miércoles, 27 de julio de 2011

La tentación del veredicto: Fogwill y Bolaño, dos grandes provocadores convertidos en jueces

por Luis López-Aliaga
Revista Réplica. 07.07.2011





Fogwill dijo aquello de Hebe Uhart y el asunto fue como un decreto con carácter de urgente. Dijo “la mejor cuentista argentina”, lo que, pensando en la dimensión del dominio, resulta un juicio, al menos, temerario. Tengo en estos momentos la revista en mis manos. Es la revista Lea, de octubre de 2003. La compré en esa misma fecha, en la Avenida 9 de Julio. La foto de la portada muestra a Fogwill con una mueca de desinterés en los labios, mirando al piso o quizás un jugo de naranja que está fuera de cuadro, sobre la mesa. “Fantasías de un muchacho punk”, dice el título que acompaña la foto. Fogwill dijo lo de Uhart a propósito de Borges, de vivir ella en un mundo, el de la literatura argentina, enjuiciado según los paradigmas borgeanos. Cuando murió Fogwill, la afirmación adquirió más vuelo. El peso sacro de la muerte que deslumbra a los vivos.

No sé cuánto habrá influido ese juicio para que Alfaguara se decidiera a publicar los Relatos Reunidos de Uhart. Pero sé que esa afirmación llevó a muchos a poner atención sobre la obra de la autora, ahora ya de 74 años.

Yo soy uno de ellos. No entonces, cuando leí la entrevista y lo que me llamó la atención fue lo que Fogwill dijo sobre la manera en que las editoriales trataban a los autores. Como insumos, eso fue lo que dijo. Mi interés vino ahora, después de escuchar una y otra vez –y con cierta sospecha, lo reconozco- a algunos amigos repetir su nombre y la cita de Fogwill, usando el mismo estilo categórico de Fogwill, con ese aire de enterados que se suele usar en estos casos.

La tentación del dictamen literario está siempre ahí, como una forma de entusiasmo y de provocación. Yo ahora, por ejemplo, me siento tentado a decir que nadie puede entender la literatura latinoamericana, cierta esencia latinoamericana, sin haber leído a Luis Loayza. No digo el Perú, no digo la peruanidad, digo Latinoamérica, digo la textura honda de una lengua, su cadencia más pura, más simple, lejana a la estridencia de los grandes discursos y del canturreo artificioso de la vanguardia. Escribir sobre el amor, sobre la soledad, sobre el barrio, sobre la familia en Latinoamérica, sin pasar por Otras Tardes, es hacerse trampa. Y fracasar antes de tiempo.

Decirlo sin complejos, como un desafío, aunque sepamos que todo juicio es un prejuicio. Y todo veredicto es tentativo. Bolaño era otro gran provocador. Llevado, sin duda, por el fervor literario y la generosidad con los amigos, armó su particular cofradía en base a sentencias que ahora circulan de solapa en solapa, de contraportada en contraportada. Uno de los juicios que me llama la atención es el referido a Jaime Bayly, a quien eleva por los cielos, deslumbrado por la ironía y la ternura de Yo amo a mi mami. También se desprende un fondo político detrás de ello: Bolaño destaca el coraje de escribir con tal desparpajo sobre la homosexualidad en un país como el Perú. Más tarde Bayly le devuelve el elogio –o se cuelga de él- colocando en El huracán lleva tu nombre, no uno, sino cuatro epígrafes de Bolaño. Otro de los ungidos es Lemebel, de quien Bolaño afirma, categórico, que es el mejor poeta de su generación, aunque, dice, no haya escrito nunca un poema.

Pero también existe la variante inversa: la descalificación, el anatema. El entusiasmo utilizado para la demolición literaria, para el agravio. Fogwill y Bolaño la usaron con similar agudeza. Es un arma destructiva, política, que muchas veces nos devela también la mezquindad del verdugo. El modelo más cruel es la omisión. Hasta donde sé, Fogwill nunca habló públicamente de Bolaño y Bolaño nunca habló de Fogwill. ¿Qué se esconde detrás de ese silencio mutuo?

Juicios y omisiones. Premios y castigos. El problema es tomarse todo esto demasiado en serio. Dioses que hablan desde el más allá para dictarnos la lista del supermercado, las tablas de la ley. Ocurre cuando el autor adquiere el aura solemne del prestigio literario. Prestigio que se dispara, sobre todo, con la muerte. Jueces momificados de los que, finalmente, sólo nos quedan sus sentencias.