jueves, 16 de octubre de 2014

Las huellas perdidas de Bolaño en Blanes

por David Morán
ABC.es. 13.08.2013

La localidad catalana estrena una ruta dedicada al escritor chileno coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte

Bolaño en su estudio



«Yo solo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente que vivió en Blanes y que quiso a este pueblo». Hasta no hace mucho, estas palabras de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953 - Barcelona, 2003) grabadas en una placa era una de las pocas pistas «oficiales» que permitían seguir las huellas del escritor en Blanes, ciudad a la que llegó «por casualidad» en 1985 y en la que se quedó a vivir hasta el fin de sus días. Tampoco es que la placa esté a plena vista: hay que alejarse de la zona antigua de la ciudad para, una vez dentro de la Biblioteca Comarcal, tropezarse con la frase franqueando la entrada a una sala de actos bautizada en honor del autor de La literatura nazi en América. Una placa, sí. Y poco más.

Su nombre, es cierto, resonaba en no pocas esquinas; junto a la arcada de la calle del Lloro y frente al mostrador del Terrassans; entre las páginas de la librería Sant Jordi y bajo el bullicio turístico de Los Pinos. Bolaño estaba ahí, pero faltaba algo que fijase sus pasos. Una muesca que hiciese las veces de revelador e ilustrativo «aquí vivió Roberto Bolaño» y guiase los pasos de los turistas que llegan a Blanes persiguiendo su leyenda.

No faltan quienes, como el escritor e íntimo de Bolaño A. G. Porta, creen que antes o después la Biblioteca Comarcal acabará luciendo el apellido de Bolaño pero, a la espera de que llegue ese día, la población que le vio consagrarse y triunfar aprovecha el décimo aniversario de su muerte para estrenar la ruta literaria «Bolaño en Blanes», una travesía que, según el Ayuntamiento, quiere dar respuesta al gran número de visitantes que desde hace unos años llegan a Blanes para conocer más detalles de su particular universo.

Porque si, como dijo Enrique Vila-Matas, llegará un día en que Blanes será conocida en todo el mundo porque en ella vivió Bolaño, nada mejor que engalanar sus calles con la efigie del escritor chileno y seguir sus huellas desde la alejada estación de tren, última parada de una línea que parte en dos el Maresme y se adentra tímidamente en la Costa Brava, y primer punto de contacto de quien llegue a Blanes en busca de la cartografía emocional de Estrella distante y El tercer Reich.

La estación de tren es, de hecho, el primer lugar que Bolaño pisó cuando se trasladó a la ciudad y constató que, en efecto, «el tren sólo llega a Blanes y ni siquiera la estación de Blanes está cerca de Blanes propiamente dicho». O, como escribió en Entre paréntesis, «para los que vienen de fuera no es fácil el acceso, es decir hay una apariencia de dificultad en las entradas a la Selva Marítima, sobre todo si se carece de coche».

Solventada esa dificultad inicial, la ruta Bolaño atraviesa el pueblo, del jaleo soleado y multilingüe de la zona turística de Los Pinos al reposo sosegado del Passeig de Dins, trazando una ruta real y numerada que se nutre de las miguitas de su propia vida, esas que Bolaño fue dejando desperdigadas por calles y locales.


Carrer del Lloro, lugar donde el escritor tuvo su estudio


El rastro del Pijoaparte

Una ruta con placas, tótems y lugares emblemáticos como la que le habría gustado encontrar al chileno cuando aterrizó en la ciudad atraído por el imán de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. «Caminaba por el paseo Marítimo buscando la casa de los padres de Teresa, desde la desembocadura el Tordera hasta las calas cercanas a Lloret, y por supuesto no la encontré, porque la geografía urbana de Blanes que aparece en Últimas tardes con Teresa es la geografía urbana del alma», confesó Bolaño en su papel de pregonero de la Fiesta Mayor de Blanes de 1999.

La geografía urbana de Bolaño, sin embargo, queda desde ahora grabada a fuego en diecisiete puntos convenientemente señalizados e ilustrados con una cita literaria que acaban configurando un paisaje emocional poblado por rincones naturales, minúsculos estudios, hábitos cotidianos y viviendas familiares. Algunos lugares han desaparecido o cambiado de nombre, como ese Hogar del Productor en el que hizo sus primeros amigos, «casi todos drogadictos» -«los hijos que el Pijoaparte nunca tuvo en Blanes con Teresa», recordaría más tarde-, y otros ni siquiera aparecen, como el café Terrassans en el que acostumbraba a desayunar manzanilla con churros. No faltan, sin embargo, espacios icónicos en la geografía bolañiana como esa tienda materna a la que llegó desde Girona con la intención de vender bisutería y en la que acabó sellando su pintoresco currículum de profesiones extraliterarias.

O lugares tan significativos como su minúsculo estudio en el número 23 de la calle del Lloro, el mismo que le valió el sobrenombre de «el chileno del carrer del Lloro». Alrededor de esa angosta callejuela orbitan algunos de los espacios capitales del universo doméstico Bolaño. A saber: la que fue su casa en la calle Ample; la hoy reubicada papelería Bitlloch, de cuyas dependientas aseguraba el escritor que era «todas, sin excepción, guapas y simpáticas»; la farmacia Oms que se sumó tristemente a su ruta tras diagnosticársele en 1992 una afección hepática.

«Blanes es más antigua que Nueva York y en ocasiones parece una mezcla rabiosa de Tiro, Pompeya y Brooklyn», dejó dicho el más salvaje de los detectives literarios sobre una villa en la que escribió algunas de sus obras capitales como la monumental 2666 y en la que también leyó, y mucho, gracias a esa Biblioteca que algún día llevará su nombre y a una librería, la Sant Jordi, con la que el escritor confesaba estar «razonablemente contento». Con la librería y también con su librera. «Tengo crédito y me consigue los libros que le encargo. Más no se puede pedir», decía.

Siguiendo la estela de Bolaño llegamos también al videoclub Serra, donde el escritor pasaba tardes charlando con el propietario, Narcís Serra, comentando «películas o hablando de thrillers que solo él y yo habíamos visto»; y a Joker Jocs, tienda de juegos y manualidades en la que Bolaño encontró a un «filósofo minimalista» tras el mostrador. Tras otro mostrador, el de la antigua pastelería Planells ubicada frente al Ayuntamiento, Bolaño entabló una estrecha amistad con Joan Baptista Planells, sobrino del pintor surrealista Àngel Planells y una de las personas a las que el escritor confiaba los detalles de sus avances creativos. Lugares y personajes todos ellos que Bolaño, «el chileno del carrer del Lloro», fue entrelazando y enterrando en su propia narrativa y que le llevaron a asegurar, como puede leerse en la biblioteca, que quiso de verdad a este pueblo.

O, como escribió en «La selva marítima», «en Blanes no hay fantasmas sino pura energía. Ya no recuerdo cuando llegué aquí. Solo sé que fue en tren y hace muchos años. Juan Marsé, en Últimas Tardes con Teresa, convirtió Blanes en el paraíso inalcanzable de todos los Julien Sorel de España. Yo leí la novela en México y la sonoridad de la palabra (que viene del latín Blanda) me subyugó. Todos somos el Pijoaparte, pero yo nunca sospeché que un día llegaría a Blanes y que ya nunca más desearía marcharme».