Por Francisco Javier Alvear (en Cataluña)
Diario Clarín, 2013
Lola,
a la izquierda junto a Roberto y Mónica (Barcelona, 1977)
Hace un tiempo, “no quería hablar más de Bolaño”, no sé si fue
el escritor mexicano Juan Villoro o el catalán Javier Cercas quien lo dijo.
Compartiendo entonces, plenamente, ese estado de ánimo, aclaro que no se debía
a una traición ni de un brusco y repentino hartazgo para con el desaparecido
autor y su obra. Todo lo contrario, pues igualmente, como buen aprendiz de
“bolañólogo”, comparto, con la misma contundencia y rotundidad de Jorge Volpi,
que “después de Bolaño se acabó la literatura”; junto con declarar, una vez
más, también, con uno de aquellos que uno “no se cansa de sorprenderse con su
relectura”. Pero es que, siendo honestos, la desaforada construcción mítica de
Bolaño llevada a los niveles de paroxismo, desemboca, la mayoría de las veces,
en un genuino bodrio, por más entusiasta y archiconvencido “bolañista” que uno
se precie.
En efecto, luego de la muerte de Bolaño y desde un tiempo a
esta parte, precisamente cuando se cumplen diez años de su lamentable partida y
sesenta de su nacimiento (Santiago de Chile 28 de abril de 1953), se ha dicho
de todo y más. Cuestiones francamente absurdas, hasta de mal gusto e incluso no
poco difamatorias. Un tiempo que, dicho sea de paso, ha estado cruzado por la
solapada defenestración que hizo su viuda, Carolina López (de la cual llevaba
casi una década separado) del amigo, asesor y albacea literario del
desaparecido escritor, Ignacio Echevarría, tras firmar un suculento contrato
con el poderoso y temido agente literario estadounidense, Andrew Wylie, alias
“El Chacal”. Así recordó éste, hace un tiempo, cómo se produjo el encuentro
entre ambos: "cuando estuve en Barcelona, supe que Carolina López, la viuda de Bolaño, quería hablar conmigo y, evidentemente, dije que sí". Faltaría más.
Verdaderas patrañas y no pocas aberraciones se han vertido sin
el más mínimo recaudo y con total desapego a la verdad. Que van -la última que
escuché- desde la burda historia del perro que deambula por Blanes que se dice
que fue suyo, solo falta que se organicen tour para ir hasta la Costa Brava a
acariciarlo, hasta su (ficticio) pasado “yonqui” en el Raval (suficientemente
desvirtuado). El decadente y mítico Barrio Chino de Barcelona, “atestado de
ladrones, ‘camellos’, ‘yonquis’, putas, travestis, maricones y migrantes” en
donde -vía jeringuillas- habría contraído la mortal hepatitis “C” que a la
postre terminaría consumiendo el hígado y su vida, aquella calurosísima
madrugada del 15 de julio de 2003 en el Hospital Vall d’Hebrón de Barcelona. Un
despropósito monumental de la “bolañomanía” a la cual ha contribuido, y no
poco, en mi opinión, la publicación de ciertos “dispositivos” narrativos con un
sagaz ojo comercial pero completamente al margen de todo rigor y juicio
estético. Cuestiones que, seguramente, jamás hubieran visto la luz de haber
sobrevivido el vate. Tal es el caso del desafortunado poemario suelto publicado
con el sugestivo título de La Universidad
Desconocida (Anagrama, 2007); que, a la corta y a la larga, junto con
representar una seria amenaza a la esplendida obra de un narrador
imprescindible de nuestro lengua, terminará por matar la gallina de los huevos
de oro.
Pero conocí a Lola, a Lola Paniagua. La novia olvidada de
Bolaño, a la que tuve la suerte de conocer. Una sencilla y al mismo tiempo que
involuntaria activista (ecologista), portadora de una pequeña pero no menos
significativa historia personal, pues representa una pieza valiosísima del puzzle
por armar de la vida de Bolaño. Un verdadero eslabón perdido, que ni siquiera
el completísimo Arxiu Bolaño (CCCB,
Barcelona), fue capaz de recoger (como sí hizo con la historia, también
pequeña, de Edna Lieberman), aunque indiscutiblemente se trata de una magnífica
y exhaustiva muestra que recoge toda clase de artefactos, hasta los más ínfimos
objetos, del malogrado autor chileno. Tanto que ha viajado más de 14 mil
kilómetros para ir a presentarse nada menos que al Centro Cultural Recoleta de
Buenos Aires, para cerrar, junto al tributo rendido hace unos días en Madrid
por la hermosa Biblioteca Nacional de España, con un broche de oro la serie de
merecidos homenajes realizados al vate en el 2013.
Lola es todo un personaje. Tiene un extraordinario parecido con
el personaje Mags del distrito IV de la saga Los juegos del hambre: en
llamas. Con su cabello largo y blanco, que denuncia el paso de los años,
pese a su jovial aspecto “hippie” (“artesa”, dirían en Chile); es de hablar
bajo y pausado, dueña de una receptiva y cálida sonrisa sutil y naturalmente
posada en su rostro y de unos gestos de amabilidad casi orientales que invitan
a charlar como antes. Distendido, con empatía y respecto por los argumentos del
otro. Nació en Buenos Aires de padres españoles migrados a América, que
decidieron retornar a Bilbao cuando apenas Lola cumplía su año y medio de vida.
Siendo casi una adolescente se trasladaría a la ciudad de Zaragoza para estudiar
la carrera de química, como su padre. “Lo hice un poco para escapar del
ambiente que vivía”. Allí, a la par de los estudios, se adhiere a la lucha
antifranquista, lo cual la lleva a militar en uno de los tantos grupúsculos
“marxistas libertarios” de la época. En verdad resulta casi imposible entender
la resistencia antifranquista, como resistencia al golpe, sin el rol neurálgico
que jugaron las mujeres; las que, no olvidemos, no solo por cuestiones
ideológicas sino que por asuntos de género estuvieron siempre en el punto de
mira del régimen dictatorial.
Una experiencia, para nada gratificante, pues la llevó a pasar
por el túnel. Un día cualquiera llegó al piso que compartía con otros
compañeros de la Brigada de Investigación Social, la temible policía secreta
franquista, más conocida como “La Social”. Fue detenida y sometida a un severo
castigo durante cuatro largas semanas. Una eternidad. Un episodio traumático
que dejó profundas huellas en su vida y de cuyos detalles Lola no menciona
palabra, pero que dada la crueldad con que operaba el régimen y sus peligrosos
esbirros en esta clase de “procedimientos”, son fáciles de imaginar. Tanto o
más dura y desalentadora resultó finalmente fruto de la incomprensión y
desconfianza con que recibieron su libertad sus propios compañeros de lucha,
producto del dogmatismo y la sobre-ideologización que se vivía por entonces.
“Era como si sintieran envidia de mi terrible detención”. Una incomprensible y
absurda reacción que terminó, haciéndole el juego al horror de la tortura y la
vejación, con Lola metida hasta el cuello en una profunda crisis psiquiátrica.
Fue, entonces cuando, algo más recuperada, comprendió que no podía seguir así y
que no tenía nada más que hacer en Zaragoza.
De tal modo que arribó a Barcelona. Era un otoño del 77, hace
exactamente 36 años, pues fue más o menos en esta época, en que recaló en un
piso compartido con otros jóvenes izquierdistas de diferentes grupos en L’Hospitalet,
la segunda ciudad (comuna) de Barcelona en importancia de ascendencia migrante
extremeño-andaluza. Toda iba bien hasta que se hizo presente, una vez más, el
brazo largo de “La Social”. El mensaje fue terminante y claro: “estás
controlada, sabemos lo que haces”. Aunque a esas alturas Lola ya no quería
saber nada de su antigua vida ni de la lucha antifranquista, también,
comprendió, que ya no podía seguir expuesta en un piso de jóvenes, por lo que
decidió que había que huir nuevamente, pero esta vez perdiéndose en el bosque,
justo al centro de la ciudad y de una vida familiar aparentemente normal.
Fue en medio de ese periplo en que se enteró por medio de un
anunció en el periódico que se alquilaba una habitación en un departamento de
la Gran Vía cerca de las estaciones de metro Rocafort y Plaza España, pleno
centro de la ciudad Condal. Allí se encontró con Victoria Ávalos, una
cincuentona chilena que vendía bisutería en compañía de su joven novio catalán.
Bastaron dos o tres palabras para terminar cerrando el trato por la anunciada
habitación del amplio piso modernista, propios de este céntrico sector de la
ciudad. Se enteró, además, de que Victoria era divorciaba y tenía un par de
jóvenes hijos, Salomé y Roberto. Roberto era el mayor, tenía 24 años y venía
recién llegando a Barcelona procedente de México a juntarse con ella y su hermana.
Esa fue la primera vez que escuchó pronunciar su nombre, sin que le despertara
ni la más mínima expectativa.
“Al principio pasaba encerrada en la habitación. Salía solo
cuando un amigo me venía a buscar para llevarme de la mano al siquiatra de la
Seguridad Social… Un día salí al pasillo y me encontré con Roberto. Luego vine
al comedor. Había más gente. Conversamos de todo. Roberto era un conversador a
tope y se definía como poeta. Se sentía un poeta. Inmediatamente nos hicimos
muy buenos amigos… Él tenía miedo en salir a la calle porque no tenía papeles.
Estaba ilegal y temía ser detenido, por lo que también pasaba encerrado”. Aun
estaba fresco el recuerdo de la detención que casualmente ambos fueron objeto
el año 1973, él durante tres semanas y ella durante cuatro. Una coincidencia
que consigna Estrella distante (1996)
en donde Lola es el personaje de Ana y que termina siendo asesinada por su ex.
Por lo que “apenas salíamos por las tardes por el barrio a dar unas vueltas y a
conversar. A veces nos escapábamos al cine, jamás a una biblioteca. Roberto
sabía mucho de cine. Seguía a directores y sus películas, a las que analizaba a
fondo”, recuerda Lola. Unos paseos un tanto paranoides con sobradas y justas
razones, a los que solían sumarse Álvaro Montané –el hermano de Bruno- y
Mónica, una amiga.
No pasaría mucho tiempo sin que Lola y Roberto se hicieran más
que amigos. Fue en ese momento en que decidieron irse a vivir juntos. “De
amigos pasamos a amigos con roce casi sin darnos ni cuenta, y fue entonces
cuando alguien nos dio el dato de un departamento que se alquilaba en la calle
Tallers”, recuerda Lola. Resultó ser un minúsculo departamento de unos 25 metros
cuadrados en la cuarta planta de un edifico (antiguo convento) ubicado en la
adoquinada carrer Tallers del casc antic de Barcelona, en el mítico barrio El
Raval a un costado de Las Ramblas y a un par de cuadras de la Plaza Catalunya.
El mismo que inmortalizará Jean Genet en su Diario
del ladrón (1949): “El Paralelo es una avenida de Barcelona paralela a las
célebres Ramblas. Entre estas dos arterias, muy anchas, una muchedumbre de
calles estrechas, oscuras y sucias forman el Barrio Chino”.
Un departamento sin portero eléctrico, con baño compartido y
sin ducha (una pésima característica de casi todos los edificaciones de las
grandes capitales europeas que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX) y
ventanas interiores. Así lo describe Roberto en una de las pequeñas libretas,
en las que solía escribir, que comparte vitrina – en “Arxiu Bolaño”- con otras
tres más grandes, tituladas Diario de
vida, ejercicios de 1979, y cuyo primer volumen se subtitula “Notas de
vigilante nocturno del camping Estrella de Mar”, y a unos ejemplares de Algunos poetas en Barcelona: “el
cagadero en el pasillo compartido con otros dos pisos sin ducha…”. Corría
finales de 1978. “En invierno del 78, en Barcelona, ¡cuando aún vivía con
Lola!”, señala un fragmento de uno de sus sonetos. Sobrevivían con la
mercadería (artesanía) que Victoria les pasaba para que vendieran, labor que
Roberto combinaba con unos trabajos de corrección de unos textos en compañía de
Bruno Montané, poeta y amigo suyo, chileno de ascendientes catalanes que
conocía de México y que se había venido poco antes que él a Barcelona.
“Trabajaba duro, dormía más bien poco y bebía incasablemente
té, una parte principal de nuestra dieta junto al arroz blanco y los bocadillos
de mortadela. No alcanzaba para más. Hubo un par de meses en que no me pagaron
el paro. ¡Ah!, y el infaltable cigarro. Roberto fumaba muchísimo. A veces
prendía un cigarro le daba una o dos caladas y lo dejaba”, puntualiza Lola.
Luego, en el verano de ese año, Roberto empezaría a trabajar en uno de los
“oficios de sudakas”, como les llamaba con su característico humor negro a los
subempleos que ejerció: cuidador nocturno del camping “La estrella de Mar de
Castelldefels”. Una ciudad a unos 20 km de Barcelona, hasta donde Lola solía
acompañarle. Allí, como sabemos, Roberto estaría algún tiempo y un par de
largos inviernos, entre los años 1979 y 1981, antes de radicarse
definitivamente en la Costa Brava, primero en la ciudad Girona y, luego, en el
pueblo de Blanes hasta el fin de sus días. Allí compartió piso en la Rambla
Joaquim Ruyra con la discretísima Carmen Pérez de Vega, su última pareja.
Pese a toda la adversidad y los difíciles tiempos, “Roberto
-recuerda Lola - era un tío súper optimista, un ser dulce, comprensivo y amable.
Hablaba con todo el mundo y era capaz de experimentar una inmensa ternura por
todo. Pero al mismo tiempo combativo y lapidario especialmente con todo
escritor –como con la izquierda- que no le gustaba, al tiempo que eran sus
verdaderos héroes aquellos escritores que eran sus favoritos. En estos temas
era capaz de pasar rápidamente del tío más tierno al más ácido, siempre dando
la impresión de que se lo había leído todo. Era el más erudito de todos, pero
nunca infravaloraba a nadie, algo no muy común en tiempos en que todos hacían
gala de saber demasiado… Roberto era para mí un ángel en medio de la mierda”,
señala en medio de un profundo suspiro.
Y, seguramente, que lo siguió siendo pues conserva –desde
siempre, de antes que fuera conocido- con reliquiaria
devoción una serie de papeles, cartas, fotografías y un verdadero tesoro: un
par de ejemplares originales de sus primeros libros, a saber, Algunos poetas en Barcelona de La Cloaca
editorial (1978) y Reinventar el amor.
Este último editado en México un par de años antes, en 1976 contiene una
hermosa dedicatoria con bolígrafo azul y que señala: “Para Lola, niña
hermosísima, con mucho amor. Roberto. Barcelona 78”. Tal y como aparecen en la
siguiente imagen:
Mientras los días pasaban vertiginosa y rutinariamente, Roberto
escribía guiones y seguía trabajando en la corrección y estilo de algunas de
las obras de Manuel Puig; seguramente en Pubis
angelical (1979) o Maldición eterna a
quien lea estas páginas (1980), ambas editadas en Barcelona, ya que El beso de la mujer araña, también
editada acá, en su primera edición data de 1976. Lola empezó a experimentar la
sensación de que algo no iba bien. Comenzaban, nuevamente a hacer estragos los efectos
psicológicos de su larga y traumática detención, lo cual sumado al natural
agobio ocasionado por la difícil situación económica, hizo que Lola sucumbiera.
Así lo recuerda: “Conocí a alguien, nos enrollamos y me fui del piso. No sin
antes despedirme de Roberto. Lo tomó muy bien y nos despedimos con un buen
polvo. Era un gran amante, siempre salía cosas distintas. Una vez más en las
Ramblas nos dijimos cuídate y suerte”. Nunca más lo volvería a ver.
Al cabo de un tiempo Lola se enteró de que Roberto se había ido
definitivamente de carrer Tallers y de Barcelona, pese a que “a él le gustaba
mucho Barcelona, a pesar de que añoraba México siempre se sintió bien viviendo
en Europa”. Prueba de ello es que se fue del Raval no sin poca resistencia.
Hizo un último y desesperado intento por permanecer allí, una vez que se fue
Lola, con su antiguo y también fracasado amor (mexicano), Edna Lieberman, que
había viajado expresamente de México D.F. a unirse a él. Era su segunda breve
historia de amor en ese lugar que también al poco tiempo terminó mal. “Terminó
en un verdadero infierno”, para ser más o menos exactos, tal y como lo recordó
Antoni García Porta en uno de los dispositivos audiovisuales del “Arxiu
Bolaño”.
Finalmente partió y estando lejos de allí es cuando su intensa
vida literaria empezó lentamente a dar sus iniciáticos pasos, pues es indudable
que sus inicios como escritor están íntimamente vinculados a esta época y, muy
especialmente, a la gran amistad que desarrolló en ese tiempo con Bruno
Montané, con el cual creó la revista de poesía RVAC (Rimbaud vuelve a casa) y con el poeta–editor Xavier Sabaté
dueño del proyecto editorial La Cloaca, en donde publicó su primer libro de
poemas en Europa, Algunos poetas en
Barcelona (1978); y, poco después, con Antoni García Porta, con el cual
escribió a cuatro manos su primera novela, Consejos
de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984) y su primer
cuento conocido como Diario de Bar
(1984), ambos textos editados por Acantilado.
“Salíamos a caminar y charlar de literatura o bajamos a la Granja
Parisien o al Café Céntric, que estaba justo bajo su casa. A los futbolines
(taca-taca en chilensis) y al Cine Céntrico (que fue inaugurado en 1934 y que
cerraría más tarde en 1985, precedido de la mala fama de cine de mala muerte
luego de convertirse en escenario de un asesinato y de frecuentes y furtivos
contactos de homosexuales en sus baños) en el mismo edificio de Ediciones 62”,
señala García Porta en el citado vídeo de la muestra del "Centre de Cultura Contemporània de Barcelona" (CCCB). Indiscutiblemente eran tiempos plagados de proyectos, novelas y
guiones… pero que a Roberto, sin duda, comenzaban ostensiblemente a sobrarle o
a traerle mala vibra. “Desde que llega a Catalunya estaba verdaderamente
obsesionado con la idea de aprender a hacer novelas, es por ello que lee y
escribe infatigablemente, para volver a leer y escribir sin descanso,
prácticamente, todo el día como en un bucle sin fin”, recordó, por último,
García Porta.
“Qué decir sobre los
crepúsculos ahogado de Barcelona. / ¿Recordáis? / El cuadro de Rusiñol Enric
Satie en el sue estudi? /Así / Son los crepúsculos magnéticos de Barcelona,
como los ojos y la Cabellera de Satie, como las manos de Satie y como la
simpatía / De Rusiñol. / Crepúsculos habitaciones por siluetas soberanas,
magnificencia / Del sol y del mar sobre estas viviendas colgantes o
subterráneas/ Para el amor construidas. La ciudad de Sara Gibert y de Lola
Paniagua, / La ciudad de las estelas y de las confidencias absolutamente
gratuitas. / La ciudad de las genuflexiones y de los cordeles”. (“Crepúsculos
de Barcelona”, en La universidad
desconocida).
Así, Roberto se fue despidiendo de su querida Barcelona y
allegándose a su entrañable y definitivo Blanes. Luego de un breve paso por el
casco antiguo de la hermosa ciudad de Girona a donde arribó en 1980, se
trasladó a ese pequeño y solitario balneario, salvo en los veranos que está
plagado de “guiris” (gringo en buen chileno), borrachos y de turismo de bajo standing, el cual hizo su macondo. El
tiempo seguía su curso y a ratos parecía no poder olvidar a Lola, como consta
en este breve poema titulado simplemente “Lola Paniagua”, publicado en La Universidad Desconocida: “Contra ti he intentado irme, alejarme/ La
clausura requería velocidad/ Pero finalmente eras tú la que abría la puerta. /
Estabas en cualquier cosa que pudiera/ Caminar llorar caerse al pozo/ Y desde
la claridad me preguntabas por mi salud. / Estoy mal Lola, casi no sueño”. Corría
el año 79 y, parafraseando a Carmen Pérez de Vega, su verdadera viuda, Roberto
comenzaba a transformarse en Bolaño, en Roberto Bolaño.
Lola
Paniagua, Tarragona, 2013