jueves, 27 de noviembre de 2014

Tanto Bolaño y nunca ser Bolaño

Jaime Quezada





Nosotros, que fuimos muchachos,
hoy somos épocas.
 

Octavio Paz


El tal Bolaño saltó –y solito saltó- todas las fronteras de modos y modas del oficio de escritor que desde muy joven se propuso e impuso. Me conozco el caso Bolaño –porque es un caso- desde sus orígenes. De alguna halagadora manera tengo un temprano acercamiento al dramaturgo, al poeta, al narrador Bolaño que fue. Pero, por sobre todo, al muchacho-joven Roberto Bolaño Ávalos en permanente crecimiento.

Casi dos años (1971-1972) viví en su casa, es decir, la casa de sus padres, en Ciudad de México, calle Samuel 27, una callecita de barrio de la Colonia Guadalupe Tepeyac, muy cerca de la Villa, el corazón religioso guadalupano. Entonces él era un muchacho de 18 o 19 años, que se había venido muy niño, y con sus padres, desde Chile varios años antes del Golpe militar del 73, y que ahora abandonaba enseñanza secundaria sistemática, que se estaba día y noche leyendo y releyendo (de Kafka a Eliot, de Proust a Joyce, de Borges a Paz, de Cortázar a García Márquez), y fumando y fumando, y bebiendo tazones de té con leche, y enojado siempre contra sí mismo o contra el otro (que era acaso yo) o contra el mundo, de un enojo que no se avenía con su blanquísimo rostro barbilampiño o su atenta mirada de precoz intelectual.

Un Gaspar Hauser este Roberto (a imagen y semejanza del protagonista de la novela de Jacob Wassermann), que no salía de su habitación-sala-comedor sino para ir al retrete o comentar en voz alta, tirándose los pelos de su amplia cabellera, algún pasaje del libro que estaba leyendo. O para acompañarme pacientemente -él, un paciente e impaciente lector- a la fuente de soda de la esquina, mientras yo me bebía una cerveza Superior y él, un licuado de guayaba. O salir conmigo a la vivencialidad cotidiana y plural de un  México revelador de historia y vida más allá de “Un domingo en la Alameda”, el vivísimo e iluminador mural de Diego Rivera.

Yo entones escribía (los jueves) comentarios de política internacional (en especial el proceso chileno del Gobierno del Presidente Allende) en el diario El Universal y, a su vez (los domingos), artículos literarios para la Revista Mexicana de Cultura, suplemento dominical del diario El Nacional. El bueno de Juan Rejano (un español republicano exiliado en México y amigo de Neruda) me había abierto generosamente las puertas del periódico invitándome a colaborar en dichas páginas. Y colaboré durante todo ese tiempo mexicano tan mío.

El Premio Nobel a Pablo Neruda (1971) me sorprendió en México y tuve entonces materia y lectura para varios meses. Y Roberto se entusiasmó y se motivó al verme teclear todas las mañanas en la única máquina de escribir –una Royal portátil- que había en su casa. Y, entonces, nos hicimos un horario. Por las mañanas, yo. Y por las tardes él ocupaba esa pequeña máquina de escribir.

 “Tengo ganas de escribir una obra de teatro”, me dijo un día. Y la escribió en menos de tres semanas. Una obra más gestual que textual, más mímica que parlamento. Con un sólo personaje, un personaje monologante que se burlaba de Carroll, de Kafka, de Joyce. ¡Y ya se estaba leyendo a Joyce –Retrato del artista adolescente-, y comentándolo! (“Tengo que leerme el Ulises”, repetía varias veces). La obrita la envió a un concurso literario de La Habana, yo mismo lo acompañé a la Embajada de Cuba. No pasó nada. Pero por allí andaba la rejunta tácita de su futura escritura. El divino botón, diría Cortázar. Cómo lamento hoy, sin embargo, no conservar esa pieza, tal vez el único intento de dramaturgia en la obra de Bolaño.

Y después, hacia finales de 1972, yo regresé a Chile... Y Bolaño siguió en su México de la “región más transparente” escribiendo, ahora, poemas y cuentos y  capítulos que serían después tema para sus novelas. Y continuando él una relación (o coincidencias temperamentales) de acercamiento y de amistad con aquellos amigos poetas y escritores que yo había conocido en el México de mi tiempo y de mi residencia. Y de ahí, de ese su México -diciendo adiós a sus padres, si es que les dijo adiós-,  a Barcelona, siempre solo, a ganarse la vida y la literatura.  Y se la ganó.

Y con una narrativa en búsqueda de un lenguaje, ya no único, sino múltiple. Haciendo así cierta la frase de Margo Glantz: “La literatura puede servir como ensayo para aprender a desleer un mundo o como ensayo verbal para ordenarlo. La preocupación de escribir bien tiene ahora una oposición: la de aquellos que no creen más en los ceremoniales literarios”.

Desde muy temprano, entonces, sabía yo que estaba en presencia de un escritor fuera de serie, de un talento nato, de un intelectual impúribus. Le tuve admiración y aprecio y fe desde un principio, a pesar de nuestras siempre contradictorias relaciones de amistad y de literatura. Aun así, algo y mucho de afecto y de ternura rodeó siempre esa mutua relación de amistad. Me respetaba, sin duda, como su hermano, su compañero, su amigo.

Pero en Chile nadie, absolutamente nadie, conocía a Roberto Bolaño. O no lo querían conocer y reconocer cuando ya en España estaba su nombre y su obra sonando de campanillas. Un día me fui yo a las oficinas de Planeta, en Santiago, con un manuscrito que Roberto me había enviado para que le gestionara en Chile alguna posibilidad de publicación. Quería que lo conocieran en su patria natal [1].  El manuscrito estuvo guardado dos años en los cajones del editor, hasta que la obra se publicó en España con gran éxito de crítica y de venta. El libro: Estrella distante [2]. El editor de Planeta-Chile (Carlos Orellana) se daba de cabezazos contra la pared [3]. Algo semejante ocurrió con un librito de sus poemas que llevé a otra editorial santiaguina, y de cuyo nombre no quiero recordar. Ninguna casa editora en Chile le abrió originalmente las puertas. Era un desconocido total. Sólo yo hablaba de Bolaño con los jóvenes y los no jóvenes, en todas partes, en mis talleres, con los escritores. “¿Y quién es Bolaño?”, me preguntó incrédulo en Santiago un periodista especializado en literatura, cuando le propuse publicar una entrevista que yo le había hecho al narrador en julio de 1993, y en Barcelona donde nos reencontramos después de veinte años. Me respetaba también como un hermano más mayor.

La distancia del país de Chile y su lucidez de sismógrafo le permitieron ser el irreverente y el iconoclasta que fue en relación con las gentes y la literatura de su país natal. Ni José Donoso, considerado nuestro principal novelista de estos tiempos, se salvó de la guillotina  verbal, de la iconoclastia de Bolaño. Ni un ex ministro de educación, ni varios dogmáticos críticos, ni muchos “donositos” por venir. Tenía sus razones el hombre. Aunque Bolaño no vivió in situ la sociedad chilena. Muchos antecedentes y datos, que luego serían tema para sus novelas y relatos, le llegaron más bien de oídas o de informantes a veces desinformados. En fin, ahora todos rompen lanzas y queman incienso: tanto Bolaño y nunca ser Bolaño, parodiando o actualizando un clásico verso de Lope de Vega.

Hacia finales de agosto de 1973, unas semanas antes del Golpe Militar, vino a Chile [4] siguiendo la misma ruta que yo había hecho en sentido inverso (Santiago-México) un par de años antes. Aquí, en Santiago, se quedó en mi casa (Comuna de La Cisterna) durante aquellos dramáticos y salvajes días, hasta que pudo regresar de nuevo al México de aquella vivencialidad callejera de esos años primeros de la década del setenta. Y cuando Roberto Bolaño estaba lejos –la estrella distante- de ser el narrador que a cabalidad llegaría a ser veintitrés años después. Pero era ya el talentoso muchacho desencantado y encantado con la literatura: Bolaño antes de Bolaño. En su novela Estrella distante, allí aparezco como un poeta con nombre y apellido [5]. Por eso digo, con vanidad y con modestia y con verdad (guardando las circunstancias), que yo soy el mentor de Roberto Bolaño, pues rompí lanzas verdaderas por él. Lo saqué a la vivencialidad callejera del México que yo me viví el 71, y después  en el Chile maltratado del 73. Tal cual.

Perdóneseme todo el contar de esta historia tan autorreferente,  pero creo que era necesario decirlo a estas alturas de un personaje literario ya plenamente decantado y encantado: Bolaño antes de Bolaño. Buen título para una crónica o para un libro ¿no? Y acaso estos evocadores recuerdos sean mi homenaje memorial también [6].




Notas

[1] Blanes, octubre, 95. Querido Jaime: Te envío el manuscrito de Estrella Distante, mi última novela. Dos son las razones: la primera es que se trata de una novela demasiado chilena como para que interese en un lugar que no sea Chile; la segunda es porque en una de sus páginas apareces tú y creo que en justicia debes ser de los primeros en leerla. Mi intención es ofrecerla a Planeta Chilena o a cualquiera editorial que saque novelas y que pague. Si después de leerla te ves con ánimos de llevarla tú a la editorial, hazlo, si no, telefonea a mi abuela en Santiago (Tel: 22-35-915) y entrégasela; ella ya tiene la dirección de Planeta. De paso puedes sugerirle otras editoriales. Me interesa mucho conocer tu opinión. Si te parece una mierda, por favor dímelo. (Yo creo que es lo mejor que he escrito, pero uno nunca sabe nada). Bueno, eso es todo, quedo a la espera de tus noticias. Recibe un fuerte abrazo y un beso. Roberto


[2] Blanes, marzo, 1996. Querido Jaime: He vendido Estrella Distante; la publicará Anagrama, en Barcelona, a finales de año. Te agradezco que la llevaras a editoriales chilenas. Me hubiera gustado publicarla en Chile, aunque mi editor dice que algunos ejemplares sí que se venderán allá. Escríbeme. Un fuerte abrazo. Roberto


[3] El poeta Jaime Quezada, amigo de Roberto, trajo de vuelta de un viaje a España el original de una novela suya con el encargo de ofrecerla a alguna editorial local. Era su vuelta al país, demoró tal vez un mes (o quizás más) en comunicarse conmigo y llevarme el manuscrito. Yo tenía sólo un recuerdo más o menos vago de Bolaño-poeta y de unos poemas suyos publicados en la revista Araucaria en el número 14, del segundo trimestre de 1981. Tardé a mi vez un par de meses (o acaso más) antes de leer Estrella distante, y comprobar entonces que tenía entre mis manos una novela de un escritor de primer orden. Me conseguí su teléfono con el poeta mensajero y me comuniqué con Roberto. Demasiado tarde. Ante la falta de noticias de Chile, había contactado a la editorial Anagrama, cuyo prestigio más los méritos sobresalientes de la novela hicieron luego lo suyo, disparando al escritor al primer plano del escrutinio público. Lamenté sólo a medias el haber perdido la oportunidad de publicar Estrella distante, porque es evidente que su destino no habría sido el mismo de haber aparecido entre nosotros. (Carlos Orellana. Informe final: Memorias de un editor. Editorial Catalonia, Santiago de Chile, 2008. pp. 240-241).


[4] Roberto había llegado a Chile la última semana de agosto de este 1973 después de un largo viaje en autobús desde Ciudad de México (donde vive casi de niño), motivado por la experiencia de mi propio viaje en sentido inverso (Santiago-México) que yo había realizado América del Sur arriba en los inicios del año 71, y toda vez que viví varios meses de meses en su casa (calle Samuel 27, Colonia Guadalupe-Tepeyac) gracias a la hospitalidad de sus padres y a la aceptación benevolente del mismo Roberto. Allí, en esa casa de esa callecita del  Distrito Federal, lo conocí y lo padecí (o él me padeció a mí), muchacho de 18, 19 años, neurótico lector con los siete tomos de Proust al cateo de su ojo, intolerable (aunque tolerable) como el que más, superdotado sin tasa ni medida, necesitado de ternura que va del querer intenso al odio y viceversa, impaciente de imaginarios sueños, fumándose la noche entera cigarrillo tras cigarrillo, bebiéndose su mañanero vaso de leche, escribiendo una obra de teatro para enviar a un concurso cubano y, en fin, retrato de artista adolescente con Joyce y todo. Y ahora llegaba sorpresivamente a la casa mía, aquí en Santiago (calle La Blanca 0559, Comuna de La Cisterna), para vivir mi hospitalidad y tolerancia también, e integrarse al “yo lo vi yo lo viví” de la realidad cotidiana del gobierno del Presidente Allende, que tanto fervor y admiración tenía mucho allende las fronteras de Chile y en el mismo gobierno y pueblo mexicano. El Golpe Militar, sin embargo, lo sorprende visitando familiares en Los Ángeles y Mulchén, en el centro-sur del país, en un recuperar acaso su infancia perdida, allí donde estudió unos cursos primarios y allí donde su padre –León Bolaño-, en la década del 50, era un lucido y activo boxeador, según cuenta una crónica de revista Estadio de la época. Y luego Concepción, ciudades aquéllas y ésta donde no pasaría desapercibido a los severos controles militares en calles, lugares públicos, terminales de buses y estaciones ferroviarias. El marcado canturreo mexicano de su hablar y el aspecto desfachatadamente extranjerizante y desafiante de su vestimenta, le traerían momentos de ingratos pesares. Luciendo un ancho y provocativo cinturón de cuero, con dorada hebilla de balas-vainas de fusil, Roberto andaba muy orondo por las calles de Santiago y de aquellas ciudades del sur. “Lo primero que tienes que hacer” –le dije, apenas se apareció por Santiago-, “es quitarte ese cinturón”. Advirtiéndole, además, que el país estaba ya casi entregado al control y vigilancia militares. “Me acordé de tu advertencia”, me dice, al regresar de ese sur-surazo violento y represivo, salvado sólo por fortuitas circunstancias de un ignorado destino. ¡Y él –Roberto-, que venía a un reencuentro con el Chile que había dejado muy niño (“En el cielo había una espada azul. Una gran espada azul sobrevolando los tejados marrones y rojos de Quilpué. Volví en sueños al país de la infancia”), se encuentra, de la noche a la mañana, con un Chile bárbaro y maltratante y, a su vez, maltratado! (Jaime Quezada: Bolaño antes de Bolaño. Editorial Catalonia, Santiago de Chile,  2007. pp. 115-117).

[5] Roberto Bolaño: Estrella distante. Editorial Anagrama, Barcelona, España. 1996.

[6] Entrevista al poeta chileno Jaime Quezada realizada por el escritor y poeta mexicano  José Ángel Leyva. Publicada en el libro Versos Comunicantes (Poetas Entrevistan a Poetas Iberoamericanos). Ediciones Alforja, Universidad Autónoma Metropolitana. Ciudad de México, 2005. pp: 246-269.