lunes, 7 de septiembre de 2009

Roberto Bolaño: Las lágrimas son el lugar de la esperanza

por Leonidas Morales T.
Atenea N° 497. I Semestre 2008








1. Bolaño narrador

He sido un lector más bien tardío de Bolaño. El repentino fervor con que la crítica literaria de los periódicos chilenos comienza a referirse a la narrativa de Bolaño (tal vez a partir de 1998, cuando Los detectives salvajes recibe, en Caracas, el premio internacional de novela Rómulo Gallegos), operó al comienzo como un disparador de la sospecha: debe tratarse, pensaba, de una nueva estrella brillosa en el cielo muerto de la literatura masiva, ese cielo que cuando “habla” sólo puede enunciar su propio vacío [1]. Hasta que decidí someter a prueba las sospechas, es decir, comenzar a leer a Bolaño por mi cuenta, al Bolaño narrador. Y debo confesarlo: estas lecturas, desde la del primer libro, me precipitaron siempre (con variaciones de intensidad según los textos) en una experiencia estética, si bien inesperada, de naturaleza inconfundible: aquélla sólo posible en las escrituras literarias tocadas por el poder y la energía de transfiguración luminosa del lenguaje. Precisamente, una experiencia a la que no se abren las escrituras de recepción propiamente masiva. Hay muchas maneras de oponer estas dos clases de escritura. Cito aquí una que me parece más pertinente. Es de Baudrillard. De acuerdo con él, las escrituras masivas se distinguen porque “no tienen ningún secreto” y su “procedimiento de fabricación es visible, como si fuera un objeto técnico”, mientras que frente a las otras (las iluminadas e iluminadoras) “tenemos la deliciosa impresión de que algo ha funcionado secretamente, algo imprevisible”, y donde la “seducción” de la escritura forma parte de su “originalidad” (Baudrillard y Valiente Noailles, 2006: 136). A esta segunda clase de escritura pertenece en propiedad la de Roberto Bolaño.

La muerte de este escritor, en 2003, dejó a la vista un hecho del cual puede afirmarse por lo menos su inusualidad. Y, además, que dentro de su rareza, ha sido históricamente un hecho de ocurrencia más frecuente en la poesía (Rimbaud sería su representación ejemplar, casi mítica) que en la narración. Es un hecho en el que de pronto la conciencia se detiene como sorprendida (también seducida) por la plenitud de su singularidad. Me refiero a lo siguiente: al breve tiempo que le ha bastado a una obra para su despliegue, o al breve tiempo dentro del cual la obra se las ha ingeniado para darse su cuerpo. Como si toda obra llamada a ocupar un lugar, o mejor, a abrir un espacio de signos imprescindible en un determinado momento histórico y cultural, siempre tuviera disponible su tiempo para su propia ocurrencia. A la muerte de Bolaño (y sin considerar aquí los textos de su poesía), adquirió los caracteres de una evidencia de pronto sobrevenida el hecho de que casi toda su producción narrativa (muy lejos de ser escasa: alrededor de diez títulos entre novelas y colecciones de cuentos) se había publicado en el lapso ¡apenas de una década!. El peso de tal evidencia se vuelve apabullante si se suma la, al parecer, enorme cantidad de narraciones que quedaron como archivos de computador, inéditas, inconclusas por alguna razón que ya no conoceremos. Algunas han ido publicándose por herederos y editores, entre ellas 2666, una novela de más de mil páginas [2].

Este ritmo vertiginoso de escritura no es una mera “pasión” ni un puro desborde exultante de fuerza creadora. Sería inyectarle a un hecho inconmensurable la banalidad de un tópico de la cultura masiva, volviéndolo de esta manera insignificante. Tampoco se trata de una compulsión neurótica, asociada a una “repetición” rebelde a todo control autorrepresivo. Por último, caeríamos en el mecanicismo de una mimesis burda de lo biográfico, si dijéramos que estos flujos desalados de producción son los de alguien, Bolaño, que tiene escaso tiempo porque una enfermedad hepática lo ha condenado a morir en cualquier momento. Se nos escaparía de esta manera el sentido profundo de ese gesto como de desvelado, de vigilia, que preside la producción de Bolaño.

En primer lugar, para dar cuenta de esta dimensión de su escritura, es decir, de la renovación continua, casi acezante, del acto de su enunciación, hay que reparar en las narraciones mismas, en el mundo de sus personajes, en las particulares condiciones a que están sometidas sus vidas. Y surge entonces un poco de luz: esta escritura permanentemente inquieta, movediza (como la figura del demonio en el imaginario medieval), responde al horizonte de existencia en que nos han puesto los años de la globalización, los de la modernidad tardía: los de la conciencia exacerbada de que, en el sentido de una trascendencia, “no vamos a ninguna parte” (Vattimo), y de que este tiempo así recortado, y así entregado a su propia suerte, ha entrado, en consecuencia, en una inusitada velocidad de curso, como si hubiera hecho suyo el modo de ser de la mercancía y asistiera a su propio “consumo” delirante, haciendo de cada vida inevitablemente la brevedad irreversible de un trazo. Desde esta conciencia parece escribir Bolaño. Como aquel personaje suyo (máscara de un escritor) de la última parte de 2666, “La parte de Archimboldi”, que dice “no tengo mucho tiempo”, en el fondo, para vivir, para hacer lo que haya que hacer. Es lo que Bolaño asume: no tiene mucho tiempo, en el sentido dicho, y escribe por lo tanto sin parar. Esa premura extrema, en el límite, le da a su escritura un sordo dramatismo. Y al revés: en esta premura dramática de la escritura puede leerse una suerte de emblema, de cifra o apólogo, de la condición del mundo de los personajes como materia y hechuras de tiempo.

Retomaré más adelante este problema (el estatuto de los personajes desde el punto de vista del tiempo), dentro de un determinado marco crítico y sobre la base de un corpus de textos narrativos de Bolaño, ambos todavía por definir. Antes me parece útil, más que nada orientador desde el punto de vista de mi análisis posterior, proyectar brevemente la narrativa de Bolaño sobre el horizonte de la novela chilena contemporánea y sus correlatos históricos (sociales, políticos, culturales), y en la proyección tratar de sorprender algunas diferencias que deberían entrar en su caracterización.

Una de estas diferencias tiene que ver con la identidad del momento específico de la modernidad latinoamericana con el que, de una manera mediada pero constante, dialogan los cuentos y novelas de Bolaño. Se trata de ese momento cuyas bases culturales, sociales, políticas, económicas se establecen, un poco en todas partes, desde la década de 1980, y al que nos referimos con palabras como “globalización”, “posmodernidad”. Ese momento es el de nuestro presente, de nuestra actualidad. En Chile ingresamos a él de la mano criminal de una dictadura militar, que puso la vida ciudadana en cautiverio, bajo estado de interdicción, y a la vez de servidumbre, sometida a un poder represivo absoluto, instrumento estratégico de la derecha chilena en la consolidación de esta una nueva etapa del “capitalismo tardío”, y de la producción de los discursos funcionales que sostiene y la sostienen. De los estragos éticos y políticos del ejercicio de este poder absoluto en la vida cotidiana, se hace cargo, desde sus propias reglas de producción estética, lo mejor de la literatura chilena del período. En Diamela Eltit, por ejemplo, ese poder no es nunca un horizonte, en el sentido de una distancia: por el contrario, es la atmósfera traumatizada en que se mueven y respiran sus personajes, son las heridas y cicatrices, visibles o invisibles, que deja en los cuerpos y en las almas, pero también ese poder es el que condiciona, y le da su forma concreta, a la reacción del sujeto de sus novelas: una reacción de resistencia y al mismo tiempo de puja interior hacia una “salida”, no una salida cuya dirección el sujeto pudiera saber de antemano, sino una que parece tantear en la oscuridad, que ensaya, y que el lector imagina, construye, a partir de las situaciones narradas que hablan por sí mismas de su ausencia.

No es exactamente el caso de Bolaño. En sus cuentos y novelas no está ya esa atmósfera perturbada, la del poder, como en las novelas de Eltit. Son otras las perturbaciones que ahora rondan o atrapan a los personajes, porque también es otra la clase de vida cotidiana a la que estas perturbaciones remiten como a sus condicionantes. Una clase de vida cotidiana dentro de la cual terminarían despertando, con sus expectativas éticas y políticas defraudadas, quienes fueron víctimas de la dictadura hasta su término, en 1989, e ingresaron, desde 1990, en los años llamados (con no poco cinismo) de la “transición” (¿vivimos en ellos todavía?, ¿serán esos años como el mensajero de Kafka que, a pesar de su rápido avanzar, nunca abandona las dependencias del palacio de su señor? [3]), es decir, los de la “legitimación democrática” del modelo social y cultural (el de la sociedad de mercado) impuesto por la dictadura, con el respaldo de los Estados Unidos. El nuevo orden de la vida cotidiana, afianzado primero en Europa y Estados Unidos (sobre el trasfondo del fracaso del mayo francés del 68 en el primer caso, de su derrota en Viet Nam en el caso de Estados Unidos), y rápidamente generalizado, “globalizado”, desde la década de 1980, está gobernado, como bien lo sabemos, por la ética, la política y la estética del consumo (de la mercancía), y por la hegemonía culturalmente modeladora de expectativas ejercida por los medios de comunicación. Este orden, al que Diamela Eltit también se abrirá con sus novelas posteriores a 1990 (por ejemplo, El cuarto mundo, Los vigilantes, Los trabajadores de la muerte, Mano de obra), es en cambio el supuesto, ya desplegado, de las narraciones de Bolaño. El poder mismo, tan central en Eltit (el “otro” de sus personajes e historias), deja de ser “protagónico”, de “llenar” el presente en Bolaño: se retira del primer plano, se sumerge y disemina hasta volverse ubicuo (que por lo demás es la forma en que mejor funciona cuando no está en peligro). Tal como ha ocurrido en la vida cotidiana chilena: la dictadura, cumplida su “misión”, abandona el escenario político porque ahora el poder (ya fuera de peligro) no necesita recurrir a la represión dictatorial y puede incorporarse a su funcionamiento “democrático” en un contexto de hegemonía planetaria.


2. Enunciación

Es bastante común (y no siempre arbitrario) leer que se dice de tal o cual libro de un autor que introduce un “giro” (desde el punto de vista de un modelo de lenguaje, de una mirada sobre las cosas, etc.) en la continuidad de su obra, o que con él ésta se “abre” a una nueva fase, o también, que con tal o cual otro libro la obra del autor (su proyecto) se completa, culmina, se cierra, etc. Un lenguaje crítico semejante de inmediato postula, aun cuando no lo diga explícitamente, un antes y un después, un comienzo y un final. Es decir, postula una cierta “historia” interna en el desarrollo de una escritura. Ahora bien, es imposible hacer afirmaciones parecidas a propósito de Bolaño. Si se aceptara la idea de una “historia” como ésa, ¿qué libro de Bolaño estaría primero, y cuál después? ¿Cuál sería pues el orden en que se sucederían? Francamente, ninguna de estas preguntas resulta pertinente aquí. Más allá de las fechas objetivas de publicación de las novelas y colecciones de cuentos de Bolaño, y más allá de las fechas ficcionalizadas por algunos de los relatos mismos, o de la referencia interna a determinados acontecimientos políticos catastróficos del siglo XX latinoamericano (la matanza de Tlatelolco en México en 1968, el golpe militar de 1973 en Chile y la dictadura que inaugura), ateniéndonos sólo a la cuestión de una “historia” interna de la constitución de una escritura, en Bolaño es absolutamente impropio postular un antes y un después, un comienzo y un final: cualquiera de sus libros podría ocupar el lugar del comienzo, y cualquiera también el lugar del final. Más aún: como veremos más adelante, hay relatos de Bolaño donde no se sabe bien si lo que se narra está en verdad ocurriendo, o si ya ocurrió, y si lo que leemos entonces es una suerte de relato de un presente como pasado, o al revés.

En resumen, la escritura narrativa de Bolaño es más un campo (una expansión) que una línea, es más un espacio que una dirección. La articulación de los textos narrativos dentro de este campo o espacio responde desde luego a otro modelo, no al de la linealidad pero tampoco exactamente al del fragmento (al fin y al cabo el fragmento es “lo que queda” de la ruptura de esa “unidad” en que se funda la linealidad), sino al modelo de la red [4]. La producción y circulación del sentido están justamente mediadas por la forma de la red: son el resultado (construido) de operaciones de lectura que activan en la escritura de Bolaño, poniéndolas en juego, relaciones de múltiple dirección, dentro de un mismo texto o entre textos distintos. En efecto, en el curso de la lectura van emergiendo, y sucediéndose, diversos elementos de la narración (frases dichas, nombres, gestos de personajes, actitudes, coyunturas de vida, acciones, etc.) que, dentro de su contexto inmediato de irrupción, aparecen de pronto comprometidos en secretas relaciones de complicidad, de complementación, en definitiva, de colaboración significante, con otros elementos narrativos del mismo texto (cuento o novela), de otros textos del mismo Bolaño (anteriores, posteriores), e incluso con textos situados fuera del universo narrativo del autor, es decir, de otros autores. Entre estos otros autores, puedo anticipar el nombre de Cervantes y su importancia para mi propia lectura.

Las relaciones en las que entran los elementos de la narración, y las figuras de sentido en que se distribuyen y estructuran, responden a la particular lógica significante y simbolizante con que trabaja la escritura de Bolaño. Esta lógica produce y sostiene el mundo de los personajes en cuanto mundo literario (como veremos, un mundo de emergencia, donde los personajes parecen vivir permanentemente al borde de su estallido como sujetos). ¿De qué lógica se trata? ¿Y qué lecturas condiciona? Podría darse de ella ya una primera definición esencial, diciendo que excluye de sí misma su propio cierre y, por lo tanto, que se resta como legitimadora de lecturas sometidas a pautas reductoras. Es una lógica abierta, sin destino previsto (me refiero a un punto final de llegada), siempre en curso, en desarrollo y, en tal medida, siempre solidaria de lecturas igualmente no totalizantes. Pero las lecturas no conclusivas que propicia, cualesquiera sean, no pueden excusarse, si no son espurias, de exhibirla en la plenitud de su funcionamiento como lógica significante y simbolizante, es decir, de mostrarla en la actividad de sus principios, en su productividad.

Mi propia lectura se inscribe naturalmente en este paisaje de opciones y expectativas. En efecto, en la páginas siguientes me propongo, desde esa lógica abierta, construir críticamente un orden de sentido que consiga iluminar al mismo tiempo tanto el modo del trabajo de esa lógica como la índole del mundo de los personajes que es su producto. Será éste un orden constituido sobre la base de cuatro figuras, cada una de las cuales construida por la lectura separadamente en torno a determinados elementos narrativos, pero que, dentro del orden, mantendrán entre sí relaciones de solidaridad e implicación lógicas. Aun cuando será necesario hacer referencias a diversas narraciones de Bolaño, mi lectura contempla un corpus básico de cuentos y novelas, fundamentales en el análisis y en la construcción de las figuras que integran el orden de sentido propuesto. Un corpus por lo demás breve, apenas formado por dos novelas: Los detectives salvajes y 2666, y por una colección de cuentos: Putas asesinas.

La primera figura de sentido está asociada a elementos narrativos adscritos a un nivel discursivo primordial, originario: el nivel de la enunciación. Emile Benveniste, el formulador clásico de su concepto, definía la enunciación como el “acto individual” de “apropiación de la lengua” o, lo que es igual, como el acto individual de poner la lengua en discurso (Benveniste, 1978: 82-91). En nuestro caso, es el acto mismo de narrar. Una pregunta conduce rápidamente al aspecto de la enunciación narrativa en Bolaño que aquí interesa. La siguiente: cuando en sus novelas y cuentos el narrador es un personaje, un yo (una ocurrencia frecuente), y al enunciar incorpora a su registro de lenguaje modos coloquiales (léxicos, sintácticos), por lo tanto desformalizados, y de uso habitual o cotidiano dentro de una determinada comunidad lingüística, característicos de la misma, ¿qué referente, como patrón, reconoce entonces la enunciación? ¿A qué comunidad de “habla” remite? ¿Remite al habla “chilena”, como podría esperarse de un escritor “chileno”? La respuesta sería que sí, pero que sólo a veces, y entonces sobre todo mediante el uso del lenguaje sexual, coprolálico, de “garabatos”. Pero la enunciación del personaje narrador también remite en otras direcciones: la del habla “mexicana”, la de la “española”. Alguien dijo, por ejemplo, y con humor, que Los detectives salvajes era la mejor novela mexicana escrita por un chileno. En el terreno de las inferencias, no sería infundada la afirmación de que a esta escritura narrativa, en el plano de su enunciación, le es por completo ajena la idea de “domicilio”. Aunque mejor sería decir de ella que dentro de un amplio espectro cultural de hablas (el de la lengua española) opta por domicilios transitorios, o mejor, en tránsito. Enunciación híbrida sin duda. No parece haber en la tradición narrativa chilena (novela y cuento) nada comparable desde este punto de vista.

La misma pluralidad advertida en este plano de la enunciación (el de los registros de habla coloquial del enunciador), se reproduce, y de un modo mucho más vertiginoso, en otro plano de la enunciación: el del lugar desde donde se enuncia. Un lugar (a la vez geográfico y cultural) de inmediato visible tratándose de una narración como ésta (de personaje, autobiográfica). ¿Desde dónde enuncia el narrador-personaje de Bolaño? En América, desde México, Chile, Argentina, pero también desde Estados Unidos. Y en Europa, además de España, desde Francia, Bélgica, Inglaterra, Alemania. Otros lugares, más remotos, de enunciación se localizan en África, en el cercano Oriente (Israel).

A esta doble pluralidad (de lugares de enunciación y de registros de habla coloquial) se suma una variante particularmente llamativa, asociada a la identidad del personaje que enuncia como narrador y a algunas reiteraciones que protagoniza en tal condición. Me refiero a lo siguiente: al mismo personaje que narra en una novela o cuento, podemos verlo de pronto reaparecer, también como narrador, pero de otra novela o de otro cuento. Los ejemplos son numerosos. Uno: en Los detectives salvajes hay un personaje narrador secundario y circunstancial, Auxilio Lacouture, que será el narrador y personaje principal de una novela posterior, Amuleto. Otro personaje que reaparece una y otra vez como narrador, en este caso de cuentos, es Arturo Belano, un nombre que a veces (como en Kafka) se reduce a una inicial: B. También hay personajes narradores con los cuales ya se había encontrado antes el lector, en otra narración, pero sólo como personajes. Por ejemplo, Ibacache, narrador y personaje principal de la novela Nocturno de Chile, era sólo un personaje, aunque con la misma función de crítico literario, en otra novela, Estrella solitaria (suponemos que el autor del ensayo se refiere a Estrella distante. N. del E.). Arturo Belano también es sólo un personaje de Los detectives salvajes, y en varios cuentos.

No es primera vez en la narración latinoamericana moderna que los personajes (sean o no narradores) y sus historias entran y salen de novelas o de cuentos distintos del mismo autor. Pero no vienen de, ni van a, cualquier parte. En la colección de cuentos Los desterrados, de Horacio Quiroga, iniciador de esta tradición narrativa en América Latina, los personajes en tránsito tienen un espacio social y geográfico común donde habitan, o al que sus historias están asociadas: ese espacio en Quiroga es Misiones. Algo similar ocurrirá posteriormente con Juan Carlos Onetti y el espacio de Santa María, o Gabriel García Márquez y el de Macondo, o Juan Rulfo y el de Comala, aun cuando ahora el modelo probablemente sea Faulkner y su Condado imaginario con Jefferson como capital (Morales, 1993: 17-31). Pero en todos estos casos, los espacios comunes hablan también de una comunidad. No importa cuál sea la perspectiva en la que se sitúa esa comunidad: si en la de la nostalgia o en la del deseo, si remite al pasado o a un futuro, o si, en definitiva, la perspectiva es la de una comunidad que se hace presente para hacer visible el proceso de su propia desaparición. En Bolaño, en cambio, la comunidad simplemente no está. Sólo su ausencia está. Los personajes que entran y salen de sus relatos vienen de una ausencia y van a otra ausencia. Carecen pues de un espacio comunitario. O mejor: los espacios comunitarios han perdido sus demarcadores tradicionales para subsumirse en una totalidad, y dentro de esta totalidad, el personaje se ve reducido a habitar un espacio-tiempo puramente aleatorio [5].

Podría enriquecerse este inventario con otras formas narrativas de sentido concurrente, pero las tres aquí descritas, es decir, los cambios de registro de habla coloquial en la enunciación del personaje narrador, la constante rotación (países y continentes distintos) de los lugares desde donde se enuncia, más el hecho de que muchos personajes (sean o no narradores) pasen de una narración a otra (convirtiendo cada unidad narrativa, cuento o novela, en un espacio abierto, de pasaje, de escritura en tránsito de sí misma), bastan para postular en Bolaño la presencia de una figura de universo narrativo que sin cesar desplaza y reinstala sus instancias constituyentes, que de alguna manera se redefine en cada impulso con que recomienza, que su constante pareciera ser la fuga de sí mismo, y, al mismo tiempo, su reiteración dentro del movimiento de su propia expansión, una expansión similar a la del universo de los físicos (Hawking y Mlodinow, 2006: 68-89).

Ahora bien, en esta permanente renuncia de Bolaño a la estabilidad o fijeza de las formas narrativas, la ausencia en él de toda pretensión o alarde conclusivo, y su apuesta en cambio por una suerte de “nomadismo”, sin duda son reconocibles de inmediato, transcodificados, algunos de los rasgos que para el pensamiento contemporáneo identifican el tipo de vida cotidiana que, desde la década de 1980, comienza a generalizarse en las sociedades modernas, tanto desde el punto de vista de las prácticas mismas de vida cotidiana como de su escenario urbano. En palabras de Mongin, el escenario urbano de estas prácticas ha devenido el espacio de lo “urbano generalizado”, el de la “ciudad global”, un espacio justamente recorrido y dominado por los “flujos”, en el que los “límites” interiores (el de los barrios, por ejemplo) tienden a borrarse, y a desaparecer las diferencias entre el “adentro” y el “afuera” (entre ciudad y campo) (Mongin, 2006). En relación de solidaridad con los nuevos escenarios urbanos, las prácticas de vida cotidiana, paralelamente, se desarrollan ahora al margen del dictado discriminador de paradigmas culturales reductores o de la subordinación a pautas jerarquizadoras. “Liberadas” ya de referentes de autoridad, se articulan a un paisaje cultural donde las fronteras e identidades (sociales, éticas, estéticas, políticas), en el lenguaje de Bauman, se han vuelto “líquidas” (Bauman, 2006) , o a modelos (cualesquiera sean) que se asimilan a la lógica de la “moda” y por lo tanto terminan entregados a una duración “efímera” (Lipovetsky, 2007).

Las historias de los personajes de Bolaño tienen sin duda como contexto de inserción o de referencia la vida cotidiana contemporánea y algunos de sus espacios (calles, bares, aeropuertos, hoteles, casas o cuartos de habitación). Con más exactitud: en verdad el contexto de inserción o de referencia de esas historias es un mundo cultural cuyo fundamento inmediato lo constituye una percepción del tiempo (de mi ayer, mi hoy, mi mañana) y del espacio (del allí donde ahora estoy), no sólo inédita sino perturbadora por sus implicaciones para el destino “humano” del sujeto. La vida cotidiana urbana contemporánea (regida, en su diseño, por la mercancía globalizada y sus discursos mediatizadores) es la que hace posible, justamente, la producción y la reproducción de tal percepción. Pero no basta decir que las historias de los personajes se abren a un mundo con un fundamento semejante. Falta agregar una especificación más: decir que esas historias se abren a una zona limítrofe del mundo, la de sus bordes interiores. Una zona oscura, donde el mundo (el poder del mundo) oculta aquello que él mismo excluye como condición de su propia posibilidad. Una exclusión que se transfiere al sujeto: designa en él la última línea de su propia frontera, más allá de la cual él, el sujeto, es sólo ausencia de sí, falta, mutilación. Los discursos ideológicos recubren esta exclusión, la silencian, hablan como si no existiera, publicitando en cambio ilusorias funciones redentoras del nuevo estado de cosas, es decir, del nuevo mundo cultural asociado al imperio de la mercancía y del consumo. Las historias de los personajes de Bolaño orillan esa zona oscura y, de pronto, entran en ella, y entonces el lector asiste a otro milagro del arte, a otra verdad suya o, lo que es igual, a otra iluminación de lo oscuro. El orden de sentido que mi lectura intenta construir no es más que el orden sugerido por algunos pasos de esta verdad, por algunos trayectos de su iluminación.


3. El fin de la aventura

Desde esta perspectiva, son particularmente reveladoras ciertas acciones de personaje (incluyendo frases dichas por ellos) mediante las cuales la narración pone en juego un tema de larga data literaria en la historia de la cultura occidental, de alguna manera presente también en todas las culturas. Me refiero al viejo tema de la aventura. En la narrativa de Bolaño ocupa un lugar realmente estratégico: desde él el lector tiene acceso, vía presentimiento o intuición, a las condiciones secretas a las que está sometido el horizonte de las vidas de los personajes. En otras palabras, a lo que he llamado los “bordes interiores” del mundo, sus zonas límites. El libro de Bolaño donde el modo de estar presente la aventura resulta el más directamente implicado en el orden de mi lectura, es la novela Los detectives salvajes [6]. Sobre ese modo de estar presente, una anticipación de la lectura: las huellas de la aventura que ahí se dejan leer, conducirán al hallazgo de un cadáver: el de la propia aventura. El proceso de la configuración del sentido de la aventura en la novela de Bolaño comienza y termina haciendo participar en el juego de la significación, o en la producción del sentido, el texto narrativo de otro autor. Ese texto es la gran novela de Cervantes, Don Quijote, y el mecanismo mediante el cual se lo hace participar es el de la cita.

No hablo aquí de la cita como la reproducción literal, en el texto propio, de un fragmento de un texto ajeno (una literaridad que en tal caso queda formalmente declarada por el uso de comillas). Se trata por el contrario de que el texto propio, a través de alguna palabra especial, de una actividad o hechos concretos del personaje, de un gesto suyo o de cualquier marca de su identidad narrativa, o de la naturaleza de la historia total en la que se inserta, evoca circunstancias paralelas en otro texto, del mismo autor o de otro autor, y con su evocación lo hace entrar activamente en el proceso de producción del sentido y, asimismo, en el juego constructivo de la lectura. Pero tampoco esta cita supone, necesariamente, que entre ambos textos, el que cita y el citado (o evocado), haya una relación de simetría desde el punto de vista de los componentes de la cita (palabras, acciones, historia), de correspondencia puntual en su identidad y posición. La cita puede poner en relación dos textos, pero a través de conexiones tanto de semejanza como de oposición o contraste, o entre elementos situados en posiciones distintas dentro de sus respectivos órdenes narrativos.

La novela Los detectives salvajes está dividida en tres partes, de las cuales la primera y la tercera presentan el relato bajo la forma de un diario de vida, el del poeta Juan García Madero. La primera parte empieza con los encuentros, en la capital de México, de un grupo de jóvenes (entre ellos el diarista) vinculados al arte y la literatura, sobre todo a la poesía algunos estudiantes de Facultad. Quieren formar una suerte de vanguardia con el nombre de los “real visceralistas”, en recuerdo, u homenaje, a un grupo vanguardista mexicano del mismo nombre que, liderado por una mujer, Cesárea Tinajero, estuvo activo en la década de 1920 ó 1930 antes de que sus miembros “se perdieran” en el desierto de Sonora. Entre pormenores sobre lecturas, ideas, rutinas, lugares de habitación, cafés, bares, modos de sobrevivencia, relaciones sexuales, el foco de la narración irá circunscribiéndose cada vez más a tres personajes, todos poetas: García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima. Para salvar a Lupe, una joven prostituta, de Alberto (su “padrote” o cafiche), los cuatro tienen que huir de repente en el auto de Quim (protector de Lupe) en dirección al desierto de Sonora, perseguidos, en otro auto, por Alberto y un amigo suyo policía. Los fugitivos creerán pronto haberse librado de sus perseguidores. La huida se trasformará (en la tercera parte) en la búsqueda, a través de un laberinto de pueblos, carreteras y caminos, de Cesárea Tinajero, la poeta líder de los primeros realvisceralistas, los históricos. Finalmente la encuentran, al mismo tiempo que Alberto los encuentra a ellos. Conversan con Cesárea y duermen en su casa. Al día siguiente Cesárea se une a ellos y emprenden viaje en el auto. En el camino se cruzan con el auto de Alberto. Se detienen y se produce una riña. Mueren Alberto y su amigo policía. También muere Cesárea intentando proteger con su cuerpo a Lima y Belano. El grupo finalmente se separa: en una dirección, y en el auto de Quim, Belano y Lima, y en otra dirección, y en el auto de Alberto, García Madero y Lupe. La segunda parte de la novela contiene el registro de una larga secuencia de testimonios dados por numerosos personajes sobre momentos en que estuvieron con Belano o Lima, o sobre noticias en torno a ellos. Los “testimonios” también podrían leerse (porque todos van encabezados por el nombre de quien lo entrega y por las indicaciones de lugar y de fecha de enunciación) como cortes verticales practicados en hipotéticos diarios íntimos de los personajes enunciantes.

Pero, ¿qué es lo que hace posible hablar de una “aventura” a propósito de esta historia, así resumida? ¿Y qué clase de aventura sería? El primero que menciona el nombre de Cesárea Tinajero, muy al comienzo del relato, es García Madero, el diarista, y lo hace al tratar de recordar una conversación con los real visceralistas Belano y Lima: “Después mencionaron a una tal Cesárea Tinajero o Tinaja, no lo recuerdo”. Imposible no ver aquí una cita de la novela de Cervantes. Esta vacilación de la memoria entre “Tinajeros” o “Tinaja” recuerda al narrador de la novela de Cervantes cuando da cuenta de las dudas acerca de si Don Quijote se habría llamado en la realidad “Quijada” o “Quesada”, o simplemente “Quijano”. Pero no es la única cita. También cerca del comienzo, García Madero, en un diálogo con Rosario, la mesera de un bar a donde había ido, ella le pregunta de dónde es él, y él le responde: “Yo soy el jinete de Sonora”. El mismo reconoce que lo dice “sin venir a cuento” y que además nunca ha estado en Sonora. Pero, para el lector, la respuesta sí viene a cuento: el “jinete de Sonora” pone en el horizonte de la lectura a otro jinete, el “caballero” Don Quijote, y al desierto de Sonora en una relación de equivalencia con la llanura de la “Mancha”. Y una cita más (no la última). En la primera anotación de su diario (es decir, al comienzo de la novela), García Madero dice que ha sido invitado a formar parte del realismo visceral, y que ha aceptado, y agrega: “No hubo ceremonia de iniciación”. La mención de la “ceremonia de iniciación” recuerda, con su ausencia, la presencia (parodiada naturalmente) del ritual de iniciación de Don Quijote como caballero andante, en la venta que él había tomado por castillo.

Las frases “Tinajeros o Tinaja”, “soy el jinete de Sonora”, “no hubo ceremonia de iniciación”, junto con citar la novela de Cervantes, la hacen entrar en el proceso de producción de sentido de Los detectives salvajes. Este proceso se abre en el momento en que, siguiendo la dirección de las citas, comenzamos a leer la novela de Bolaño también como una novela de aventuras, y se desarrolla al mismo tiempo que esta novela va definiendo la figura propia de “su” aventura, la de su “diferencia”, en un juego de relaciones de contraste, de inversión y semejanza con la aventura del héroe cervantino. Ahora bien, ¿qué es una aventura? Más exactamente: ¿cuál es el modelo de aventura que Cervantes parodia en Don Quijote, parodia convertida por Bolaño en pantalla de refracción? Se trata de las aventuras caballerescas concebidas dentro de la cultura cortesana medieval. Don Quijote, siguiendo su modelo, “se lanza al mundo”, dice Erich Auerbach (a quien aquí sigo) en busca de aventuras, es decir, acontecimientos “peligrosos” y “fantásticos” que se suceden como en “en serie” o “en hilera”, “sin conexión racional” entre sí, y cuya única función es la de poner “a prueba” al caballero, el que así podrá mostrarse poseedor de las virtudes (valor, lealtad, sacrificio) que lo vuelvan digno de la perfección suprema, “platónica”, de su dama Dulcinea (Auerbach, 1950: 131-138, y Köhler, 1990). A esta luz, la novela de Bolaño hace notar sus correspondencias y oposiciones.

García Madero, Belano y Lima, en Los detectives salvajes, se lanzan también, como Don Quijote, a los caminos [7], que ahora serán carreteras, y ya no en caballo sino en un auto, inaugurando sus propias aventuras de manera incluso espectacular, y no sin riesgo, en una escena que el propio narrador califica como “de ciencia ficción”. Y también, por su parte, el azar está presente desde el comienzo en la gestación y la sucesión de los acontecimientos (las “aventuras”) que protagonizan. Por ejemplo, es casual la visita de García Madero a la casa de Quim, donde se ocultaba Lupe, justo en el momento en que Alberto, que ha sabido de su paradero, vigila la casa desde la calle del frente, en su auto y con su amigo policía. Es casual asimismo la llegada repentina a la casa de Quim por parte de Belano y Lima, que luego aceptarán escapar en el auto de Quim llevándose a Lupe, sumándose al final, en un gesto de última hora, García Madero. Tampoco estaba prevista, y es otra resolución sobre la marcha, la dirección de la huida, que será la ruta hacia el desierto de Sonora, al noroeste de México. Por último, es un giro igualmente imprevisto, improvisado, la transformación de la huida en la búsqueda “detectivesca” de Cesárea Tinajeros por los pueblos del norte de Sonora. Además del azar interviniendo en los acontecimientos, también Lupe, la dulce prostituta, cita la novela de Cervantes al recordar al lector a la generosa Maritornes. Pero la conexión central es otra: es entre Cesárea Tinajeros y Dulcinea del Toboso. Ambas ocupan posiciones comparables, eso sí, dentro de mundos contrapuestos.

En efecto, el de Don Quijote (y Dulcinea) es un mundo “vacío de toda realidad” (Auerbach, 1950: 133). Antes de ser Don Quijote, era el bondadoso Alonso Quijano, un hidalgo de rango menor, prisionero de una vida cotidiana gris, rutinaria, desencantada (como la del personaje de Kafka en La metamorfosis), que se libera de ella en un acto de evasión vertical: de tanto leer novelas de caballerías, despierta de pronto, ya loco, convertido en un caballero andante, habitando desde ese instante un mundo “ideal”, “absoluto” (en tanto el personaje de Kafka se despierta convertido en escarabajo, metáfora animalesca de la deformación y alienación que la vida cotidiana moderna produce en el sujeto), cuya expresión perfecta es Dulcinea, su amada. Mientras lo habite como caballero andante, la realidad de la vida cotidiana será, para él, un afuera, y si ésta interfiriera, ya se encargará su imaginación caballeresca de darle una forma compatible, o, en casos extremos, de postular la interferencia como maniobras de sus enemigos, magos y encantadores. Hasta que la interferencia de lo real toque, amenazándolo, el centro más íntimo de su fantasía amorosa, la imagen de Dulcinea, cuando Sancho, en las afueras del Toboso, lo engañe y le haga creer que Dulcinea viene hacia él, acompañada de dos damas, todas montadas, poniendo a Don Quijote en un estado de perplejidad dolorosa, puesto que no puede conciliar lo que ve (una campesina tosca, de habla ruda, además de mal olor, montada en un asno) con su imagen de Dulcinea. De este trance el caballero no podrá recuperarse nunca: saldrá interiormente quebrantado, preparándose así su final, cuando se dé cuenta que él no es Don Quijote sino Alonso Quijano, y que ha recuperado la razón (Auerbach, 1950: 314-339). Vuelve pues a su realidad cotidiana, a la intolerable monotonía de su vida de hidalgo lugareño, pero como no puede aceptarla y ya tampoco abandonarla mediante la evasión, no le queda sino una sola alternativa: morirse. Es lo que hace.

No es el caso de los poetas real visceralistas. Ellos viven y se mueven en un mundo cargado, pesado de realidad. Es cierto, tampoco parecen aceptarla, pero en lugar de salirse de ella, de evadirse, intentan en cambio transformarla. Claro, ellos son poetas y expresan el deseo de la transformación poniendo a la poesía como objeto metonímico: quieren “cambiar la poesía latinoamericana”, dicen, pero ese cambio (en la herencia de Rimbaud) es el cambio de la vida cotidiana, de lo real. Y si Cesárea Tinajero, la primera real visceralista, es el nombre poético del horizonte del cambio, de su expectativa, entonces Cesárea Tinajero es el nombre de una utopía. Buscarla en el desierto de Sonora, es moverse en el sentido de la historia. Buscar a Dulcinea, como Don Quijote lo hace, es por el contrario moverse fuera de la historia. Y cuando éste descubra que se la han “encantado”, sus enemigos, y que le han dado el rostro feo y maloliente de lo real, pero no pueda aceptar este recurso al encantamiento odioso de una manera íntimamente convincente para sí mismo, las paredes que separan y protegen su mundo ideal comenzarán a ceder y él, a iniciar el camino de regreso a la realidad, es decir, el de su muerte.

Los paralelismos con la novela de Cervantes son sorprendentes en este punto. También los “detectives”, después de ir y venir entre caminos y pueblos, de trajinar archivos y bibliotecas, de escuchar testigos, encontrarán finalmente a Cesárea (al igual que Don Quijote se encontrará con Dulcinea), y también el encuentro se producirá en las afueras de un pueblo, Villaviciosa, en una escena que incluye asimismo a Cesárea y dos mujeres más (la réplica de Dulcinea y las dos mozas), desarrollando una actividad común en las aldeanas, si bien no en una poeta, como lo es lavar ropa, cosa que hacen en unos “lavaderos” comunitarios, formados por artesas de piedra a las que llega un chorrito de agua continuo. La escena del encuentro es descrita así: “Cuando llegamos sólo habían tres lavanderas. Cesárea estaba en el medio y la reconocimos de inmediato. Vista de espalda, inclinada sobre la artesa, Cesárea no tenía nada de poética. Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al restregado y enjuagado de la ropa. Llevaba el pelo largo hasta la cintura. Iba descalza. Cuando la llamamos se volvió y nos enfrentó con naturalidad. Durante un instante Cesárea y sus acompañantes nos miraron sin decir nada: la que estaba a su derecha tendría unos treinta años, pero igual podía tener cuarenta o cincuenta, la que estaba a su izquierda no debía de pasar de los veinte. Los ojos de Cesárea eran negros y parecían absorber todo el sol del patio. Miré a Lima, había dejado de sonreír. Belano parpadeaba como si un grano de arena le estorbara la visión. En algún momento que no sé precisar nos pusimos a caminar rumbo a la casa de Cesárea Tinajero”.

Nada comparable, en la reacción de los poetas, al asombro, al verdadero shock que paraliza y desgarra a Don Quijote en su imposibilidad de reconocer en la aldeana a su Dulcinea. García Madero anota en su diario que tan pronto vieron a Cesárea “la reconocieron de inmediato”. ¿El presente (los jóvenes) reconociendo y reconociéndose en el pasado (Cesárea)? Pero tampoco para Cesárea la aparición de los jóvenes poetas ha sido intempestiva. Apenas oyó decirles su nombre, los “enfrentó con naturalidad”: como si estuviera esperándolos. ¿El pasado (Cesárea) esperando el presente (los poetas)? Indudablemente estamos frente a una superposición o simultaneidad de tiempos que le confieren a la escena una dimensión de irrealidad, de fuerte parentesco con los sueños (reforzada por algunos gestos de naturaleza familiar con el mundo onírico, como los de Lima y Belano cuando ven a Cesárea: uno “había dejado de sonreír” y el otro “parpadeaba”) . Una escena ésta a la vez con todas las características de los casos del “déjà-vu”. O mejor todavía, para decirlo con palabras de Paolo Virno, estamos frente a una escena donde los protagonistas viven el presente como su propio “recuerdo” [8].

Pasado (Cesárea y los primeros real visceralistas) y presente (los jóvenes poetas y los nuevos real visceralistas) se encuentran y se “re”-conocen. Ahora bien, dentro de la estrategia narrativa y de producción de sentido de Los detectives salvajes, el reconocimiento forma parte de una iluminación progresiva (en términos de la apertura a un saber) en virtud de la cual el encuentro, desde el momento inicial en los lavaderos comunitarios hasta los sucesos finales en la carretera, va asumiendo y exhibiendo los rasgos inconfundibles de una puesta en escena, de una ritualización. Lo que se pone en escena y a la manera de los ritos se hace público, es una verdad. Para eso esperaba Cesárea: para comunicarla a sus receptores. Por eso llegan hasta allí los poetas: para ser iniciados en los dominios de esa verdad. ¿Y qué verdad es ésta? Por el modo de su transmisión (como puesta en escena ritualizada), no está desde luego dicha sino “actuada”, “representada”.

Un componente de significado fundamental en la puesta en escena es el silencio. El silencio envuelve en todo momento la figura de Cesárea. El silencio define también la atmósfera en el interior de su casa (hacia donde van luego del encuentro en los lavaderos). Y es el silencio el aura de su palabra (escasa). Como si ella sólo hubiera estado esperándolos para hacer “audible” su silencio, que es el de su propia ausencia. Al día siguiente, en efecto, morirá, en la carretera, cuando lance su cuerpo sobre los cuerpos de Belano y Lima para protegerlos de los disparos de Alberto, haciendo de ambos, desde ese mismo instante, los sobrevivientes de su muerte, es decir, los “testigos” de su ausencia [9]. Alonso Quijano muere porque el mundo real al que regresa al recuperar la razón no admite a Don Quijote, es decir, la aventura caballeresca y su absoluto, ni Don Quijote puede mantener su identidad de caballero abriendo su aventura a la lógica de lo real. Cesárea muere porque el mundo real al que ella pertenece ha clausurado su lugar, es decir, el lugar de lo que ella representa como poeta, la utopía, y al clausurar su lugar, clausura también la aventura como función de la utopía. Son dos aventuras de naturaleza diferente, pero coinciden en que ya no son posibles ninguna de las dos. El silencio de Cesárea es pues el silencio de un lugar deshabitado. Deshabitado por lo que cae, ya sin sostén, por lo que se retira, diría Benjamin, inevitablemente del escenario histórico.


4. Aquí

Luego de la muerte de Cesárea en la carretera, los poetas real visceralistas, ya signados con su condición de sobrevivientes, se separan y se dispersan. Este doble movimiento no tiene nada de azaroso. Si Cesárea nunca habló directamente de la verdad, sino que el silencio y la muerte la hablaron (la verdad) por ella, aquí tampoco los poetas hablan su condición de sobrevivientes: la separación y la dispersión la hablan por ellos. Es decir, la separación y la dispersión son la forma de la sobrevivencia. O también: del presente. Los poetas pues podrán volver al Distrito Federal, o pasar por él e ir a otros países, incluso a otros continentes (y así ocurre según los testimonios registrados en la segunda parte de la novela), pero cualquiera sea la dirección por la que opten, el horizonte en el que entran, en cuanto horizonte de vida cotidiana, es el mismo: el de un presente regido por la separación y la dispersión como efecto inmediato del “silenciamiento” de la utopía y el fin de la aventura.

Está claro: el lector ha asistido a la puesta en escena (a la representación o actuación) de una verdad. Pero no ha asistido exactamente a la inauguración de esa verdad. Quiero decir, Los detectives salvajes, dentro de la producción narrativa de Bolaño, no es una novela donde por primera vez la mirada de su lector entre y recorra el espacio de esta verdad sobre el tiempo y la utopía (sobre el futuro y el presente, sobre el presente y el pasado), de tal modo que ella, la novela, pudiera constituirse en una frontera marcando un antes y un después. Lo cual ya significaría reintroducir la idea de una “historia” interior, por lo tanto de una sucesión más o menos orientada, idea desechada desde el comienzo de este ensayo. Lo que sí tenemos en Los detectives salvajes, tal como he dicho, es una puesta en escena de esa verdad, su representación o actuación (con rasgos que aproximan la escena a la de los ritos). Pero la presencia de hecho, factual de esa verdad, con todas sus consecuencias inevitables, es anterior y posterior a Los detectives salvajes. En otras palabras: las vidas de los personajes de Bolaño, antes y después de esta novela, han sido siempre, desde todo comienzo, figuras del espacio de esa verdad, vidas condicionadas por ella. De estas vidas podemos decir entonces, para empezar, que siempre (en términos desde luego del tiempo de los personajes de Bolaño) han sido de alguna manera vidas separadas y dispersas. En otras palabras: aunque los personajes no lo sepan, sus vidas han sido siempre vidas de sobreviviente, y el presente, el lugar de la sobrevivencia.

Mi lectura se ocupa a continuación de los otros textos del corpus narrativo, pero se detiene precisamente en algunos de estos personajes, o mejor, en ciertas manifestaciones suyas en tanto sujetos, como palabras, acciones, gestos corporales, para leer en ellas (y sin que los personajes mismos tengan conciencia de que los producen) “testimonios” perturbados y perturbadores, que nos hablan de un presente, de sus bordes que son también sus límites. Son testimonios del aquí de un presente, cuya lógica profunda como modo de darse o vivirse el tiempo sólo puede dilucidarse a la luz del silenciamiento de la utopía y el fin de la aventura. Son muchos los textos narrativos conectados directamente a esta coyuntura de la lógica significante y simbolizante de Bolaño, y a la figura de sentido que desde ellos se deja construir, pero, como dije, la lectura se centrará en los textos incluidos en el corpus de base. Se trata sólo de dos textos, cuentos ambos, y ambos también de la misma colección: Putas asesinas [10]. Pero antes de entrar en ellos, un poco a la manera de una introducción a su lectura, quiero servirme de una novela póstuma de Bolaño para insistir en un aspecto de la nueva dimensión que adquiere el presente en el contexto señalado. Me refiero al carácter potenciado de ser él un aquí, pero devenido absoluto a raíz del silenciamiento de la utopía y el fin de la aventura. Se trata de la novela 2666, publicada por primera vez en 2004 [11].

Como es perfectamente esperable de una escritura narrativa que se articula según el modelo de la red, las conexiones entre esta novela y Los detectives salvajes no sólo son posibles: son de hecho múltiples y de gran complicidad de sentido. Empezando por el año del título: 2666. No en su exacta literalidad, pero sí en una enunciación de máxima aproximación, pareciera estar ya, de alguna manera, anticipado por Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes, cuando, en un gesto de “videncia” (en la tradición de Rimbaud), decía, misteriosamente, que hacia “2600 y pico” se producirían acontecimientos importantes... Pero además la historia misma narrada en la primera parte de esta novela (con diversas prolongaciones en las cuatro partes restantes de la novela) entra en una verdadera relación de simetría con la de los “detectives”, incluyendo determinados espacios urbanos y elementos de la temática misma. En esta primera parte de 2666, titulada “La parte de los críticos” [12], se narra en efecto otra historia de “detectives”, de aventuras detectivescas. Cuatro críticos literarios europeos, de distintas nacionalidades (un francés, un español, un italiano y una mujer inglesa), van conociéndose entre sí debido a que comparten un mismo interés: la obra y la figura de un autor, el novelista alemán Benno von Archimboldi. Asisten a congresos donde hablan sobre él, traducen textos narrativos suyos, pero nunca han podido verlo, conversar con él, a pesar de que se empeñan sin descanso en ubicarlo, explorando indicios, señales, huellas, informaciones, noticias.

La última de las pistas lleva a tres de los críticos a México (el cuarto, el italiano, queda en Europa). Aun cuando parecieran esta vez estar muy cerca de hallarlo, vuelven a fracasar (uno de los tres, la mujer, regresará antes a Europa). Hasta que Pelletier, el crítico francés, el primero en haberse declarado seguidor de Archimboldi, tiene de pronto una suerte de “iluminación”. Sin duda también la tuvieron los poetas real visceralistas al final de su pesquisa, cuando encuentran a Cesárea, pero no explicitaron el saber de la suya. Pelletier lo hace (¿porque él es un crítico, un conceptualizador por lo tanto, y no un poeta...?) en una conversación con Espinoza, el otro crítico que se ha quedado con él, el español. Poniendo una vez más en evidencia a la red como forma de las conexiones y la circulación del sentido, y las complicidades en este caso con Los detectives salvajes, el lector observa que el lugar donde ambos críticos están es justamente Santa Teresa, una ciudad de Sonora, también visitada por los real visceralistas en su búsqueda de Cesárea, y vecina justamente del pueblo de Villaviciosa, donde la encontrarán. “No vamos a encontrar a Archimboldi”, dice Espinoza, desalentado. “Hace días que lo sé”, reconoce Pelletier. Pero el mismo Pelletier dirá a continuación: “Sin embargo, estoy seguro que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa”. Ante las dudas y preguntas de Espinoza, insistirá en sus palabras y terminará afirmando: “Archimboldi está aquí, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él”.

Lo que buscan está “aquí”. Pero ¿qué significa “aquí”? ¿Hacia dónde apunta este deíctico? ¿Hacia Santa Teresa como una ciudad singular, geográficamente situada en el Estado mexicano de Sonora? ¿Y lo buscado, Archimboldi? ¿Se trata sólo de un huidizo escritor alemán al que cuatro críticos se empeñan en ubicar porque lo admiran, fetichistamente, como si fueran periodistas de espectáculos tras una celebridad? Creo que ambos, Archimboldi y Santa Teresa, no son sino alegorías. Archimboldi alegoriza aquello que mueve o puede mover nuestras vidas (así atraídas e impulsadas), y que siempre está en otra parte, más allá de nosotros, en el futuro, desde donde emite señales azarosas y fragmentarias, renovando nuestro fervor y renovando a la vez su propia lejanía. Y eso es, de nuevo, la utopía, pero también, de nuevo, su silenciamiento y el fin de la aventura. Cuando Espinoza y Pelletier reconocen que no encontrarán a Archimboldi, el silencio que despiertan sus palabras (como el silencio que envolvía a Cesárea) prepara las palabras siguientes de Pelletier (y con ellas también va finalizando el relato): “Archimboldi está aquí, y nosotros estamos aquí”. Aparentemente contradictorias con el reconocimiento de su encuentro imposible, estas palabras, casi enigmáticas, dicen sin embargo una verdad, que no es más que la conclusión lógica del reconocimiento anterior, y que nos obliga a ver en Santa Teresa una segunda alegoría, una ciudad que está en lugar de cualquiera otra, que nombra el lugar en que efectivamente estamos. El “aquí” señala pues nuestro espacio-tiempo concreto. En otras palabras, nuestro presente. Archimboldi (la utopía) es una ausencia, y si él ahora está “aquí”, entonces el presente ha derivado en la sede de una ausencia, más exactamente, en el vacío de la ausencia. O también: el futuro (Archimboldi) no es más que nuestro presente [13].

Hay dos hermosos cuentos de Bolaño, ya mencionados antes, cuyos personajes e historias ofrecen al lector ángulos de visión penetrantes del presente desutopizado, del presente como ausencia, entregado a sí mismo:“Fotos” y “Putas asesinas”. En el primero de estos cuentos hay un único personaje: Arturo Belano. Está sólo, sentado en el suelo de tierra de una aldea africana, mientras hojea un libro con breves textos y fotografías de poetas de lengua francesa. Es un diálogo silencioso entre Belano y las caras fotografiadas, a través del cual las imágenes abandonan su hieratismo y adquieren una vivacidad animada por gestos sorprendidos y suspendidos en su promesa, suficientes para darle a las imágenes una condición fantasmagórica, irreal, de signo detenido en su pura enunciación. Pero esta condición de las imágenes fotográficas pareciera ser una pantalla en la que se deja ver, metafóricamente, la condición del sujeto y de su presente, de su espacio-tiempo. En efecto, Belano mira las fotos sentado en el suelo de esa aldea africana “abandonada por los humanos y por la mano de Dios”, mientras por el cielo azul pasan tres nubes muy lentas como “tres signos” por “el prado de las conjeturas o el prado de las mistagogías”, es decir, signos en el campo de las presunciones y de las incertidumbres [14]. Es tan irreal, fantasmal, la imagen fotográfica como el presente de Belano en “esa aldea que el sol arrastra hacia el oeste”. Más aún: si Belano, como dice el relato, “se halla varado” en la aldea africana vacía, también están varados en el tiempo de su fotografía los poetas de lengua francesa. En definitiva: el presente (el presente sin utopía, como el vacío de su ausencia) no viene de ni va a, simplemente está, y su modo de estar es irreal, fantasmal, sin horizonte de conclusión, como si el sujeto que lo habita estuviese en él exactamente como lo está Belano, es decir,“varado” en su espacio-tiempo, arrojado en él.

El cuento “Putas asesinas” abre otro espacio cultural para promover desde él su iluminación narrativa del mundo: si el anterior era el de la fotografía, ahora lo es, por una parte, el de la televisión y, por otra, el de figuras arquetípicas del relato infantil, como lo son el “príncipe” y la “princesa”. El personaje central del cuento es una mujer joven, vive sola en una casa, y tiene una moto. En la pared cuelgan dos cuadros, con la imagen separada de los Reyes Católicos. Para ella son simplemente el “príncipe” y la “princesa”: esos polos, el masculino y el femenino, que en los cuentos infantiles están desde siempre destinados el uno para el otro. La expectativa de su encuentro es también la expectativa del tiempo de la felicidad interminable. Un tiempo otro, no el tiempo de lo cotidiano sino ese tiempo de la fantasía, mágico, justamente el tiempo donde habitan también Don Quijote y Dulcinea. Aun cuando algunos cuentos digan que el príncipe y la princesa “se casaron, fueron muy felices y tuvieron muchos hijos”, la verdad es que siguen separados, pero siempre disponibles para su encuentro, para ser felices y tener muchos hijos. Son en verdad imágenes de una utopía infantil. No viven en el presente real sino eternamente en un futuro quimérico, pero desde el futuro abren el presente al entusiasmo de su horizonte.

La mujer joven de la moto que vive sola en su casa, sola y enferma de soledad, mira en su televisor el baile de un grupo de jóvenes en un estadio. Dos palabras de valor metonímico la inscriben de inmediato en la cotidianidad del mundo contemporáneo posmoderno: la “moto” (metonimia de la “velocidad”, esa variante tan central en la reflexión de Paul Virilio) y el “televisor” (metonimia del tiempo “real” o instantáneo). La joven es una mujer en estado de delirio, pero su delirio específico es a la vez un síntoma profundo de la naturaleza del mundo que habita. Un mundo que expulsa de sí, de su presente, la utopía (el futuro), para ofrecerse a sí mismo como la utopía cumplida, o por lo menos al alcance de la mano... Como en la serie televisiva infantil “Los padrinos mágicos”, el deseo es invitado a renunciar al horizonte de su espera y a celebrarse en cambio en su realización inmediata. Ya no más separación entre el príncipe y la princesa. El príncipe y la princesa están por fin “aquí”, en el presente, a metros de distancia uno del otro, y sólo falta que se descubran. La muchacha, de pronto, descubre a su príncipe entre los jóvenes que bailan en el programa de la televisión. Es decir, lo descubre en la televisión. O también: la televisión se lo descubre. Ella no tiene dudas: es ese que parece dirigirse justamente a ella con su mirada y sus gestos. Esta princesa, “impaciente” como ella misma se confiesa (la impaciencia ante una utopía subvertida por su realización inminente), no puede pues sino ir por su príncipe. Se viste, se perfuma y va a su encuentro a la salida del estadio. Lo ubica, se le acerca, lo entusiasma y se lo lleva montado a sus espaldas en la moto, viajando por “el túnel del tiempo”, del futuro al presente, o del presente al futuro, en una escena de cruces y fugas temporales habituales en los relatos de ciencia ficción, pero también en Bolaño, hasta tal punto que toda su narrativa podría perfectamente leerse como una ciencia ficción de lo cotidiano.

Después de que los “príncipes” se funden en la sexualidad de sus cuerpos, tiene lugar una escena que, a su manera, evoca en el lector las tradiciones religiosas del “sacrificio” ritual. En efecto, la joven amarra a su príncipe a una silla, lo amordaza y mientras espera el momento de darle muerte, le habla, en un lenguaje enigmático, de poseída, que la “víctima” sin duda no entiende. Si, según Girard, dentro de una sociedad amenazada por alguna violencia destructiva, el sacrificio cumple una función: “restaura la armonía de la comunidad y refuerza la unidad social” (Girard, 1998: 16), ¿qué función cumple en el cuento de Bolaño? Una, más asociada a la verdad de un desamparo que a la restauración de ninguna “armonía” o “unidad”. La joven del cuento aparece, dije, en un estado de delirio, de perturbación, rayano en la locura, pero también de lucidez extrema. Sabe, en su delirio, que la razón de sus actos los trasciende a ambos, a ella y a la víctima, y por eso le advierte que “no es nada personal”. ¿De qué se trata entonces? Ella por supuesto no lo dice (nunca una figura trágica “habla” su tragedia), pero de sus palabras, de sus actos, el lector infiere una respuesta: si el mundo que habita, al ofrecerse a sí mismo como el presente de la utopía realizada, la indujo a ir al encuentro de su “príncipe”, ahora, y desde la lucidez de su locura, al sacrificar al “príncipe” pone al mundo al descubierto, deja a la vista metafóricamente (con la literalidad de un “asesinato”, según declara el título del cuento y de la colección) lo que el mundo ocultaba: que el “príncipe” ha muerto, que su utopía ha muerto, que no queda más que el presente como un aquí deshabitado: el presente y el aquí de una “princesa” entregada a su soledad irremediable, la de su muerte.


5. Las lágrimas son el lugar de la esperanza


El orden de mi lectura se completa con una última figura temática. Su construcción crítica incorpora significados asociados a conexiones textuales propiciadas por una manifestación corporal fundamental y ostensiblemente reiterada en los personajes de Bolaño: el llorar. En la narración moderna, desde el siglo XX (Kafka podría ser un referente llamativo), no ha sido raro comprobar que determinados gestos corporales se repitan, como tales, en un mismo personaje o en personajes de distintas narraciones de un mismo narrador, y con un significado singular en cada autor. En las novelas de José Donoso, por ejemplo, algunos personajes bostezan, como distraídos u olvidados de sí mismos. No es éste un gesto desprovisto de interés. Toda una lectura podría intentarse a partir de esos bostezos, para nada ajenos, como indicios, a la crisis terminal del sujeto en Donoso (y al vacío de sustentación que se abre en él). En Bolaño el gesto repetido es el llanto. Son las lágrimas. Sería larguísima la lista de sus personajes, en cuentos y novelas, a punto de llorar o que lloran sin parar.

No estamos aquí, casi sobra decirlo, ante una simple explosión incontrolable de la emotividad, atribuible a tales o cuales circunstancias que absorberían, delimitarían y agotarían su significado. Por el contrario, hay una relación de causalidad profunda entre el llorar de los personajes y la naturaleza del mundo (del tiempo) que habitan. ¿Qué relación sería ésta? Por ahora, sólo diré que los vemos llorar cuando, en un momento particular de sus vidas, de sus historias, parecieran descubrirse de pronto como caídos fuera del mundo, como si el mundo, a la manera de una glándula, se hubiera cerrado sobre sí mismo, y en un instante se encontraran contemplándose en un afuera insoportable, varados como el personaje de “Fotos”. No veo que sea posible dar cuenta de la razón concreta del llanto, es decir, de esa caída en un afuera del mundo, de esa contemplación de un abandono radical, sin remitirla y articularla a las figuras temáticas anteriores. En efecto, desde aquella primera figura de un mundo desanclado, sin comunidad, de domicilios en tránsito, una misma línea de sentido atraviesa el fin de la aventura como consecuencia del silenciamiento de la utopía, la conversión del presente en un aquí absoluto, y el llanto de los personajes. Más todavía: esta continuidad de sentido de alguna manera encuentra en el llanto un momento de resolución, inevitablemente dramática. Dentro de este contexto se situará pues el análisis textual que sigue, con el que mi ensayo se interrumpe a modo de conclusión.

La mujer del cuento “Putas asesinas”, en sintonía delirante con la imagen del presente como el lugar de la utopía realizada, una imagen producida y publicitada por el discurso mediático (el televisor encendido en el cuarto funciona, señalé, como metonimia de ese discurso y de esa imagen), ha convertido su casa en un “castillo” para recibir a su “príncipe”, salido ahora de la televisión (del tiempo real), su nuevo domicilio después de haber sido desalojado del futuro (de la leyenda, del mito: de la utopía). Pero su delirio (como el de los locos) es lúcido: lo amarra y se dispone, dije, a sacrificarlo, no a un dios, sino sólo a sí mismo, para dar testimonio ritual de la muerte del príncipe, de su utopía. Es este saber, el de que el príncipe ha muerto y el de que la princesa no tiene lugar en su espera, de que como tal está fuera del mundo, el que la hace llorar. Su llanto llena la casa (la casa: siempre, metáfora del mundo) y las lágrimas “gotean del techo”. Este es uno de los tantos personajes de Bolaño cuyos actos evocan a ciertos personajes de Dostoievski, justamente a aquellos que juegan sus vidas, que las ponen en riesgo en un estado de sobreexcitación, de iluminados (de arrasados por la luz que expone a sus vidas), como Nastasia Filippovna en El príncipe idiota, o como los personajes de Los endemoniados. El personaje de Bolaño, la “princesa inclemente”, pareciera saber que si bien los suyos son actos sublimes, son también actos sin destino, o mejor, con un destino que es el de su fracaso, el de chocar contra sí mismos. En ese fracaso, precisamente, en esa imposibilidad, está la raíz del llanto. Es el llanto de una prisionera del presente, de una actualidad sin más futuro que el de su repetición, sin más utopía que la que cabe en su “aquí”. El llanto de una “princesa” que encuentra a su “príncipe” y lo trae a su casa sólo para demostrar, con su muerte, que no tiene ya cabida en el mundo, y que por supuesto ella, como “princesa”, tampoco.

En la misma colección donde figura este cuento hay otro, el primero de la colección, con el título de “El Ojo Silva”, donde el llanto vuelve a ponernos en la zona de los límites del mundo, de un afuera. Silva es un exiliado chileno, homosexual, de profesión fotógrafo, que aun cuando siempre intentó evitar la violencia, no le fue dado escapar de ella, a él, a los nacidos en la década del 50, a “los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”, dice el narrador. Silva, o el Ojo, pasó por Argentina, estuvo en México, donde el narrador lo conoce y se hacen amigos, y luego se va a Europa. Después de algunos años, el narrador lo encuentra en un viaje a Berlín, en una plaza, y el Ojo le cuenta una historia que es su historia, “terrible”. El medio para el cual trabajaba lo había enviado a la India para hacer dos reportajes fotográficos. Trabajando en uno de ellos, sobre el barrio de las putas en una ciudad de ese país, va conociendo a los jóvenes que administran los contactos, los chulos, y así llega a un extraño lugar, de arquitectura laberíntica, que en verdad es un templo donde, de acuerdo a un ritual muy antiguo, se elige a niños que, después de festejarlos como elegidos, son castrados en un acto de sacrificio al dios. Estos mismos niños son luego prostituidos. Templo y burdel, lo sagrado convertido en mercancía. O también: la mercancía devaluando lo sagrado e insertándolo en el circuito del consumo. Uno de esos niños le es ofrecido al Ojo: “Le trajeron a un joven castrado que no debía de tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo”. También el Ojo conoce a otro niño que estaba siendo preparado para la ceremonia de castración. Intentando el soborno, la amenaza, pero al final mediante la violencia y el azar, el Ojo logra sacar a los dos niños del lugar y huir con ellos.

A partir de ahí el Ojo se convierte en “otra cosa”: “Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre”. Son palabras casi enigmáticas, pero tal vez no impenetrables. ¿Por qué “madre”? El desamparo de los dos niños en aquel lugar, las circunstancias del mismo, que hace de ambos víctimas inocentes de un sistema (del capital globalizado que en su sed de devoración infinita ha terminado convirtiendo lo sagrado en mercancía, el ritual en un acto de compra o de consumo [15]), ¿no le recordarán al Ojo Silva tal vez el desamparo injusto que podemos suponer de su propia madre, y en el desamparo de ella, no renovará con extrema vivacidad el suyo propio, su doble? “Madre”: madre ella, madre él: madre especular. La huida del Ojo con los dos niños hasta una aldea perdida de la India, ¿no podría ser un gesto mediante el cual busca salvarlos, redimirlos, a ellos, a él mismo, a su madre? Es decir, ¿no estamos aquí reponiendo en escena una utopía, esa misma por cuyo fracaso el Ojo Silva, como tantos de aquellos que vivieron la muerte de Allende y vivieron la violencia del golpe militar, viven ahora en las sombras del exilio? Como si el Ojo no quisiera aceptar lo inevitable (la muerte de la utopía). Pero tendrá que abrirse a su fatalidad cuando los dos niños mueran por la “peste”. No importa de qué peste se trate, tampoco importan los detalles del contagio y la muerte. Porque es una peste simbólica: los niños mueren porque no es posible en su mundo (el del Ojo, el nuestro) la utopía. Y entonces, frente a esta verdad cuyo advenimiento no puede celebrarse, porque es la verdad de un menos, de una mutilación, de un empobrecimiento absoluto, el Ojo llora, y no puede parar de llorar. Es el llorar de un luto interminable.

El llanto es un lugar de la narración, de las historias narradas, y puesto que en estas historias el llanto regresa, siempre con un significado en el fondo similar, es también por eso mismo un “lugar común”, a la manera del topos en la literatura medieval. El significado estable del llanto en Bolaño ha quedado ya suficientemente declarado: detrás del llanto hay invariablemente un sujeto cuya vida, en su curso, entra en un contacto traumático con unos límites que son los de su tiempo, de su puro presente, es decir, de un aquí sin trascendencia, dejado o abandonado por el silenciamiento de la utopía y el fin de la aventura. Un contacto insoportable, insostenible, que precipita en el sujeto el cortocircuito de su llanto, signo de impotencia absoluta. Es el lugar también del dolor asociado a una renuncia, a un no poder ser, a un fracaso, a una mutilación. Es el llanto del Ojo Silva, de la joven puta asesina. Pero, para el lector de Bolaño que cree entender la lógica que gobierna la vida de sus personajes, la misma lógica que rige el presente, el aquí, el llanto no puede ser sólo un lugar terminal, de lágrimas como desechos, los extramuros donde la libertad es asaltada por la fatalidad. La misma violencia del cortocircuito (del llanto), la misma intensidad de ese dolor sordo de que habla el llanto, el dolor de un sujeto despojado de su derecho al sueño y a la aventura (a la aventura de verdad, desnaturalizada y desvirtuada por el simulacro de la “aventura” del turista), convierten a las lágrimas, por sí mismas, en un signo de protesta por la situación que las provoca (el estado del presente, del aquí) y a la vez en un signo de petición implícita de su redención. En otras palabras: las lágrimas son, en la narrativa de Bolaño, el lugar de la esperanza. O mejor: son el lugar simbólico desde donde habría que construir la esperanza.




Notas

[1] Desde luego, estoy aquí pensando la “masa” o lo “masivo” desde la perspectiva del ensayo de Jean Baudrillard “A la sombra de las mayorías silenciosas”, en su libro Cultura y simulacro (traducción de Antonio Vicens y Pedro Rovira, Barcelona, Editorial Kairós, 2005, 7ª ed.).
[2] Un problema interesante el planteado por estas publicaciones póstumas: si no fueron hechas por el autor, porque por alguna razón consideraba los textos incompletos, no a punto, ¿qué estatus les correspondería, si se publican, dentro de la obra del autor? ¿O simplemente las reservas del autor pasan a pérdida, y por virtud de sus herederos y editores todo queda homologado?
[3] Me refiero al relato de Kafka “Un mensaje imperial” (incluido en la colección La condena, traducción de J. R. Wilcock, Buenos Aires, Emecé Editores, 1964).
[4] El concepto de “red” que aquí, y en lo que sigue, se pone en juego, puede asimilarse en lo principal al concepto de “rizoma” de Gilles Deleuze y Félix Guattari, en Rizoma (traducción de José Vázquez y Umbelina Larraceleta, Valencia, Pre-Textos, 1997).
[5] El mismo caso de Bolaño como figura biográfica resulta incluso ilustrativo desde el punto de vista de una comunidad vinculante. Se dice de él que es chileno. ¿Pero en qué medida lo es, o qué significa en su caso ser “chileno”? Nació y vivió en Chile hasta los 12 años, pero los años de la adolescencia, tan decisivos culturalmente, o poéticamente, para él, los vivió en México. Y luego, otros largos años, los de las publicaciones que lo harán conocido, en Barcelona. ¿No será también, igual que sus personajes, un escritor para el cual la idea de pertenencia a una comunidad “nacional” deja de tener sentido porque deja simplemente de operar?
[6] Las citas de esta novela corresponden a la sexta edición (Barcelona, Editorial Anagrama, 2004).
[7] Roberto Bolaño formó parte, en México, de un movimiento llamado “Infrarrealista”. En 1976 el mismo Bolaño escribió el primer “manifiesto” del grupo. Lo concluye con una exhortación abierta que resulta reveladora a la luz de la lectura que estoy proponiendo. Decía: “Déjenlo todo, nuevamente. Láncense a los caminos”.
[8] Un análisis de las implicaciones para una teoría de la historia que ofrece el tema del “déjà-vu”, en Paolo Virno, El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo histórico (traducción de Eduardo Sadier, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2003), especialmente pp. 11-64.
[9] Empleo aquí la palabra “testigo” con el mismo sentido que le da Giorgio Agamben cuando se refiere al sobreviviente, como Primo Levi, del campo de exterminio nazi, en su libro Lo que queda de Auschwitz (traducción de Antonio Gimeno Cuspinera, Valencia, Pre-Textos, 2005, 2ª ed.).
[10] Barcelona, Editorial Anagrama, 2001. Citaré más adelante esta colección por la edición de 2006 (3a).
[11] Publicada en 2004, un año después de la muerte de su autor, la citaré aquí por la edición de 2006 (Buenos Aires, Editorial Anagrama).
[12] Esta novela, como dije un poco antes, es de publicación póstuma, pero a los problemas que ya plantea la publicación de un texto cuya forma tal vez esperaba aún intervenciones del autor, se suma otro: tampoco el autor dispuso la organización del texto publicado en una serie de unidades narrativas con el nombre de “partes”, decisión de los editores. Al parecer Bolaño tenía la idea de publicar estas unidades como novelas separadas.
[13] En Bolaño están siempre disponibles las pruebas de esa coherencia profunda, marca de todos los grandes escritores, que son las simetrías, las reproducciones especulares en escenarios narrativos diversos de los mismos significados nucleares, de los mismos gestos fundamentales. El “aquí” es un caso. Con el significado dicho, no es sólo el presente de los personajes, de sus vidas, de su mundo cotidiano: es también, y al mismo tiempo, el “aquí” de la narración misma. Más exactamente: es el “aquí” de la enunciación. En efecto, es muy característico de Bolaño que la narración se diga, diga su ahora, como si las palabras no tuvieran adonde ir, palabras sin futuro, o con un futuro que es su mismo presente, y entonces se repiten, indiferenciando comienzo y final. Al cuento “Últimos atardeceres en la tierra”, de la colección Putas asesinas, pertenece este pasaje: “Antes de que su padre se marche B le dice que se cuide. Su padre lo mira desde la puerta y le dice que sólo va a tomarse un par de tragos. Cuídate tú, dice, y cierra suavemente”.Y unas páginas más adelante:“Al cabo de media hora su padre vuelve a la barra. Su pelo rubio está mojado y recién peinado (el padre de B se peina para atrás) y tiene la cara enrojecida. Sonríe sin decir nada y B lo observa sin decir nada. Hora de comer, dice”. Esta circularidad cuyo centro lo llena el aquí, no desaparece ni siquiera cuando las palabras se agitan nombrando sucesivos desplazamientos, como en el ejemplo siguiente, tomado de “El Ojo Silva”, otro cuento de la misma colección: “Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo dijo el Ojo”. El movimiento se vuelve fantasmagórico: en vez de avanzar realmente, de abrirse un horizonte, marca el paso. Un movimiento frenado, atrapado en su aquí.
[14] La palabra “mistagogía” se refiere a las palabras del mistagogo, “sacerdote de la gentilidad romana, que iniciaba en los misterios” (RAE, Diccionario de la Lengua Española, 1970).
[15] Un análisis coherente con lo que aquí planteamos es el de Agamben en torno a lo sagrado y lo profano, al valor de uso y el valor de cambio, en “Elogio de la profanación”, recogido en su libro Profanaciones (Traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2005, pp. 95-119).