obras completas, 1964, pág. 867).
Cada personaje de 2666 está realizando un viaje de descentramiento en el cual no existe conciencia del punto de partida ni del destino. El secreto que esconde el libro colgado en el tendedero de Amalfitano, a manera de hipóstasis melancólica, nos remite a un ritual vaciado de intención y fundamento. Es cierto, como tú afirmas, que esta obra nos evoca otras novelas, ahí radica gran parte de su genialidad; pero, también, nos enfrenta a una serie de discursos que han sido parte de la tradición filosófica occidental. Bolaño ha sabido simbolizar en cada uno de sus personajes al escéptico, al racionalista, al relativista, al empirista, al hedonista y, por sobre todas las cosas, a aquel individuo, representado por Fate, que no ha podido olvidar las palabras de su madre muerta: «Sé un hombre y carga con tu cruz» (Bolaño, 2004, pág. 299).
En Fate se conjugan las miserias de todos los otros, él es la encarnación fiel de una condición humana que, olvidándose de lo sagrado, concibe la vida como un «hueco que hay que llenar». En este sentido, Bolaño le otorga a la trascendencia un espacio indeterminado, sin negarla, la lleva al plano de la ausencia, a un horizonte que está oculto tras la necesidad de un hombre de carne y hueso que sólo es sensible a la angustia de la propia contingencia.
El relato de la película filmada por Robert Rodríguez, donde aparece una suerte de «puta agonizante» y luego una muchacha y tres tipos «que primero le hablaban al oído y luego la follaban» es uno de los fragmentos más bellos de la novela. «Pues la belleza –como afirmaba Rilke– es aquel grado de lo terrible que todavía podemos soportar» (Elegías de Duino, 1984, pág. 83). Cuando la joven está en la cúspide de su orgasmo, mira a la cámara y, en ese momento de complicidad, el narrador describe la escena: Por un instante toda ella pareció brillar, refulgieron sus sienes, el mentón semioculto por el hombro de uno de los tipos, los dientes adquirieron una blancura sobrenatural. Luego la carne pareció desprenderse de sus huesos y caer al suelo de aquel burdel anónimo o desvanecerse en el aire, dejando un esqueleto mondo y lirondo, sin labios, una calavera que de improviso comenzó a reírse de todo» (Bolaño 2004 : 405-6). El carácter evanescente del cuerpo de la joven, que se transfigura en un éxtasis casi místico, nos sumerge en un clima sacro que se esfuma y da paso a la muerte, a la ciudad y a una habitación que parece contener el abismo donde el hombre es capaz de reconocerse en su frustración por no poder ver más allá. El relato de la película se suspende abruptamente cuando la cámara se acerca a lo indeterminado: «Un pasillo. El cuerpo de una mujer semivestida, tirado en el suelo. Una puerta. Una habitación en completo desorden. Dos tipos durmiendo en la misma cama. Un espejo. La cámara se acerca al espejo. Se corta la cinta» (Bolaño, 2004, pág. 406).
«Nos hemos acostumbrado a la muerte» (Bolaño, 2004, pág. 337), pero aún tememos ver nuestro rostro reflejado en un espejo. La cámara se apaga ante el desasosiego de un espíritu que se desprecia a sí mismo. Quizá, esta novela nos muestra en demasía y descarnadamente lo que estamos siendo, nos evidencia nuestra incapacidad de suspender el miedo. Al igual que las grandes obras de la música, que nos advierten que lo inefable se presta a ser oído, pero no descifrado, 2666, liberada de toda sujeción a una anécdota, nos enseña que «hay una elocuencia del silencio que penetra mucho mejor de lo que el lenguaje podría hacer» (Blaise Pascal, Pensamientos, 1984, IV, pág. 293).