martes, 11 de octubre de 2022

Bolaño y el fuera de lugar

Por Enrique Díaz Álvarez

Publicado en Revista UNAM, agosto de 2008





La literatura es, además de otras cosas,

un modelo de conducta.

Julio Ramón Ribeyro



Solo en una ciudad como México DF puedes desear que te roben un libro. Hace años, cansado de perder reiteradamente el radio del coche con diversos cristalazos, decidí involucrar a los ladrones en una experiencia estética. La mecánica era simple, estacionaba en la calle —si era de noche lejos de los postes de luz—, ponía un libro en el asiento del copiloto y, cuando el barrio era bueno, incluso bajaba un poco la ventanilla para incitar el delito de mi ladrón lector ideal.

 

En vez de una burda radio Clarion, les ofrecía libros que había disfrutado a mis entonces veinticinco años. Por ese asiento desfilaron La muerte de Artemio Cruz de Fuentes, Mi último suspiro de Luis Buñuel, Diario de un seductor de Kierkegaard, Masa y poder de Canetti, y un diccionario de símbolos carísimo. Inevitablemente mi familia y amigos se enteraron del disparate y terminaron sugiriendo títulos. Algunos de ellos, bajo el contexto, llegaron a constituir una verdadera obra de arte; el propietario a plazos de un Volkswagen gris pide que le roben Cómo ser buenos de Nick Hornby.

 

Nunca recibí el cristalazo, pero esa terapia absurda funcionó: me quitó la rabia del hurto y me acostumbré a leer en los embotellamientos. Todo esto era para confesar que hace poco me sorprendí pensando en regresar al Distrito Federal y poner mi ejemplar de Los detectives salvajes en el asiento del copiloto. Quizás así encontraría al caco interlocutor. Después de todo, esa novela universalmente mexicana se ha hecho célebre pasando horizontalmente entre las manos de diversos afectados. El problema es que ya no tengo coche y no recuerdo a quién le presté esa novela.

 

Un libro generacional es aquél del que te despojan tus amigos. Un libro de culto es aquél que te gustaría dejar a la vista cuando bajas del auto en una ciudad travesti.

 

No es fortuito que piense en Roberto Bolaño mientras me debato entre la metrópoli que vivo y la que pienso. Buena parte del éxito de su narrativa es que habla, incluso sin saberlo, a un lector desterrado y posnacional. Su poética del tránsito encuentra eco en miles de seres humanos que construyen su identidad en lo híbrido, en lo mestizo, en el intersticio. Sujetos entre países que no saben conversar, que se desplazan y engañan con tal de contar una buena anécdota. Sujetos que entienden que la identidad es narrativa, que ponen en evidencia la arbitrariedad de las fronteras y que saben que uno es lo que recuerda, hila y puede decir que es. Inclasificables que quitan peso a palabras monolíticas como Patria y de paso le agregan una suave “s”. Lectores que ponen nerviosos a los infatigables fanáticos de lo propio. Individuos concretos que cada vez que se definen y compran el pan ponen en crisis al Estado-nación. Sujetos que tienen como hábito y hábitat el fuera de lugar.

 

 

Dos postales mexicanas

 

La única vez que Roberto Bolaño se sintió extranjero en México fue durante su primer día en la escuela. Nada más pisar su nuevo colegio, un chico bajito y torpe lo retó a pelear por el simple hecho de que era chileno. Bolaño cerró los puños, despejó su cabello ingobernable, y calculó la situación como si fuera un ajedrecista georgiano; aunque estaba seguro de que dos puñetazos serían suficientes para tumbar al chaparrito, intuyó que de hacerlo se le vendrían encima todos los demás chicos.

 

Un mexicano, dos mexicanos, nueve mexicanos. La estrategia que adoptó Bolaño a los quince años habla del personaje: después de intercambiar algunos golpes y exagerar algún movimiento, condujo la pelea al empate. Esa puesta en escena dio resultado, el chico se hizo muy amigo suyo, Bolañito salvó su honor y, por si fuera poco, se encontró un billete de mil pesos en ese ring improvisado. Esto del billete es falso, lo agregué yo, pero lo que sí cuenta Bolaño en una entrevista es que después de ese desagradable bautizo en plan Azteca lo dejaron en paz y se mexicanizó.

 

Habría que completar esta anécdota del bautizo, con la historia que narra en la “Muerte de Ulises”, uno de esos textos inacabados y autobiográficos que se publicaron dentro de El secreto del mal. Libro póstumo al que Kundera, seguramente, calificaría como un testamento traicionado. Pero aquí interesa la anécdota de su  alter ego: el día en que Arturo Belano regresa a México después de más de veinte años de ausencia, descubre y evita a un escritor argentino, amigo suyo, que esperaba en la misma sala del aeropuerto Benito Juárez su enlace para volar a Guadalajara. En ese instante, Belano entiende que no le interesaba participar en la Feria del Libro de aquella ciudad sino quedarse en el Distrito Federal. Busca la salida. Muestra el pasaporte. Cruza la puerta. Otra vez México, piensa.

 

Ya en el taxi, Belano pronuncia la última dirección que recuerda del poeta Ulises Lima. Cierra los ojos. El auto caracolea y se detiene en el sitio acordado. Mientras le devuelve el cambio, el taxista le pregunta si es mexicano: Más o menos, contesta Belano.

 


Cuando los escritores escogen patria/s

 

Si Tales era de Mileto, Bolaño era de Blanes, de Santiago y de la Colonia Lindavista en la Ciudad de México. Es frecuente encontrar textos que vinculan su literatura con la noción de exilio, pero buena parte de ellos se limitan a analizar puntualmente determinados pasajes que reflejan el hecho de que Bolaño deambuló erráticamente por diversos países. A nadie pasa desapercibido que algunos de sus personajes más entrañables son exiliados políticos, fugados o desterrados, pero creo que esta clase de lecturas reducen el concepto de exilio al desplazamiento y a la mera imposibilidad de regresar al lugar de origen. Nada más inmediato, manifiesto y simplón.

 

Sospecho que esa clase de interpretaciones motivaron que el mismo Bolaño mencionara, nada más empezar su memorable conferencia sobre el tema ante la Sociedad Austriaca para la Literatura de Viena, que no creía en el exilio cuando esa palabra iba junto a la palabra literatura. Si algo es sugerente dentro del imaginario del autor de Amuleto es una noción de exilio que tiene que ver poco con la desgracia, el padecimiento o la queja, sino como un hábito o actitud ante la vida. El exilio como algo que se dispone, se ocupa, se procura.

 

Una cierta apología de la trasnacionalidad es evidente dentro del carácter global de su proyecto narrativo. Esta condición cosmopolita se ilustra con personajes e historias que se tejen, de ida y vuelta, en diversas y distantes ciudades del planeta; Barcelona, París, Santiago, Londres, Great Falls, Managua o Viena son solo algunos de sus escenarios. Si 2666Estrella distante o  Llamadas telefónicas agregan cierto pathos a la categoría del exilio es porque tienen un telón de fondo común; la idea de que el exilio tiene también una dimensión voluntaria y es, por qué no, una opción literaria.

 

En sus magníficas Reflexiones sobre el exilio, Edward W. Said ya expresaba algunas condiciones positivas de la condición de exiliado. Entre los placeres del exilio, menciona el privilegio de adoptar una mirada original que permite ver “el mundo entero como una tierra extraña”. Tiene razón Said, la mayoría de las personas solo tienen conciencia de una cultura, un escenario, un hogar; mientras que los exiliados tienen la ventaja de ser conscientes de al menos dos. Esa conciencia, que Said califica de contrapuntística, permite vislumbrar que existen varias miradas y dimensiones simultáneas. Hace algunos años, al recibir el Premio Juan Rulfo, Tomás Segovia —otro exiliado ilustre— reivindicaba el desarraigo en términos similares, y es que para este poeta desde la orfandad del exilio se puede entender mejor la pluralidad de las culturas.

 

Todo esto apela a la estética de Bolaño, porque la espacialidad de sus novelas está estructurada de tal forma que el lector es consciente de que habita un solo mundo y lo hace yuxtaponiendo diferentes planos  simultáneamente. Somos una historia entre un entramado. Desde lo fragmentario, lo nómada y lo descentrado Bolaño enlaza las ficciones hasta constituir un orden extraterritorial. Desde esta perspectiva su narrativa tiene una dimensión moral; nada como la novela para familiarizarnos con miradas disímiles, obtusas. Pensar otro orden de posibilidades al margen de los países y su voluntad de frontera. 

 

A Bolaño le gustaba citar este poema de Nicanor Parra:

 

Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres:  
Alonso de Ercilla y Rubén Darío.

 

No es baladí o frívolo que Bolaño, a través de Parra, reivindicara como chilenos a un español y un nicaragüense que pasaron por tierras australes sin ninguna intención de quedarse. Tres, dos, uno. No es un despropósito ofrendar a los ladrones del Distrito Federal la gran novela mexicana de fin de siglo, escrita por un chileno. En tiempos en que la Unión Europea endurece y aprueba leyes absolutamente obscenas para detener y expulsar a los inmigrantes extracomunitarios, habría que defender la necesidad y el derecho a tomar distancia del país de origen. Ponerse en el lugar del extraño hasta confundirnos. Vagabundear. Imaginar una sociedad mundial de alegres desarraigados.




Enrique Díaz Álvarez (México DF, 1976) vive desde 2002 en Barcelona donde realiza un doctorado en Filosofía y colabora para editoriales como Anagrama y Tusquets. Publica regularmente en diversas revistas y suplementos culturales de México y España y ha dirigido dos documentales: México-Barcelona. Tránsito literario y Café con Shandy.