Letras Libres, México. 05.2004
De las miles de páginas, indignadas o conmovidas, que los escritores latinoamericanos han escrito sobre las dictaduras militares que reinaron en el cono sur en las últimas décadas, pocas me han parecido tan eficaces, por fantasmagóricas, como las dedicadas por Roberto Bolaño en Nocturno de Chile a un inverosímil general Pinochet tomando clases de marxismo con el sacerdote y crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix, conocido como el cura Ibacache. Sólo un prosista del refinamiento intelectual de Bolaño podía retratar el terror mediante una anécdota espectral, sin recurrir a las convenciones manidas, poniendo ante una Junta Militar ansiosa de conocer la ideología del enemigo marxista a un poeta improvisado, con relativo éxito, como exegeta de Marta Harnecker.
Para llegar a ese punto Bolaño logra, en tan sólo 150 páginas, una obra maestra de la novela corta, cuya progresión asfixiante cubre el enigma de la vocación artística, la maldición de la crítica literaria, las rarezas del estado eclesiástico y la real o supuesta banalidad del mal. Son al menos cuatro problemas planteados en una narración que no concede respiro al lector. Siguiendo el recurso de Hermann Broch en La muerte de Virgilio, Bolaño (Santiago de Chile, 1953) pone en marcha la memoria fugada de un moribundo, o de un afiebrado que se siente morir, dispuesto a relatar algunos de los momentos clave de una vida más bien superflua.
Nocturno de Chile nos recuerda que la realidad novelesca sólo alcanza el sentido poético del mundo cuando crea, al mismo tiempo, caracteres y atmósferas. Sebastián Urrutia Lacroix deberá iniciar su educación sentimental cruzando la aduana del crítico Farewell, príncipe de la literatura chilena. Con singular libertad, Bolaño presenta una versión de quien en la realidad fue, me parece, Hernán Díaz Arrieta (1891-1984), conocido durante medio siglo por su nombre de pluma, Alone. Reseñista compulsivo, Alone dejó una obra enorme, entre la que destaca Pretérito imperfecto. Memorias de un crítico literario (1976) y la Historia personal de la literatura chilena (1954). Heredero austral y tardío de Sainte-Beuve, Alone, Farewell en Nocturno de Chile, practicó la vieja crítica mediante "un esfuerzo civilizador, en un esfuerzo de tono comedido y conciliador, como un humilde faro en la costa de la muerte", apunta irónicamente Bolaño.
Alone fue un comprometido periodista de derechas, lo que no le impidió ser amigo y protector de Pablo Neruda. El cura Ibacache dialoga con Farewell desde la fiebre: "me gustaría decirle que hasta los poetas del partido comunista chileno se morían porque escribiera alguna cosa amable de sus versos". Y es precisamente ante Neruda, en el fundo de Farewell, donde el pobre cura, humillado por su alzacuello tanto como por su pubertad lírica, pasa su rito de iniciación, volviéndose coime o acólito del gran crítico.
Desde La literatura nazi en América (novela, 1996), Bolaño decidió jugar —apostando muy en serio— con los fantasmas ideológicos del siglo. Para ello, Chile es un lugar apropiado de manera siniestra, tanto por la brutal represión que siguió al derrocamiento de Allende, como por la abrumadora presencia del nacionalsocialismo en ese país desde antes de 1933, como lo documenta exhaustivamente Víctor Farías en Los nazis en Chile (Seix Barral, 2000). Personajes reales como Miguel Serrano (1917), huésped y corresponsal de Hermann Hesse y C.G. Jung en la posguerra y, desde sus exploraciones antárticas de juventud, esoterista convencido de que Hitler goza de cabal salud en el Polo Sur, prueban que los fantasmas de Bolaño son algo más que vidas imaginarias. Por cierto, algunos de los viejos amigos de Serrano, intachables personalidades literarias de la izquierda chilena, aseguran en privado que el sujeto es todo menos un mal escritor.
Pero volvamos a...
Pero volvamos a Farewell y el cura Ibacache, ancianos pinochetistas quienes no comprenden el significado político de la muerte de Neruda, ocurrida unos días después del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Este es otro de los momentos culminantes de Nocturno de Chile:
Al día siguiente fuimos al cementerio. Farewell iba muy elegante. Parecía un buque fantasma, pero iba muy elegante. Me van a devolver mi fundo, me dijo al oído [...] Luego alguien se puso a gritar. Un histérico. Otros histéricos le coreaban el estribillo. ¿Qué es esta ordinariez?, preguntó Farewell. Unos retoques, no se preocupe, ya estamos llegando al cementerio. ¿Y dónde va Pablo?, pregunto Farewell. Allí delante, en el ataúd. [...] Qué pena que los entierros ya no sean como antes, dijo Farewell. En efecto, dije yo. Con panegíricos y despedidas de todo tipo, dijo Farewell. A la francesa, dije yo. Le hubiera escrito un discurso hermoso a Pablo, dijo Farewell y se puso a llorar. Debemos de estar soñando, pensé yo. Al marcharnos del cementerio, tomados del brazo, vi a un tipo que dormía apoyado en una tumba. Un temblor me recorrió la columna vertebral. Los días que siguieron fueron bastante plácidos. Yo estaba cansado de leer a tantos griegos, así que volví a frecuentar la literatura chilena.
El cura Ibacache nunca pasará de ser un écrivain raté, atormentado por un joven doble y perseguido por las sentencias escépticas de Farewell, "de qué sirve la vida, para qué sirven los libros, son sólo sombras". Si su indiferencia ante la historia es fantasmagórica, si su relación con la poesía está de antemano condenada por su reputación de crítico, queda la vocación sacerdotal. Pero, como un abate de corte dieciochesco, su vida clerical sólo resplandece durante un viaje eclesiástico por Europa, enviado por el Opus Dei, para revisar la restauración de iglesias y basílicas. El cura literato de Nocturno de Chile acaba conociendo una red italiana, francesa y española de clérigos colombofóbicos que convierten sus campanarios en nichos de cetrería, pues sólo los halcones pueden destruir a las palomas, incriminadas por el deterioro sistemático de los monumentos de la Iglesia Católica.
Tras el golpe militar, indiferente a la función del crítico como faro civilizador desde la costa de la muerte, el cura Ibacache recibe la extraña propuesta, que debe mantener en absoluta confidencialidad, de instruir a los generales golpistas en la ideología marxista. En esas sesiones Pinochet destaca como el más paciente de sus alumnos, quien al final se confiesa superior a los presidentes Alessandri, Frei y Allende pues él, a diferencia de éstos, sí ha escrito libros, aunque fuesen de geopolítica y en ediciones militares.
"La décima clase", leemos en Nocturno de Chile, fue la última. Sólo asistió el general Pinochet. Hablamos de religión, no de política. Al despedirme me dio un obsequio en su nombre y en el de los demás miembros de la Junta. No sé por qué yo había pensado que la despedida iba a ser más emotiva. No lo fue. Fue una despedida en cierto modo fría, correcta, condicionada por los imperativos de un hombre de Estado. Le pregunté si las clases habían sido de alguna utilidad. Por supuesto, dijo el general. Le pregunté si había estado a la altura de lo que de mí se esperaba. Váyase con la conciencia tranquila, me aseguró, su trabajo ha sido perfecto. El coronel Pérez Larouche me acompañó hasta mi casa. Cuando llegué, a las dos de la mañana, después de atravesar las calles vacías de Santiago, la geometría del toque de queda, no pude dormir ni supe qué hacer. Me puse a dar vueltas por el cuarto mientras una marea creciente de imágenes y de voces se agolpaba en mi cerebro. Diez clases, me decía a mí mismo. En realidad, sólo nueve. Nueve clases. Nueve lecciones. Poca bibliografía. ¿Lo he hecho bien? ¿Aprendieron algo? ¿Enseñé algo? ¿Hice lo que tenía que hacer? ¿Es el marxismo un humanismo? ¿Es una teoría demoniaca? ¿Si les contara a mis amigos escritores lo que había hecho obtendría su aprobación? ¿Algunos manifestarían un rechazo absoluto por lo que había hecho? ¿Algunos comprenderían y perdonarían? ¿Sabe un hombre, siempre, lo que está bien y lo que está mal?
Al final, el cura Ibacache le cuenta al crítico Farewell su secreto. Todo Chile se entera. Y nadie dice nada. Nada. Esa respuesta conduce a Bolaño a cerrar Nocturno de Chile con la última aventura del cura Ibacache en el Chile del terror.Dejo al lector la averiguación del desenlace, donde el clérigo letrado se enfrentará a dilemas de conciencia mucho más agudos que las lecciones de marxismo a Pinochet, tocando un Nocturno de Chile esclarecedor, si ello es posible, de las fibras íntimas de una cultura.
Las trepidantes primeras cien páginas de Los detectives salvajes (1998), ese retrato de la vida literaria mexicana de los años setenta que ninguno de nosotros estaba en condiciones de escribir, demostró el enorme talento de Roberto Bolaño. Pero esa novela, tan aclamada, sufre de una tara frecuente en la ficción latinoamericana, ese bizantinismo que nos impide cortar el flujo narrativo sin perder el hilo novelesco. En cambio, en novelas cortas como Estrella distante (1996) y, ahora, Nocturno de Chile, Bolaño demuestra, sin duda alguna, que es uno de los dos o tres narradores latinoamericanos más dotados de nuestra época. Pocos como él sacaron tanto provecho de la diáspora sudamericana de los años setenta, convirtiendo los dolores ideológicos en profecías literarias, encontrando en el terror su esencia metafísica, demostrando que la prosa puede y debe ser, al mismo tiempo, un juguete literario y una apuesta por la gravedad. Las obras de Bolaño, una más, otra menos, presentan a un escritor que pertenece simultáneamente a varias literaturas, no sólo, como se ha dicho, a la mexicana y la chilena, sino a la tradición universal de la novela, virtud de la que pocos escritores se pueden jactar.
En su brevedad, Nocturno de Chile presenta, cosa siempre rara, a un personaje difícil de olvidar, ese cura Ibacache, que concentra atributos sólo visibles en la más alta elaboración artística, desde la personalidad del lenguaje hasta el horror de la historia, el pasmo de la vocación crítica y la novela como casa donde impera no la imitación servil de la vida, sino la experiencia de la literatura.