Viajesdeescritorio.blogspot.com, 15.03.2009
Ahora que el nombre de Roberto Bolaño resuena en los pabellones auditivos de transeúntes literarios en España, América Latina, Estados Unidos, Australia y otras latitudes donde sus libros han sido editados y traducidos, aparece en su natal Chile un libro hecho no para esos lectores arrasados por la ola de su reciente popularidad; sino para quienes después del primer chapuzón quedaron embebidos, empapados, resfriados y contagiados de ese virus que se aloja en su narrativa.
Bolaño antes de Bolaño, Diario de una Residencia en México 1971-1972 (Catalonia, 2007), escrito por el poeta Jaime Quezada, recoge los pasos perdidos del joven Roberto desde cuando ambos se conocieron a muy temprana edad en Chile, hasta cuando el autor de este libro se alojó en casa de los Bolaño, en el DF, y compartieron lecturas, experiencias y una máquina de escribir portátil marca Royal que Bolaño usaba por las tardes, en tinta negra, y Quezada por las mañanas, en tinta roja.
Este Bolaño personal que Quezada recuerda tiene fobia a los ascensores al igual que Juan Rulfo, fuma Delicados y Faritos, conoce México por la televisión, lee a los escritores contemporáneos y empieza a mostrar su desdén por ciertos matices de la política, su imparable afán lector, sus dos primeros poemas, brevísimos, que viajan a Chile para publicarse en una revista cultural y su inédita obra de teatro con la que comenzó a participar en concursos literarios.
Roberto entrega su obra de teatro de un acto y un personaje principal. Me quedo sorprendido cuando el funcionario de la embajada pregunta por el título de su obra. “El sombrerero loco”, responde muy resuelto y muy seguro Roberto. Digo sorprendido porque nada me había dicho Roberto de ese cambio de título para su obra. (...) “Nada de extraño”, me dice Roberto. “El título da lo mismo. Vino anoche un topo y me comió el título, entonces le puse otro (...)".
Si bien el libro es un recorrido por la memoria de aquellos días que Quezada pasó con el joven Roberto —once años menor— es también el testimonio de una época que marcó a sangre y fuego a muchos intelectuales latinoamericanos, quienes no terminaban de sacudirse del remezón de la ideología cubana, y que veían en el gobierno socialista de Salvador Allende y el Premio Nóbel de Pablo Neruda el destello fugaz de un sueño.
Justamente aquel acontecimiento que fue la consagración de Neruda forma el marco histórico de las vivencias del intelectual consagrado (Quezada) y el aún bisoño autor (Bolaño) que se adentraba en libros como Rayuela, Ulises y En busca del tiempo perdido con infantil asombro, y que tenía en su amigo Quezada al trotamundos que él no se terminaba por animar a ser, prefiriendo el viaje solitario por las páginas de Parra, Joyce y Fuentes a ritmo de rock.
Roberto, que permanece en su casa en un obstinado encerramiento lectural, irá poco a poco entusiasmándose, hasta compartir conversatorios y tertulias en su misma casa, y otras veces en los recitales del taller en sus actividades públicas. Allí irá conmigo como un muchacho que empieza a asomarse en la vivencialidad literaria y cotidiana de lo mexicano. Él, que no bebe una gota de alcohol, sino leche o licuado de frutas, tiene la voluntad y la paciencia de estar en la mesa siguiendo los juegos de dominó, haciendo un barquito con la servilleta de papel, compartiendo el entusiasmo del grupo al unísono levantar de las copas:
Para todo mal, mezcal.
Para todo bien, también.
La empatía manifiesta entre los dos, que tiene momentos de alegría (cuando se enteran del premio de Neruda y se abrazan y celebran) y que tiene otros del más franco reproche amistoso (cuando Quezada le corrige el modo de hablar siempre empezando en negativo), produce un clima agradable y de complicidad con el lector, quien asiste como testigo privilegiado al anecdotario y las conversaciones de entre casa de ambos personajes.
Después de todo me he ido acostumbrando a un Roberto capaz de las cosas más inverosímiles e insospechadas. Puede sacar gatos de un sombrero cuando uno esperaba liebres o palomas. Nunca uno sabe por dónde puede aparecer con situaciones curiosas y extrañas, y hasta ridículas y extravagantes.
Pero el libro es además un paseo por las amistades literarias de Quezada, quien conversa con Juan Rulfo, recibe un libro autografiado de Juan José Arreola, saluda a Octavio Paz y visita al muralista mexicano David Alfaro Siqueiros ante la a veces displicente mirada de Bolaño, ausencia por desinterés o su más sentido asombro. “¡Tremendo y único este Siqueiros!”, dice Quezada, a lo que Bolaño responde: “Sí, delirante y tierno como a veces mi padre”.
Y es que la figura de León Bolaño prefigura lo que después pasará a ser el universo literario de Bolaño, un mundo sin patria, al punto de ser expulsado de Chile por su acento y apariencia extranjerizante; un mundo que en su juventud le permitía celebrar en México, junto a Quezada y su familia, un dieciocho de septiembre con todas sus tradiciones, bandera, cueca y ponche incluidos.
En las páginas de Quezada se aprecia también el afecto que cultivó por los Bolaño y la sentida despedida que se dio con Roberto, quien le regaló una palomita de cerámica de Tonalá para que tenga un buen viaje de regreso a Chile. “No podré olvidarme de este México porque vivo su nostalgia y su presencia”, escribe en su diario Quezada, quien antes de partir recibe una petición del amigo entrañable: “Y no te olvides de ir a visitar a mi abuela a Quilpué”.