XL Semanal. 22.06.2009
No hace mucho, en una de esas cenas con Javier Marías
que a veces nos sirven a uno o a otro, luego, para teclear un artículo que
resuelva los respectivos compromisos semanales, comentábamos un hecho
pintoresco que suele darse entre los comentaristas culturales a la hora de
hablar de libros y autores. Un título, un nombre olvidados por completo o de
los que nadie hace caso, incluso escritores despreciados o desconocidos por
quienes se dicen árbitros de las bellas letras, se ponen de moda con un
centenario, una película o una reedición oportuna. Entonces, buena parte de
aquellos a quienes nunca oíste hablar de tales títulos o autores emiten
alaridos entusiastas, cantando sus excelencias y colocándoles la etiqueta
imprescindible. Que es el adjetivo que ciertos esnobs de la tecla, con
alborozado entusiasmo de conversos, reservan indefectiblemente para libros o
autores de los que no se habían ocupado antes, en su vida. Además, ellos nunca
leen, sino que releen. «Estoy releyendo —escriben, imperturbables— a Ian Fleming.
Un autor imprescindible». Sorprende, por otra parte, que si tanto aprecian a
determinado escritor, nunca hasta hoy le hayan dedicado una línea, y se
acuerden de él sólo cuando una editorial prestigiosa o una edición afortunada
lo ponen en primer plano. Pero quienes se lo montan de posar como culturillas
exquisitos —Lo que podría escribir y no quiero, o cosas así— nunca recomiendan
libros imprescindibles antes de que lo sean. Sería arriesgarse demasiado.
Comentaba esto con Javier, como digo, mientras despachábamos
sendos filetes empanados. No solemos hablar de literatura propia ni ajena, pero
esa noche íbamos por ahí. Yo mencioné a Roberto Bolaño. Como ya dije alguna vez
en público, es un autor que me parecía —a mí, no a Javier— increíblemente
avinagrado y aburrido cuando estaba vivo, y me lo sigue pareciendo muerto. Lo
de avinagrado se explica porque en vida nadie le hizo caso ni compró sus
libros; eso lo malhumoró mucho y solía meterse con otros autores como si ellos
tuvieran la culpa. El caso es que, con el filete empanado a medias, puse a
Bolaño como ejemplo. Aparte de que a mí me guste o no, dije, tiene guasa el
asunto. Lees algunas columnas actuales de animadores culturales españoles y
resulta que Bolaño es imprescindible. Eso, casualmente, ahora que su agente
literario le ha montado una bestial promoción post mortem nulla voluptas en Estados Unidos. Podían haberlo dicho cuando
estaba vivo y sin agente, digo yo. Ayudándolo a vender más libros y a tener
menos mala leche.
Pasamos luego a hablar de otros autores que ciertos
caraduras que hoy pretenden barajar la literatura ninguneaban o infravaloraban
no hace muchas décadas: Stevenson, Conrad, Simenon, Eric Ambler, Budd
Schulberg, Le Carré, Stefan Zweig, Schnitzler, el barón Corvo, Joseph Roth y
otros. Autores, todos ellos, poco estimados entonces en España, o incluso
insultados directamente, como era el caso de Zweig, novelista considerado menor
hasta hace cuatro días; y que, a quienes descubrimos su Partida de ajedrez y
sus obras completas en Editorial Juventud a finales de los años sesenta, nos
causa mucha hilaridad que ahora no se le caiga a nadie de la boca. O de Conrad,
cuyo Espejo del mar tradujo Marías hace la tira, cuando algunos tontos del
ciruelo todavía consideraban al polaco sólo un aseado escritor de novelas
marineras, y juraban que lo que había que leer era El Jarama, del por otra
parte respetable Sánchez Ferlosio, o la imprescindible —permitan que ahí sí que
me tronche— Larva, de Julián Ríos.
A los postres puse un ejemplo casual. Imagínate, dije,
a un autor al que nadie haga caso. Poco conocido y leído. Traven, por ejemplo.
Escritor maldito, marginal, autor de El barco de la muerte y El tesoro de
Sierra Madre. Lo conocemos desde hace al menos treinta años y nos gusta a los
dos. O, por lo menos, a mí. Pero aquí ningún periculto de suplemento literario
lo menciona jamás, ni recomienda sus libros. Pregunta por él en una librería.
No existe. Pues apuesto la tecla Ñ a que si mañana aparece un libro suyo en una
buena editorial, una docena de pavos que no han leído a Traven en su puta vida
se descolgarán con encendidos elogios. Para eso está Internet, para
documentarse. Yo, lector de Traven de siempre. Voy a explicarles quién es.
Etcétera.
Y bueno. El ejemplo era casual, como digo. Pillado por
los pelos. Pero lo cierto es que profeta en España puede serlo cualquiera. Tres
semanas después de la cena con Javier, una editorial de moda publicaba El
tesoro de Sierra Madre. En el acto, como era de esperar, llovieron columnas y
comentarios. Traven, naturalmente. Qué me van a contar a mí, a estas alturas.
Traven esto y lo otro. Traven y yo. Travenólogo como soy, desde pequeñito. Con
una palabra —nunca la habríamos adivinado— repitiéndose en cada artículo:
imprescindible.