Brecha, Uruguay. 09.01.2009
La vi por primera vez cuando bajó del ómnibus de Borderre, pocos días antes del comienzo de las clases, a mediados de marzo de 1945. Venía con otra maestra de Durazno, Ilia Irigoin, que se ocuparía del primer año escolar. Yo estaba deseosa de saber cuál sería mi maestra de segundo año y allí estaba Alcira, a la que todos llamaríamos señorita Mima. Era una mujer alta, esbelta, de cabellos largos, con los clásicos bucles “rellenos” de la época y muy joven.
Había nacido en Durazno en 1923 y tenía por el lado paterno ascendencia francesa. Su bisabuelo Pedro Soust había llegado al país a fines del siglo XIX, dejando algún hijo en Buenos Aires y una hija monja en un convento de Francia. El abuelo Nicolás tuvo un solo hijo –Alcides, su padre–, casado con Angélica Scaffo en la ciudad de Durazno, donde Alcira vivió y estudió en sus primeros años y luego en el Instituto Normal de Magisterio.
Obtuvo una ayudantía interina en la escuela donde mi padre era director. La Escuela Granja número 43 de Chileno Grande está en la ruta que une la vieja terminal de ferrocarril de Estación Blanquillo, de Durazno, con el pueblo de San Gregorio de Polanco, en la costa norte del Río Negro. El ómnibus, que se ve en la fotografía, era un nexo clave en la zona, ya que cubría la ruta 43 llevando cartas, diarios, encomiendas y pasajeros que viajaban en el “motocar” rumbo al sur y los que venían de regreso a San Gregorio. El cruce del río por el paso Romero se hacía, y se hace aún hoy, en una balsa para personas, ganado, caballos y vehículos.
El año anterior Alcira había ocupado el mismo cargo, por lo cual conocía ya a todo el vecindario y a algunos niños que habían sido sus alumnos. En segundo año nos sentaban a ocho niños en unas mesitas bajas, dos de cada lado. Mima asignaba los lugares. A mi lado se sentaba Elisa Bude, que era una niña negra-mulata que además de ser muy inteligente era su favorita. Yo era la hija del director y Elisa venía del pueblito de Las Cañas, lo que en la época se llamaba “pueblo de ratas o rancherío”. Pienso que no era casual que nos juntara a las dos. Yo sentía que nos privilegiaba a ambas y no competíamos por el cariño de la maestra; eso me gustaba. Hoy pienso que aquello tal vez intentaba darle al grupo un sentido igualitario. Cuando años después volví con mi marido a ver la escuela del Chileno –algo que me había prometido en el exilio– me conmovió encontrar un pensamiento de Varela, escrito en la galería de la escuela, respecto al temprano ejercicio de la igualdad, desde las “bancas” de la escuela pública. Y pensé en Mima.
El horario escolar era más extendido, porque todos los niños recibían el almuerzo en la escuela. En la tarde teníamos que hacer “labores”; en mi caso un tapiz en punto cruz que penosamente me llevó meses terminar... Alcira eligió para mi trabajo, en una revista de diseños, un motivo un poco extravagante o al menos exótico (que aún conservo). Era un sultán o maharajá cruzando el desierto sentado en una litera, en un elefante asiático y custodiado por tres hombres de a pie, con turbantes y antorchas en alto. Pero lo más complejo, que era la alfombra persa de muchos colores donde se apoyaba la litera sobre el lomo del elefante, la bordó Mima en mi lugar. Había en ella un interés particular por otros mundos, por otras culturas, y además era creativa y original. Como trabajo de fin de curso hizo con sus manos, a cada uno de sus discípulos, un libro de cuentos en cartulina, muy ingenioso en su factura, con casitas pintadas por ella en tinta china roja, que se desplegaban y plegaban al abrir y cerrar el libro; y nosotros redactábamos el cuento.
Alcira escuchaba música centroamericana. Cantaba: “Itsmo de Tehuantepec, maderos que cantan con voz de mujer...”, y lloró amargamente –según recuerda mi madre– cuando se le rayó con la púa de la “ortofónica” un disco de boleros que le había regalado un ser querido. La recuerdo también cantando la vieja canción española “Las cosas del querer” que hoy canta Ángela Molina. Era soltera y tenía amor –no correspondido– por un primo: Washington Corbo, al que llamaban Tom. Cuenta su hermana Sulma que “se peleaban mucho por carta. Ella se hacía la enferma y lo mandaba buscar; ¡y lo recibía con la cara blanquísima y unas enormes ojeras pintadas!”. También amaba los caballos; tuve hasta hace poco tiempo una foto suya al pie de un caballo, con pantalones de montar y botas altas. Las cabalgatas eran pasatiempo común entre las familias del vecindario. Se juntaban ocho o diez jinetes y se cabalgaba camino al arroyo del Chileno, que era el más cercano. Se cruzaban campos, porteras, cañadas hasta llegar a la costa. Fueron los últimos paseos al monte espeso. Cuando se puso en marcha la represa de Rincón del Bonete se inundaron grandes superficies de campo y poco monte indígena quedó en pie.
La fotografía junto al ómnibus que aparece en esta nota corresponde a la última vez que vi a Alcira. Hace dos días me contacté con familiares más o menos cercanos de Durazno. Todos coinciden en que regresó de México, bastante perturbada luego de los episodios de la UNAM que relata Bolaño y de algún desencuentro afectivo. A su regreso vivió por cortos períodos en casas de familiares. De pronto se marchaba y andaba sola. Luego estuvo internada; se encontraba con sus sobrinos en un lugar convenido cerca de la Universidad. Un día no concurrió a la cita y alguien les dijo que “se había ido con el teatro de China a Buenos Aires”. Así Alcira fue desapareciendo poco a poco. Un familiar político dice haber coincidido con ella cuando viajaba a Montevideo –por 1992–, o sea que aún vivía 16 años atrás. Luego parecen haberse borrado sus huellas, pues nadie pudo confirmar cuándo y dónde terminó sus días Alcira Soust.
Había nacido en Durazno en 1923 y tenía por el lado paterno ascendencia francesa. Su bisabuelo Pedro Soust había llegado al país a fines del siglo XIX, dejando algún hijo en Buenos Aires y una hija monja en un convento de Francia. El abuelo Nicolás tuvo un solo hijo –Alcides, su padre–, casado con Angélica Scaffo en la ciudad de Durazno, donde Alcira vivió y estudió en sus primeros años y luego en el Instituto Normal de Magisterio.
Obtuvo una ayudantía interina en la escuela donde mi padre era director. La Escuela Granja número 43 de Chileno Grande está en la ruta que une la vieja terminal de ferrocarril de Estación Blanquillo, de Durazno, con el pueblo de San Gregorio de Polanco, en la costa norte del Río Negro. El ómnibus, que se ve en la fotografía, era un nexo clave en la zona, ya que cubría la ruta 43 llevando cartas, diarios, encomiendas y pasajeros que viajaban en el “motocar” rumbo al sur y los que venían de regreso a San Gregorio. El cruce del río por el paso Romero se hacía, y se hace aún hoy, en una balsa para personas, ganado, caballos y vehículos.
El año anterior Alcira había ocupado el mismo cargo, por lo cual conocía ya a todo el vecindario y a algunos niños que habían sido sus alumnos. En segundo año nos sentaban a ocho niños en unas mesitas bajas, dos de cada lado. Mima asignaba los lugares. A mi lado se sentaba Elisa Bude, que era una niña negra-mulata que además de ser muy inteligente era su favorita. Yo era la hija del director y Elisa venía del pueblito de Las Cañas, lo que en la época se llamaba “pueblo de ratas o rancherío”. Pienso que no era casual que nos juntara a las dos. Yo sentía que nos privilegiaba a ambas y no competíamos por el cariño de la maestra; eso me gustaba. Hoy pienso que aquello tal vez intentaba darle al grupo un sentido igualitario. Cuando años después volví con mi marido a ver la escuela del Chileno –algo que me había prometido en el exilio– me conmovió encontrar un pensamiento de Varela, escrito en la galería de la escuela, respecto al temprano ejercicio de la igualdad, desde las “bancas” de la escuela pública. Y pensé en Mima.
El horario escolar era más extendido, porque todos los niños recibían el almuerzo en la escuela. En la tarde teníamos que hacer “labores”; en mi caso un tapiz en punto cruz que penosamente me llevó meses terminar... Alcira eligió para mi trabajo, en una revista de diseños, un motivo un poco extravagante o al menos exótico (que aún conservo). Era un sultán o maharajá cruzando el desierto sentado en una litera, en un elefante asiático y custodiado por tres hombres de a pie, con turbantes y antorchas en alto. Pero lo más complejo, que era la alfombra persa de muchos colores donde se apoyaba la litera sobre el lomo del elefante, la bordó Mima en mi lugar. Había en ella un interés particular por otros mundos, por otras culturas, y además era creativa y original. Como trabajo de fin de curso hizo con sus manos, a cada uno de sus discípulos, un libro de cuentos en cartulina, muy ingenioso en su factura, con casitas pintadas por ella en tinta china roja, que se desplegaban y plegaban al abrir y cerrar el libro; y nosotros redactábamos el cuento.
Alcira escuchaba música centroamericana. Cantaba: “Itsmo de Tehuantepec, maderos que cantan con voz de mujer...”, y lloró amargamente –según recuerda mi madre– cuando se le rayó con la púa de la “ortofónica” un disco de boleros que le había regalado un ser querido. La recuerdo también cantando la vieja canción española “Las cosas del querer” que hoy canta Ángela Molina. Era soltera y tenía amor –no correspondido– por un primo: Washington Corbo, al que llamaban Tom. Cuenta su hermana Sulma que “se peleaban mucho por carta. Ella se hacía la enferma y lo mandaba buscar; ¡y lo recibía con la cara blanquísima y unas enormes ojeras pintadas!”. También amaba los caballos; tuve hasta hace poco tiempo una foto suya al pie de un caballo, con pantalones de montar y botas altas. Las cabalgatas eran pasatiempo común entre las familias del vecindario. Se juntaban ocho o diez jinetes y se cabalgaba camino al arroyo del Chileno, que era el más cercano. Se cruzaban campos, porteras, cañadas hasta llegar a la costa. Fueron los últimos paseos al monte espeso. Cuando se puso en marcha la represa de Rincón del Bonete se inundaron grandes superficies de campo y poco monte indígena quedó en pie.
La fotografía junto al ómnibus que aparece en esta nota corresponde a la última vez que vi a Alcira. Hace dos días me contacté con familiares más o menos cercanos de Durazno. Todos coinciden en que regresó de México, bastante perturbada luego de los episodios de la UNAM que relata Bolaño y de algún desencuentro afectivo. A su regreso vivió por cortos períodos en casas de familiares. De pronto se marchaba y andaba sola. Luego estuvo internada; se encontraba con sus sobrinos en un lugar convenido cerca de la Universidad. Un día no concurrió a la cita y alguien les dijo que “se había ido con el teatro de China a Buenos Aires”. Así Alcira fue desapareciendo poco a poco. Un familiar político dice haber coincidido con ella cuando viajaba a Montevideo –por 1992–, o sea que aún vivía 16 años atrás. Luego parecen haberse borrado sus huellas, pues nadie pudo confirmar cuándo y dónde terminó sus días Alcira Soust.
Julio de 2008
A la búsqueda de Alcira
En 2003, Roberto Bolaño responde a las consultas de Jorge Ruffinelli sobre la vida de Alcira: le dice que un amigo suyo, de paso por Montevideo, supo por una hermana que Alcira estaba internada en tratamiento psiquiátrico. En su nota de Brecha, Ruffinelli agrega la noticia de que ya había fallecido en Uruguay. Pero en 2003 no eran muchos los que tenían conocimiento de su muerte. Aunque era para mí doloroso, teníamos que saber cuál y cómo había sido su fin.
Luego de consultar sanatorios, hospitales y los archivos del Registro Civil, se confirma su muerte –14 años después de su desaparición– en el servicio de Necrópolis de la Intendencia Municipal. Constan allí su nombre y su edad, en tanto que se ignoran sus documentos, estado civil y profesión. La médica que firma/ certifica con el número 530553 el 30 de junio de 1997 su fallecimiento en el Hospital de Clínicas de Montevideo –a causa de bronconeumonía bilateral– es la doctora Isabel Gubitosi. Me contacté con ella telefónicamente con la esperanza de que hubiera sido su médica tratante y pudiera decirnos algo más sobre sus últimos días, pero según nos explicó actuó en esos años y en ese caso únicamente como médico forense. Si las fechas que manejamos son exactas, Alcira vivió sus primeros 28 años en Uruguay y 36 años en México. Se fue en 1952, regresó en 1988 y vivió en Uruguay – Durazno, Trinidad y Montevideo– trashumante hasta su muerte, nueve años después. Murió un año antes de la publicación de Los detectives salvajes.
El reencuentro
Cuando niña conviví en la misma casa con Mima (según sus códigos de escritura: Mi..ma..estra) y junto a otros niños en las mesitas del aula de segundo segundo año en la escuela del Chileno Grande de Durazno. Fui alentada a recuperar su memoria, pero los recuerdos resultaban un tanto cándidos frente a las otras realidades de su vida posterior. Pero he aquí que al revisar los escritos y papeles que conserva su familia, descifrando algunos códigos y “mensajes en clave” de sus notas y leyendo sus pequeños poemas encontré, reencontré a la misma que conocí. Reconocí estrofas o versos que eran parte de lo que cantábamos cuando ella tenía 24 años. Reconocí gestos y acciones. Alcira hizo y cuidó el Jardín Emiliano Zapata con un grupo de niños de escuela en la UNAM en México. Le llamó el “jardín cerrado” o “jardín interior”. También en mi escuela hicimos con ella almácigos de flores. Luego plantamos y regamos “el jardín del mástil”, un círculo de plantas en flor alrededor del mástil de la bandera.
Pienso que había en ella un respeto especial por los símbolos de su “patria”; también eligió para nuestra fotografía en la escuela un sitio justo debajo del escudo nacional. Tal vez ya se intuía una expatriada o más bien “transpátrida”, que adoptó a México durante 36 años con igual pasión. Yo ignoraba que Alcira escribiera poesía, tampoco que manejara el francés y me encantó “Le bonheur sera pour tous”. Leyendo su ronda de la “luna, luna comiendo aceitunas, la boba de Mima no come ninguna” recordé algunas noches en que le cantábamos a la luna llena sentadas en la veredita frente al aljibe y al jacarandá. O cuando en clase nos leía a Juan Ramón Jiménez: “Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...”. Sus poesías de la niña loba me suenan en el oído a la otra canción de cuna –un poco más dulce– que cantábamos: “La loba, la loba le compró al lobito, un calzón de seda y un gorro bonito...”.
Las “guirnaldas de luz” de su poesía me recordaron las guirnaldas de flores que hacíamos enhebrando en un pequeño junco (Cyperus) que nace en las praderas, corolas amarillas y rojas de macachín, que al regresar a casa regalábamos a alguien. En las tardecitas, cuando bajaba el sol, caminábamos hacia el norte por la carretera vacía, mirando a la distancia el Río Negro y a un lado y otro los arroyos Chileno y Las Cañas. En las zanjas del camino buscábamos pequeñas piedras que arrastraban y rodaban las lluvias; allí encontramos una cuarcita “mamelonada” que guardé durante años. Esto es un cuarzo, me dijo, y aquél fue mi primer contacto con los orígenes de la tierra. Su sobrina me dice que desde México hablaba de Uruguay como “su tierra de las naranjas”. Recordamos con mi madre que había en el vecindario del Chileno una gran quinta familiar de naranjos de los Santurio. Las visitas a doña Eulogia eran “anunciadas” para un determinado día (y confirmadas con el reflejo de dos espejos a la distancia). Incluían sentarse largo rato en la sala frente a un jardín cerrado, las mujeres de la casa, mi madre, Mima y su compañera maestra Ilia Irigoin (después casada con el hijo de los Santurio) y nosotros. Mate, tazón de leche para los niños, licor de pitangas y en una gran copa de cristal un postre de ambrosía. No hablaban todas a la vez. Se producían largos silencios –los niños juiciosos y ansiosos–. Cuando doña Eulogia Santurio daba “el permiso” para ir al huerto de las naranjas se producía la avalancha, y en la sala sólo quedaban mi madre y la dueña de casa. Naranjas, limas, pomelos, limones, naranjas sanguíneas y de ombligo, bergamotas y mandarinas. Y ahí venía la “guerra de las nosotros. Los tiempos gozosos de la otra vida.
Alcira tenía luz en el alma –es lo que hay en sus pequeñas poesías–, que devino luego en esa mezcla de ternura y de horror de la “ronda, ronda de la niña loba, la ronda, ronda de la niña sola”. Ésta es mi evocación de la Mima tierna y esencial, de la Alcira bohemia, solidaria y sesentista, de la Auxilio Lacouture que reinventaron Bolaño y Antonio Algarra – un mito de la resistencia mexicana–, y en su tiempo final, “la boba de Mima” trashumante, confundiéndonos, tratando de engañar a la vida y la muerte, “la niña loba, la niña sola” de..vuelta/envuelta en “su tierra de las naranjas”.
Diciembre de 2008