lunes, 29 de agosto de 2011

Bolaño: la construcción de un mito

por Leonardo Tarifeño
La Nación. Argentina. 19.09.2009




La tarde del 7 de febrero del 2003 hablé con Roberto Bolaño por última vez. Yo vivía en México DF y era coeditor de El Ángel, la revista cultural del diario Reforma, para la que él colaboraba con cierta regularidad. Esa tarde había muerto Augusto Monterroso, y mi jefe me ordenó reunir testimonios de distintos escritores sobre el gran cuentista guatemalteco, exiliado en México desde 1944. Bolaño era amigo de la casa, admiraba cierta literatura exquisita emparentada con la de Monterroso, conocía de primera mano la cultura mexicana y también sabía, como el autor de "El dinosaurio", lo que significaba vivir y escribir muy lejos del país natal. Para mí, llamarlo era una buena idea; para él, no tanto. Me atendió con afecto y franqueza, como siempre, y muy amablemente declinó la invitación. "Además, la próxima necrológica que te toque escribir va a ser la mía", me dijo, con un tono que entonces no supe si era de tristeza o ironía. No lo tomé en serio y le pedí que, si estaba tan seguro, la escribiera él y me ahorrara el trabajo (y el disgusto, debí agregar). Él insistió, entre risas, y ambos prometimos pensar en el artículo de su muerte. Menos de seis meses después, el 14 de julio de ese mismo año, Bolaño moría en España, víctima de una larga enfermedad hepática.

No sé por qué, esa tarde de julio, mi jefe no volvió a pedirme que reuniera opiniones de escritores, en ese caso acerca del creador de Los detectives salvajes. Yo no cumplí mi palabra, no escribí su necrológica (me gusta y me da miedo pensar que lo estoy haciendo ahora). Bolaño sí cumplió la suya, y de sobra, con 2666, su monumental novela inconclusa, toda una necrológica enloquecida y brutal cuya última palabra es "México". En otra de las conversaciones que sostuvimos, siempre por vía telefónica, le reclamé que nunca apareciera por su teóricamente queridísimo Distrito Federal. Hasta donde yo sabía, lo más cerca que había estado de volver al país al que le debía, según sus palabras, su "formación intelectual" había sido en 1999, cuando Chile fue el invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Bolaño ya tenía su pasaje y había comprometido su participación en varias mesas literarias, pero a último momento prefirió quedarse en casa y pidió que en su lugar se invitara a Pedro Lemebel. "¿Por qué no vienes, si aquí se te admira, tienes amigos y la ciudad te encanta?", llegué a preguntarle alguna tarde. "Porque no se regresa al lugar del crimen", me respondió, otra vez, con un tono entre irónico y triste. Y otra vez, como si fuera un destino o simple irresponsabilidad, en aquella ocasión yo tampoco lo tomé en serio. Hasta ahora, cuando pienso que "México" fue la última palabra que escribió e intento ver allí una pista que delate al prófugo imposible de atrapar.

Pero, ¿cuál es el "crimen" cometido por Roberto Bolaño? ¿A quién o a quiénes afecta su "delito"? ¿Y qué huellas conviene seguir para absolverlo o condenarlo? En las calles de Barcelona, el esténcil con su retrato compite con los grafitis hiphoperos o las pintadas en favor del nacionalismo catalán. El pasado jueves 10 se presentó en Pekín la traducción al chino mandarín de Los detectives salvajes. En Estados Unidos, 2666 recibió el National Book Critics Award, y Time la eligió como la novela del 2008. Por esos días, la dirección de la cárcel de Huntville, en Texas, le negó el pedido de Los detectives salvajes al preso número 1.385.412, ya que el libro "transgrede el manual de orientación para reos". Un año antes, The New York Times y The Washington Post destacaron a Los detectives salvajes entre las diez mejores novelas de 2007. En octubre pasado, el temido agente literario Andrew Wylie, actual encargado de los derechos de la obra del escritor chileno, dio a conocer la aparición de El Tercer Reich, novela oculta e inédita de Bolaño, de quien su editor español, Jorge Herralde, nunca había tenido noticias. Y hace apenas tres meses se anunció que Gael García Bernal podría interpretar a Arturo Belano (álter ego de Bolaño) en la versión cinematográfica de Los detectives salvajes, dirigida por el mexicano Carlos Sama. El extraño y heterogéneo caudal de noticias a su alrededor y la creciente mitificación de su figura confirman que Bolaño se ha convertido en un fenómeno global de la literatura latinoamericana, un impacto que en términos de aceptación crítica en otras lenguas sólo parece comparable al que en su día conquistó Gabriel García Márquez con Cien años de soledad (1967). Si lo de Bolaño fue un crimen, hay motivos para pensarlo como un crimen perfecto.

¿Y sus huellas? Para aquella FIL de 1999, Bolaño rechazó el viaje a Guadalajara pero no la invitación a escribir un artículo en una edición especial del suplemento cultural Hoja por Hoja, en ese momento la principal publicación de la feria, de distribución gratuita. El motivo de su artículo era José Donoso, por cierto uno de los escritores ampliamente homenajeados en aquel encuentro. El texto de Bolaño, "El misterio transparente de José Donoso" (compilado en Entre paréntesis), empieza de la siguiente manera:

Me cuesta escribir sobre Donoso. En casi todo estoy en desacuerdo con él. Cuando agonizaba, leí que pidió que le recitaran "Altazor", de Huidobro, y la imagen de Donoso en una cama de la que ya no iba a salir, escuchando los versos de "Altazor", me pone enfermo. No tengo nada contra Huidobro, me gusta Huidobro, pero ¿cómo alguien que se está muriendo puede querer que le lean ese poema?

Sigue así:

La herencia de Donoso es un cuarto oscuro. En el interior de ese cuarto oscuro pelean las bestias. Decir que él es el mejor novelista chileno del siglo es insultarlo. No creo que Donoso pretendiera tan poca cosa. Decir que está entre los mejores novelistas de lengua española de este siglo es una exageración, se lo mire como se lo mire.

Y concluye:

Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno.

Tal vez valga la pena aclarar que los "donositos" a los que se refería en ese párrafo eran muchos de sus colegas presentes en la FIL. Con semejante artículo-bomba, el autor no necesitó ir a la feria para estar allí y en boca de todos. El tono, el gesto y el sentido de la oportunidad visibles en "El misterio transparente de José Donoso" manifiestan los intereses de un escritor para el que la intervención y la ética literaria eran tan importantes como la obra (y de alguna manera la complementaban). Si Donoso encarnaba el rol del padre de la narrativa chilena, ahí aparecía Bolaño para dar, con tantos argumentos como recelos, la nota discordante. En sus años de joven promesa había hecho lo mismo en México, por entonces contra Octavio Paz, de quien saboteaba sus lecturas públicas junto a su amigo Mario Santiago (Ulises Lima en Los detectives salvajes). "Bolaño tuvo una clara estrategia de solitario que impone su ley, repudia la convención, descree de la gloria y sus poderes. La condición única era su signo", escribió Juan Villoro en el prólogo a Bolaño por sí mismo. En una ya célebre entrevista para la edición mexicana de Playboy, la periodista argentina Mónica Maristain le preguntó por qué le gustaba llevar siempre la contraria, a lo que él respondió, magistral: "Yo nunca llevo la contraria". Y a Eliseo Álvarez le confesó que se hizo trotskista porque no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".

Sus ídolos eran los "pistoleros, exploradores, gambusinos, gauchos, hombres apartados de la ley común pero que se asignan a sí mismos una moralidad severa, determinada por las arduas condiciones de su oficio", recuerda Villoro. En una entrevista donde se le preguntó de qué forma regresaría a la Tierra después de muerto, Bolaño contestó que lo haría convertido en "colibrí, que es el más pequeño de los pájaros y cuyo peso, en ocasiones, no llega a los dos gramos. La mesa de un escritor suizo. Un reptil del desierto de Sonora". Como los francotiradores, el detective salvaje en persona sólo era tal si actuaba en soledad (a lo mejor por eso disfrutaba tanto la presencia de los amigos, como han asegurado Rodrigo Fresán, Antoni García Porta y Villoro, entre otros compañeros de ruta). Hijo de un boxeador, parecía creer que sus palabras sólo tenían sentido si las pronunciaba desde el ring. Lo curioso es que sus provocaciones y desmesuras, hoy transformadas en la marca registrada de una rebeldía neobeatnik, tienen más de guanteo con un sparring que de pelea por el título mundial. Años después de atacar a Octavio Paz en su propio territorio, comentó en más de una oportunidad que admiraba algunos de sus ensayos y al menos "cuatro poemas" suyos. La crítica a Donoso termina por orientarse a sus probables discípulos. Y de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, prohombres del boom a los que alguna vez miró con desconfianza, en 1999 afirmó que "son superiores, y no creo que el tiempo vaya a perjudicar sus obras". En cada escaramuza del hombre que trabajó como descargador de barcos (en Francia) y sereno de un camping (en España) no late el dogma concluyente del gurú, sino la búsqueda permanente de quien no ignora que "la literatura no se hace sólo de palabras". La misma búsqueda que realizan Ulises Lima y Arturo Belano en pos de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes, la aventura que recorre la esquiva identidad de Benno von Archimboldi en 2666.

Tal vez el crimen no tan perfecto de Bolaño haya sido sostener que el oficio literario exige algo más que destreza lingüística, sin ser nunca lo suficientemente explícito con lo que trataba de decir. Es posible que no haya manera de ser explícito en esas cuestiones; quizás en la literatura y el arte hay ciertos asuntos importantes que no se pueden explicar. No parece exagerado afirmar que el escritor chileno murió en el intento por ser lo más claro posible en este asunto, y que de veras lo fue gracias a la insólita potencia que vibra en 2666. "Muchas pueden ser las patrias de un escritor, se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura -dijo, en voz alta, en su discurso de agradecimiento por el premio Rómulo Gallegos a Los detectives salvajes-. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso". En sus libros, en especial Estrella distante y La literatura nazi en América, da la impresión de que el mayor peligro de la literatura consiste en la formación de eruditos inmorales, torturadores ilustrados, "dandys del horror", en palabras de Villoro. En Bolaño, la cultura no salva, y, por el contrario, muchas veces es garantía de exquisita sordidez. Como en los cuentos de Llamadas telefónicas, el narrador -de fuerte impronta autobiográfica- advierte que el mundillo de escritores y críticos es de lo más turbio y dudoso que se pueda imaginar, y allí sospecha que la presunta nobleza del arte debe de estar en otro lado. Ante ese panorama, el detective salvaje busca, y en su investigación descubre que tal vez aprenda a saltar al vacío si es fiel a una fuerte ética literaria y personal. El escritor sube al ring, y ahí descubre que enfrente lo esperan los enigmas de su oficio. La ética y la estética son lo mismo. Por eso es que salir a dar batalla es tan importante como escribir un gran libro.

Con razón, el crítico español Ignacio Echevarría ha señalado que la figura dominante en la obra de Bolaño es el poeta. El prosista consagrado se veía a sí mismo como poeta, y los poemarios Tres, Los perros románticos y La universidad desconocida son algo más que la bitácora del narrador clandestino. En su mirada, el poeta es aquel donde ética y estética consuman su particular matrimonio, lo más parecido a un superhéroe de la literatura. En alguna entrevista, el autor dijo que si tuviera que asaltar el banco más seguro del mundo lo haría en compañía de poetas, y el relato "Enrique Martín" comienza con un enunciado que también es una declaración de principios: "Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo". Durante una cena, a Villoro le dijo: "Soy un marine; donde me pongas, resisto". Y en el formulario con el que pidió la beca Guggenheim, a la hora de rellenar el apartado de "trabajos realizados", Bolaño anotó: "Todos los oficios". La extraordinaria candidez que recorre a los jovencísimos Ulises Lima y Arturo Belano en la búsqueda de los secretos de la poesía (y de la vida) parece asomar en ese formulario indiscreto. Con la candidez no se va muy lejos, pero el mundo no se cambia si no se es un poco cándido. ¿Qué seriedad hay en el escritor que pide una beca y se define como trabajador de "todos los oficios"? La insobornable seriedad del cándido. En esa línea, quienes lo conocieron recuerdan que le gustaba considerarse "cazador de cabelleras". La frase aparece en el relato "Sensini" y apunta a los escritores que, como el propio Bolaño, vivían de alzarse con los jugosos e ignotos premios literarios de provincias. Pero el premio máximo del "cazador de cabelleras" es conquistar la del rival más poderoso (Paz, Donoso) y cuidar la propia, tarea para la cual quizá no haya nada mejor que haberse ejercitado en "todos los oficios". Aunque el mundo lo entienda y lo valore por eso, o no lo entienda y lo desprecie por la misma razón.

Hoy resulta difícil saber si el éxito de Bolaño es una huella que lo condena o lo absuelve en su peculiar aventura literaria y vital. Es el escritor en lengua española más reconocido de su generación, y la unanimidad que tanto despreciaba comienza a amenazarlo. A mí me gusta creer que la clave de su presente y futuro está escondida en una escena de La pista de hielo (1993), novelita muy menor si se la compara con Los detectives salvajes o 2666. El fragmento en el que pienso es cuando Nuria, campeona de natación, entra en el mar, y uno de los personajes masculinos, enamoradísimo de ella, la sigue. Nuria avanza y se mete cada vez más adentro entre las olas; el hombre da su mejor esfuerzo para alcanzarla y cuando llega advierte que no tendrá energías para volver. Para él, cada brazada es algo que lo conduce a la felicidad o al abismo, y lo único seguro es que el momento es un mal momento; sin embargo, y aun en contra de las evidencias, las da igual, simplemente porque es algo que no puede dejar de hacer. A lo lejos, desde el mar, la playa es un horizonte alucinado e imposible, pero la mujer se acerca y lo ayuda para que pueda regresar. Del mismo modo, Bolaño y su literatura fueron más allá de donde creían poder ir, y serán algunos de sus nuevos lectores -no el marketing ni el cine- los que ubiquen sus libros, ilusiones y salidas de tono en su justa dimensión. De eso se trata el verdadero crimen perfecto.








miércoles, 17 de agosto de 2011

Roberto Bolaño, presente e infinito

por Alberto Ojeda
El Cultural.es. 23.11.2010

El Cultural sienta en una misma mesa a Jorge Herralde, Ignacio Echevarría, Rubén Medina, Patricio Pron y Alejandro Zambra para diseccionar su poliédrica figura



En la prospección de los infinitos estratos que conforman la obra de Bolaño es posible que estemos todavía excavando en la superficie. Así lo cree, por ejemplo, Alejandro Zambra: “Bolaño es casi infinito; estamos muy lejos de agotarlo”. El escritor chileno habla en una mesa redonda organizada por El Cultural.es para diseccionar la figura del inabarcable autor de 2666. La ocasión la brinda la Semana de Autor, celebrada durante esta semana en la Casa de América (lugar también de esta charla a muchas bandas), y que este año se centra en exclusiva en él. Junto a Zambra toman asiento también el editor Jorge Herralde, el crítico Ignacio Echevarría, el poeta y profesor mexicano Rubén Medina y el escritor argentino Patricio Pron.

Para radiografiar a Bolaño no está de más empezar por la persona, más allá del escritor, aunque, como advierte de entrada Pron, “es la parte menos interesante de Bolaño”. No es cuestión de ponerlo en duda, sobre todo porque no le falta razón: lo más interesante de los escritores, por más que algunos se regodeen buceando en sus biografías, suele estar en los papeles que entintaron con sus bolígrafos, sus máquinas de escribir o sus ordenadores. Pero la mitomanía que lo está inflando ha desdibujado los contornos de la persona para convertirlo en icono, y ante semejante fenómeno conviene escuchar a los que lo trataron cara a cara y con cierta cotidianeidad.


"Generoso y cruel"

Todos coinciden en dos adjetivos: “generoso y cruel”. Generoso a la hora de prestar su apoyo a jóvenes escritores que luchaban por hacerse oír. Y cruel para atacar a todos aquellos que se habían apoltronado en la cúspide de la pirámide del prestigio literario. “Era muy divertido y un excelente e infatigable conversador. La prueba es que cuando le entrevistaban y le planteaban varias veces una misma pregunta siempre conseguía responder sin repetirse. Y luego tenía conocimientos enciclopédicos de todo: de poesía francesa, de programas de televisión, de alineaciones del Barça”, explica Ignacio Echevarría, hombre al que Bolaño confió la gestión de su legado literario tras su muerte.

Herralde suscribe lo de gran conversador: “Cada vez que se acercaba a la editorial para contarme sus proyectos, hacía una tournée por todos lo departamentos que duraba horas. Luego entraba a mi despacho y jugábamos torneos de maldades literarias”. Si las paredes de ese despacho hablaran...


La literatura: única drogodependencia

En esta deformación de la figura de Bolaño hay un asunto especialmente escabroso: su presunta adición a la heroína y otras sustancias. Es un rumor a voces que sobre todo se ha tenido muy en consideración en los Estados Unidos. Allí se acogió a Bolaño como un escritor desclasado, enfrentado a sus contemporáneos, pobre, drogodependiente y obsesionado con su dedicación a literatura. Rubén Médina, compañero de gamberradas infrarrealistas en México, cuando los dos eran jóvenes y pretendían subvertir los estamentos literarios, lo niega, tranquilamente: “Él, cuando visitamos al poeta de turno, estaba mucho más pendiente de aprender y de hacerle preguntas que le podrían servir para luego escribir que en los licores. Era muy moderado: se tomaba una cerveza en el tiempo que los demás habíamos tomado ya varios tequilas”. Jorge Herralde señala el origen de la habladuría en uno de sus cuentos, que tiene como protagonista a un heroinómano y que muchos creyeron autobiográfico, pero que el propio Bolaño desmintió que fuera así”.

“A mí me resulta muy difícil de creer esto”, tercia Pron, “porque él siempre me decía que me cuidara, que no abusara del alcohol y que comiera mucha fruta y verduras” [Risas en la sala]. Explica Pron que estos consejos se los daba para que le ganara tiempo a la muerte y pudiera escribir más libros. Bolaño también se aplicaba esta receta, con la desesperación de saber que la muerte le aguardaba al otro lado de la esquina, pero se ha autoimpuesto rematar a toda costa su obra magna, 2666, una novela de más de mil páginas. “Su compromiso con la literatura”, continua, “era total”. “Salvo sobre la propia supervivencia, estaba por encima de todo. Escribir era un fin en sí mismo, no un medio para obtener prebendas políticas ni para ascender socialmente”, remacha Pron, que entrevistó a Bolaño en la Universidad de Gotinga cuando éste andaba de promoción por Alemania y luego mantuvo con él una intensa correspondencia digital. “Los días que tenía mensaje suyo eran más felices”.

La conversión de Bolaño en un “fetiche pop”, como advierte Ignacio Echevarría, es un riesgo que corre el escritor prematuramente muerto y ensalzado a los altares de la literatura casi unánimemente. En las calles de algunas ciudades, como Santiago de Chile o Barcelona, se ven grafitis con su cara pintada. Pero el autor de Los detectives salvajes tiene el antídoto más eficaz contra ese proceso de trivialización en marcha: su propia obra. “Su esencia es múltiple. No ha creado un universo cerrado, como el Macondo de García Márquez, él abre puertas y puertas, por eso no se puede reducir, ni simplificar, es imposible”. Lo dicho: Bolaño es un autor infinito.









lunes, 8 de agosto de 2011

Roberto Bolaño y Mario Santiago en la calle Regina

por Eduardo García Aguilar
http://egarciaguilar.blogspot.com/. 03.02.2008









Ahora que Roberto Bolaño y Mario Santiago se han vuelto leyendas literarias de nuestra generación y cuando quienes les hubieran dado la espalda hace décadas se pelean ahora por aparecer relacionados de alguna manera con ellos y subirse al carro de su gloria maldita, quisiera recordar a ese ángel terrible de Mario, su mejor amigo, a quien vi por primera vez recién llegado a México en su buhardilla, cuando después de caminar y caminar con el novelista francés Joanni Hocquenghem nos invitó a beber una botella de mezcal, al fondo de la cual crecía un peyote verde esmeralda con retoños rojizos.

Ahora que al parecer van a editar en buenas editoriales la obra de Santiago, inmortalizado como personaje de Los detectives salvajes, Premio Rómulo Gallegos y una las novelas emblema de la generación de los nacidos en los años 50, es imposible no pensar en los avatares azarosos que dan las palabras a través del tiempo, cuando los malditos en vida terminan convirtiéndose en santos y en lo que más hubieran detestado: estrellas míticas rodeadas de incienso.

El chileno Bolaño y el mexicano Santiago y sus amigos peruanos y centroamericanos, entre otros muchos, eran malditos y rebeldes y protestaban a contracorriente contra el sistema literario piramidal que reinaba en el México de los años 70 y 80, contra una poesía formalista de la que estaba ausente la vida y una literatura de cortesanos y papas, de santones y santonas transportados en hamacas como ídolos de Babilonia.

Sólo una vez los vi juntos. Como ángeles aparecieron Bolaño y Santiago en mi cueva de la calle Regina. Era un domingo y Mario me presentaba al amigo chileno que estaba de paso y me pedía le prestara unos pesos que yo tampoco tenía, en ese edificio de película de vampiros surgido desde el fondo del siglo XIX, en medio de los más auténticos aromas de comidas mexicanas y ajetreos pueblerinos de ciudad añeja. Fue la primera y la última vez que los vi juntos en ese apartamento del primer piso, a unos metros de la avenida 20 de noviembre, del que se apoderaban como en los sueños de Walpurgis los efluvios vaporosos de una lavandería vecina.

Cuando yo llegué a México en 1980 la leyenda decía que Santiago y los suyos se presentaban en los actos más solemnes y en los sitios más sagrados para sabotear ese mundo literario de grandes sacerdotes supremos de la palabra y monaguillos serviles que tanto detestaban. Incluso se decía que Santiago había sido lanzado, con violencia inaudita, a rodar por las escaleras de algún palacio céntrico por sus propios compañeros fresas de generación, pues había osado enfrentar y sabotear la palabra infalible del gran Burundún Burundá mexicano Octavio Paz.

En la única foto donde aparecen todos los infrarrealistas juntos, tal vez cerca de la Casa del Lago, se les ve a todos greñudos y risueños con el aire de haber amanecido en medio de una fiesta interminable de humos, sexo, yerba, vinos y alcoholes terrígenos. En la mitad está Bolaño, jovencísimo, peludo y con el rostro alargado de quijote apátrida. El mismo Bolaño que adolescente vivía en 1971 cerca de la villa de Guadalupe, en la calle Samuel 27, con su padre León y su madre María Victoria, que bailaban muy bien la cueca. Y a su lado están entre otros y otras, Santiago y José Vicente Anaya.

Bolaño hace parte y es símbolo de un grupo de escritores extranjeros nacidos más o menos en los 50, que bien podría llamarse la Generación Sin Cuenta, llegados a México desde todos los países de Centro y Suramérica e incluso de Francia, como es el caso de Frederic Yves Jeannet, Joanni Hocquenghem e Iván Alechin, el hijo de Pierre Alechinsky, entre muchos otros. Otros nombres son el veracruzano Orlando Guillén (1947), el colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño (1949), los salvadoreños Manuel Sorto (1950) y Horacio Castellanos Moya (1958), el argentino Mempo Giardinelli (1948), también Premio Rómulo Gallegos, entre otros muchos más.

Todos ellos han escrito y escribirán sobre México y en especial de su capital, porque la experiencia de crecer con la espléndida generación artística mexicana los dejó marcados para siempre. Es una Ciudad de México especial, de transiciones, que se va abriendo estéticamente después de muchas décadas de una hegemonía piramidal nacionalista y funesta, dando paso a la expresión centrífuga de un arte mestizo, cosmopolita, apátrida, abierto al resto del continente y al mundo.

En ese México nacionalista, de carreras literarias que se construían con mansedumbre y servilismo, los infrarrealistas decidieron ser niños terribles apátridas cuando finalmente sólo eran unos santos. Bolaño venía de Chile y se la pasaba leyendo tiras cómicas a los 17 años, como lo relata el poeta y narrador salvadoreño Manuel Sorto, que vivió en su casa de la Villa, en 1971, recién llegado a México. Los otros infrarrealistas no miraban hacia el México de la poesía formal sino hacia el coloquialismo etílico de los poetas peruanos y centroamericanos y antes que mexicanos se consideraron apátridas.

Santiago, que en Barcelona y París se relacionó con los incas, decía que antes de ser un escritor azteca era peruano y a lo largo de su vida fustigó a los suyos, salvo con algunas excepciones que ganaron su afecto, como fueron Carmen Boullosa y Juan Villoro.

A Santiago, con quien me veía con frecuencia en el Centro Histórico para pasar revista a la literatura mexicana, le debo una ventana hacia otro México urbano marginal, así como una nostalgia por el París de las buhardillas poéticas de comienzos de los años 70, donde él vivió antes de aventurarse a los desiertos bíblicos de Israel tras amores imposibles. Y a Bolaño le debo la certeza de que a veces los derrotados salen ganando. Ambos iluminan a la generación Sin cuenta mexicana desde los cielos, donde sin duda no dejan de sabotear y molestar a Octavio Paz.









lunes, 1 de agosto de 2011

Sobre el mito Bolaño

por Horacio Castellanos Moya
La Nación. Argentina. 19.09.2009




El autor devela la estrategia de marketing que impuso al escritor chileno, a quien conoció, como nuevo paradigma de la literatura latinoamericana en Estados Unidos. Una operación que, afirma, no le resta mérito a su obra





Me había propuesto no volver a hablar o escribir sobre Roberto Bolaño. Ha sido objeto de demasiado manoseo en los dos últimos años, sobre todo en cierta prensa estadounidense, y me dije que ya bastaba de intoxicación. Pero aquí estoy de nuevo escribiendo sobre él, como un viejo vicioso, como el alcohólico que promete que ésa es la última copa de su vida y a la mañana siguiente jura que sólo se tomará una más para salir de la resaca. Y la culpa de mi recaída la tiene mi amiga Sarah Pollack, quien me hizo llegar su agudo ensayo académico precisamente sobre la construcción del "mito Bolaño" en Estados Unidos. Sarah es profesora en la City University de Nueva York y su texto, titulado "Latin America Translated (Again): Roberto Bolaño’s The Savage Detectives in the United States", será publicado en el próximo número de la revista trimestral Comparative Literature.

Albert Fianelli, un colega periodista italiano, parodia al doctor Goebbels y dice que cada vez que alguien le menciona la palabra "mercado" él saca la pistola. Yo no soy tan extremista, pero tampoco me creo el cuento de que el mercado sea esa deidad que se mueve a sí misma gracias a unas leyes misteriosas. El mercado tiene dueños, como todo en este infecto planeta, y son los dueños del mercado quienes deciden el mambo que se baila, se trate de vender condones baratos o novelas latinoamericanas en Estados Unidos. Lo digo porque la idea central del trabajo de Sarah es que, detrás de la construcción del mito Bolaño, no sólo hubo un operativo de marketing editorial sino también una redefinición de la imagen de la cultura y la literatura latinoamericanas que el establishment cultural estadounidense ahora le está vendiendo a su público.

No sé si sea mi mala suerte o si a otros colegas también les sucedió, pero cada vez que me encontraba en territorio estadounidense -podía ser en el bar de un aeropuerto, en una reunión social o donde fuera- y cometía la imprudencia de reconocer ante un ciudadano de ese país que soy escritor de ficciones y procedo de Latinoamérica, éste de inmediato tenía que desenvainar a García Márquez, y lo hacía además con una sonrisa de autosuficiencia, como si me estuviera diciendo: "Los conozco, sé de qué van ustedes" (claro que me encontré con otros más silvestres, que alardeaban con Isabel Allende o Paulo Coelho, lo que tampoco hacía diferencia, porque se trata de versiones light y de autoayuda de García Márquez). En los tiempos que corren, sin embargo, esos mismos ciudadanos, en los mismos bares de aeropuertos o en reuniones sociales, han comenzado a desenvainar a Bolaño.

La idea clave es que durante treinta años la obra de García Márquez, con su realismo mágico, representó la literatura latinoamericana en la imaginación del lector estadounidense. Pero como todo se desgasta y termina percudiéndose, el establishment cultural necesitaba un recambio, hizo tanteos con los muchachos de los grupos literarios llamados McOndo y Crack, pero no servían para la empresa, sobre todo porque, como explica Sarah Pollack, era muy difícil vender al lector estadounidense el mundo de los iPods y de las novelas de espías nazis como la nueva imagen de Latinoamérica y su literatura. Entonces apareció Bolaño con Los detectives salvajes y su realismo visceral.

"Que nadie sabe para quién trabaja" es una frase hecha que me gusta repetir, pero también es una realidad grosera que me ha golpeado una y otra vez en la vida. Y no sólo a mí, estoy seguro de ello. Sigamos. Los cuentos y las novelas breves de Bolaño venían siendo publicados en Estados Unidos, con esmero y tenacidad, por New Directions, una editorial independiente muy prestigiosa pero de difusión modesta, cuando de pronto, en medio de las negociaciones para la compra de Los detectives salvajes, apareció, como surgida de los cielos, la poderosa mano de los dueños de la fortuna, quienes decidieron que esta excelente novela era la obra llamada para el recambio, escrita además por un autor que había muerto hacía muy poco, lo que facilitaba los procedimientos para organizar la operación, y pagaron lo que fuera por ella. La construcción del mito precedió al gran lanzamiento de la obra. Cito a Sarah Pollack:

El genio creativo de Bolaño, su atractiva biografía, su experiencia personal en el golpe de Pinochet, la calificación de algunas de sus obras como novelas de las dictaduras del Cono Sur y su muerte en 2003 a causa de una falla hepática a sus cincuenta años de edad contribuyeron a "producir" la figura del autor para la recepción y el consumo en Estados Unidos, incluso antes de que se propagara la lectura de sus obras.

Quizá no haya sido yo el único sorprendido cuando, al abrir la edición norteamericana de Los detectives salvajes, me encontré con una foto del autor que no conocía. Es el Bolaño posadolescente, con la cabellera larga y el bigotito, la pinta de hippie o del joven contestatario de la época de los infrarrealistas, y no el Bolaño que escribió los libros que conocemos. Celebré la foto, y como soy un ingenuo, me dije que seguramente había sido un golpe de suerte para los editores conseguir una foto de la época a la que alude la mayor parte de la novela. (Ahora que los infrarrealistas han abierto su sitio web, ahí se encuentran colgadas varias de esas fotos, en las que descubro a mis cuates Pepe Peguero, Pita, el "Mac" y hasta al periodista peruano radicado en París José Rosas, de quien yo desconocía su pertenencia al grupo). No se me ocurrió pensar entonces, pues el libro apenas salía del horno y comenzaba el revuelo en los medios de Nueva York, que esa evocación nostálgica de la contracultura rebelde de los años 60 y 70 era parte de una bien afinada estrategia.

No fue casual entonces que en la mayoría de artículos sobre el perfil del autor se hiciera énfasis en los episodios de su juventud tumultuosa: su decisión de salirse de la escuela secundaria y convertirse en poeta; su odisea terrestre de México a Chile, donde fue encarcelado luego del golpe de Estado; la formación del fracasado movimiento infrarrealista con el poeta Mario Santiago; su existencia itinerante en Europa; sus empleos eventuales como cuidador de camping y lavaplatos; una supuesta adicción a las drogas y su súbita muerte.

Estos episodios iconoclastas eran demasiado tentadores como para que no fueran convertidos en una tragedia de proporciones míticas: he aquí alguien que vivió los ideales de su juventud hasta las últimas consecuencias. O como rezaba el titular de uno de esos artículos: ¡Descubran al Kurt Cobain de la literatura latinoamericana!

Ningún periodista estadounidense resaltó el hecho, advierte Sarah Pollack, de que Los detectives salvajes y la mayor parte de la obra en prosa de Bolaño "fueron escritos cuando éste era un sobrio y reposado hombre de familia", durante los últimos diez años de su vida, y un excelente padre, agregaría yo, cuya mayor preocupacion eran sus hijos, y que si al final de su vida tuvo una amante, lo hizo en el más conservador estilo latinoamericano, sin atentar contra la conservación de su familia. "Bolaño aparece ante el lector (estadounidense), incluso antes de que uno abra la primera página de la novela, como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida ya en materia de leyenda".

Digo yo que a Bolaño le hubiera hecho gracia saber que lo llamarían el James Dean, o el Jim Morrison, o el Jack Kerouac de la literatura latinoamericana. ¿Acaso no se titula la primera novelita que escribió a cuatro manos con García Porta Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce? Quizá no le hubiera hecho gracia saber los motivos ocultos por los que lo llaman así, pero ésa es harina de otro costal. Lo cierto es que Bolaño siempre fue un contestatario; nunca un subversivo, ni un revolucionario involucrado en movimientos políticos, ni tampoco un escritor maldito (como sí lo fue su mentor de aquellos primeros años, el poeta veracruzano Orlando Guillén, pero ésa es otra historia que espera ser contada), sino un contestatario, tal como lo define la Real Academia: "Que polemiza, se opone o protesta contra algo establecido".

Fue contestatario contra el establishment literario mexicano -ya fuera representado por Juan Bañuelos u Octavio Paz- a principios de los años 70; con esa misma mentalidad contestataria, y no con una militancia política, se fue al Chile de Allende (a propósito de ese viaje, que un periodista del New York Times ha puesto en duda, he llamado a mi amigo el cineasta Manuel "Meme" Sorto a Bayonne, Francia, donde ahora vive, para preguntarle si no es cierto que Bolaño pernoctó en su casa en San Salvador cuando iba hacia Chile y también a su regreso -el mismo Bolaño lo menciona en Amuleto- y esto es lo que Meme me ha dicho: "Roberto aún venía conmocionado por el susto de haber estado en la cárcel. Se quedó en mi casa de la colonia Atlacatl y luego lo llevé a la parada del Parque Libertad a que tomara el autobús hacia Guatemala"). Y se mantuvo contestatario hasta el final de su vida, cuando ya la fortuna lo había tocado y arremetía contra las vacas sagradas de la novelística latinoamericana, en especial contra el boom, a quienes llamaba, en un email que me envió en 2002: "el rancio club privado y lleno de telarañas presidido por Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y otros pterodáctilos".

Fue esa faceta contestataria de su vida la que serviría a la perfección para la construcción del mito en Estados Unidos, del mismo modo que esa faceta de la vida del Che (la del viaje en motocicleta y no la del ministro del régimen castrista) es la que se utiliza para vender su mito en ese mismo mercado. La nueva imagen de lo latinoamericano no es tan nueva, pues, sino la vieja mitología del "the road-trip" que viene desde Kerouac y que ahora se ha reciclado con el rostro de Gael García Bernal (quien también interpreta a Bolaño en el film que viene, a propósito). Con la novedad de que, para el lector estadounidense, dos mensajes complementarios, que apelan a su sensibilidad y expectativas, se desprenden de Los detectives salvajes: por un lado, la novela evoca el "idealismo juvenil" que lleva a la rebeldía y la aventura; pero, por el otro, puede ser leída como un "cuento de advertencia moral", en el sentido de que "está muy bien ser un rebelde descarado a los diecisiete años, pero si uno no crece y no se convierte en una persona adulta, seria y asentada, las consecuencias pueden ser trágicas y patéticas", como en el caso de Arturo Belano y Ulises Lima. Concluye Sarah Pollack: "Es como si Bolaño estuviera confirmando lo que las normas culturales de Estados Unidos promocionan como la verdad". Y yo digo: es que así fue en el caso de nuestro insigne escritor, quien necesitó asentarse y contar con una sólida base familiar para escribir la obra que escribió.

Lo que no es culpa del autor es que los lectores estadounidenses, con su lectura de Los detectives salvajes, quieran confirmar sus peores prejuicios paternalistas hacia Latinoamérica, como la superioridad de la ética protestante del trabajo o esa dicotomía por la cual los norteamericanos se ven a sí mismos como trabajadores, maduros, responsables y honestos, mientras que a los vecinos del Sur nos ven como haraganes, adolescentes, temerarios y delincuentes. Dice Sarah Pollack que, desde ese punto de vista, Los detectives salvajes es "una muy cómoda elección para los lectores estadounidenses, pues les ofrece los placeres del salvaje y la superioridad del civilizado". Y repito yo: nadie sabe para quién trabaja. O como escribía el poeta Roque Dalton: "Cualquiera puede hacer de los libros del joven Marx un liviano puré de berenjenas, lo difícil es conservarlos como son, es decir, como un alarmante hormiguero".