martes, 3 de enero de 2012

Nunca conoció a Bolaño

por Carles Ribas
Revista El Llop Ferotge nº 8. Septiembre 2008




Nunca conoció a Bolaño. La ventajosa unidad espacial que se establece entre el pueblo de uno y el pueblo del otro –apenas cinco kilómetros, cinco minutos en coche- invita a pensar que, en algún acto más que menos azaroso, menos que más premeditado, acabaran por encontrarse. La unidad de tiempo y la de acción, sin embargo, estrujaron por completo cualquier posibilidad de éxito: el tiempo de la narrativa finalizaba para uno y empezaba para el otro, abrazándose, en consecuencia, a una unidad de acción que se encargaba de subrayar ese atisbo de principio y fin sin pudor ni recelo.

Nunca conoció a Bolaño y a veces piensa que si esta triple unidad anteriormente citada hubiera considerado la oportunidad (o la delicadeza) de fusionarse, quizás tampoco lo conocería. Estar delante de un maestro, tiene esas cosas. La timidez se desata hasta engullir al alumno, le hace permanecer en silencio, a sabiendas que el concepto de ridículo crece por momentos pero que la pregunta inoportuna, absurda y estúpida puede salir en cualquier instante de sus labios y enterrar, de ese modo, un diálogo que tan sólo empezaba a asomar la cabeza. Mejor así, mejor quedarse sentado en las mesas de los bares que Bolaño frecuentaba y caminar relajado por las calles que sostuvieron sus pasos.

Nunca conoció a Bolaño pese a que, años más tarde, conoció a muchos de sus amigos. Bien es sabido que, en el momento de fallecer alguien y más aún con la losa del tiempo, los conocidos salen de debajo las piedras como escorpiones aturdidos por el clima inestable. No era el caso. Los amigos parecen fieles e imperturbables mientras cuentan sus anécdotas basadas en el cómo, en el cuándo, en el porqué. Se podría afirmar, tajantemente, que Bolaño pasó grandes y felices ratos con esa gente que, ahora, en el momento en que desnudan sus más ocultos secretos, sonríen sinceros recordando al narrador.

Nunca conoció a Bolaño y las paredes de su casa están prácticamente forradas con sus libros. No vale la pena señalarlos, observarles ni llamarles la atención: ellos solos aparecen y se hacen notar en el instante en que el joven aprendiz de narrador los echa en falta. Suele ser así, en mitad de la noche y donde la mente ya no sabe ejecutar palabras certeras para desarrollar la narración. Uno piensa que quizás no sirve para el riesgo que supone una novela en mayúsculas, quizás quedarse con una breve narración, modesta pero perfecta, brillante pero caduca. Conformarse con el exiguo y fabuloso éxito y no arrojarse hacia el lugar que más duele: la narración ambiciosa, extensa e imperfecta.

Es en este preciso instante cuando el joven aprendiz de narrador se da cuenta que está citando a Bolaño, es el momento de empaparse con cierta verdad: nunca aquella triple unidad los unió, jamás coincidieron en las mismas calles ni en los mismos bares y las anécdotas de su vida siempre se contarán en boca de otros pero, pensándolo un poco, abrazando esas novelas que se ha dejado caer y querer en su regazo, el joven aprendiz no cree equivocarse afirmando que conocer a Bolaño fue una infalible disciplina para convertirse en narrador.