miércoles, 15 de mayo de 2024

Esposas de Jack, por Martín Cinzano





En uno de sus textos críticos, el profesor universitario Leónidas Morales reconocía su inicial distanciamiento de la obra de Bolaño, cuyas novelas acabó admirando. La causa, típicamente académica: estaba de moda. A muchos, creo, nos pasó. Lo comercial despide ese tufillo sospechoso, especialmente en literatura. Aún me cuido de eso, y aún me parece bien, pese a la actual tendencia a sobrevalorar lo “popular”. Allá por los inicios de este siglo, asistí a un taller de crítica literaria donde Bolaño era ley. Yo me decantaba por las novelas de otro chileno desterrado, Mauricio Wacquez, que vivía en Calaceite, Teruel, a doscientos sesenta y nueve kilómetros de Blanes, según Wikipedia. Pero era Bolaño quien mandaba ahí. Una integrante del taller osó en criticar Llamadas telefónicas y le fue mal, la trataron de frívola y otras cosas más. Entonces yo seguí cuidándome de no asomarme a esos libros de títulos, eso sí, misteriosos. Había un puesto de libros viejos en la facultad donde se vendía la primera edición de La literatura nazi en América, libro que yo miraba de lejos pensando en una especie de monografía. No andaba tan perdido al final, creo, pero ese libro continuó ahí durante mucho tiempo y ahora lo lamento; era caro, pero podría venderlo, hoy, mil veces más caro. Porque estudié literatura en Chile, pero acabé haciéndome librero en México, leyendo por fragmentos. El itinerario Chile-México, debo aclararlo, no se debió a Bolaño. Mi reticencia a leerlo se prolongó lo suficiente como para que mi primer viaje al DF (o al DFiéndete, como dice una amiga) ocurriera sin haberlo devorado aún, lo cual, pienso, fue una suerte, para no andar por la colonia Juárez o por Bucareli o por Tepito haciendo turismo bolañesco, todo un género especialmente chileno y quizá un poco colombiano. Mi primer ejemplar de Los detectives salvajes llegó después, y era pirata. Fue adquirido a ras de piso, en pleno Paseo Ahumada, lo cual puede dar una idea de cómo iba creciendo el número de sus lectores. Esa copia de la colección Compactos de Anagrama se detenía en la página 371, cuando Xóchitl García está narrando una cena con el director de la revista Tamal y sus desvelos como escritora, madre y amante. En realidad, la novela no se detenía, más bien desde la página 371 todas las restantes páginas eran la 371, 371, 371... Debe ser por eso, quizá, que cuando pienso en Bolaño se me aparece de inmediato la imagen de Jack Torrance, es decir de Jack Nicholson en la película de Kubrick, escribiendo siempre la misma frase, la misma página 371. A veces los lectores de Bolaño, y claramente los escritores imbuidos de Bolaño, somos más o menos como Wendy, la esposa de Jack: intentamos escapar desesperadamente de ese hombre que nos va a destazar con un hacha pero que inevitablemente nos produce cierta fascinación. Después, sacrificando medio sueldo, compré un ejemplar nuevo, lo leí y se lo mandé a un amigo en Francia, quien desde entonces pasó a formar parte del club de esposas de Jack. Me quedé entonces sin Los detectives salvajes hasta unos diez años más tarde, en Ciudad de México, donde un desprevenido librero del tianguis del Chopo me vendió un buen lote de libros de Anagrama en el que venía la primera edición de la novela. Había por ese entonces una tal Red de Poetas Salvajes, conformada por chilenos y mexicanos y algún ecuatoriano, todos realmente salvajes a la hora de rastrear y adjudicarse cuanta beca de creación literaria emanara desde las instituciones estatales mexicanas. A veces algunos de sus integrantes caían en el pequeño local de libros en Balderas, donde yo trabajaba, y fue uno de ellos quien me invitó a una especie de encuentro entre narradores chilenos y mexicanos al que asistí encantado porque soy un morboso. Ahí pude escuchar al escritor Mario Bellatin decir, ante varias esposas de Jack, que por suerte él había comenzado a escribir antes del boom Bolaño, porque, de lo contrario, sucumbía. Hubo cierta incomodidad en la sala, silencio espeso, y yo recordé que alguna vez un amigo chileno me había contado que Pedro Lemebel, en una fiesta organizada en Santiago para homenajear al autor de Salón de belleza, le había arrebatado su prótesis y la había lanzado unas cuantas veces por los aires hasta que Bellatin se empezó a poner nervioso. Es una imagen para Los detectives salvajes, sin duda tiene ese humor macabro de sus narradores y narradoras, aunque Lemebel fue uno de los pocos que pudo sacar de quicio a Bolaño en una entrevista radial: en resumidas cuentas, lo subió al columpio y Bolaño se picó porque, por una vez, se las veía con alguien más bravo. Debió, en ese instante, regresar a su época infra y soltar un buen chiste negro, sinuoso, divertido y espeluznante, pero no lo hizo, se quedó más bien pasmado. El humor, decía él, es parte de la inteligencia, y por eso era fanático de Borges, Cortázar y Wilcock, y por eso, también, cuando le cantó unas cuantas rencorosas verdades a sus contemporáneos, no dudó en desenvainar a Macedonio Fernández, quien, por lo demás, decía ser el gerente de una Compañía de Fósforos Ya Raspados. “Al humorista incumbe no sólo poner las almas en risa sino ponerlas en esperanza”, decía también el Macedonio. En el terreno del discurso político, que es el que le interesaba parodiar a Bolaño, el humor interrumpe la continuidad del martirologio de la izquierda latinoamericana, pues quien ríe no sólo acaba riéndose de sí mismo y su situación, sino que además abre un espacio de apelación a la vida, y Bolaño exhibió cómo cierta izquierda estaba más bien del lado de la muerte. El humor, como los sueños y la práctica del arte, pueden incluirse entre los “trucos” de supervivencia a los que se recurre para desarrollar “el arte de vivir” en una situación de espanto, como lo planteó Viktor Frankl luego de permanecer cautivo en los campos de concentración nazis. Bolaño sin duda juega con eso, pero le da una vuelta más: pone el humor en boca de las instituciones. En Los detectives salvajes el humor, puede decirse, a grandes rasgos, está del lado de quienes impugnan la institucionalidad o luchan por mantenerse vivos sin ingresar en ella. Pero después no; después el humor, otro humor, emerge del lado de las instituciones culturales y policiales. El cura Ibacache, por ejemplo, es humorístico; los judiciales, los detectives de Santa Teresa cuentan chistes misóginos mientras ven desfilar, uno tras otro, los cadáveres de mujeres violadas. Entonces ante ese humor negro, ese humor practicado por dadaístas y surrealistas, por críticos literarios y pinochetistas, la lectura se enfrenta a un problema, porque la risa a veces viene desde un lugar oscuro y se larga sola, ¿no? Por eso la obra de Cortázar, más aún que la de Parra, es tan importante en Bolaño, creo yo, porque en los cuentos y novelas de Cortázar, donde no por nada aparece un grupo de agitación llamado La Joda, el humor se dispone sobre un trasfondo trágico. Y de aquí tal vez podríamos extraer una especie de certeza, no por antigua (y evidente) menos decisiva: sin humor (ni dolor) no hay arte, pero, además: el arte —el humor— se presenta en un momento límite para salvar una vida. Esto, que puede sonar dramático y tremendo, suena también como una música de fondo en la obra de Roberto Bolaño; sus digresiones, sus chistes, incluso los anuncios de chistes, se disponen como banderitas que señalan un camino justo ahí cuando la tensión amenaza con descoyuntar los cuerpos textuales y humanos, como ocurre con esa “palabra que amansa a las fieras” de “Otro cuento ruso”, un relato perfecto. Al final, como yo, el profesor universitario Leónidas Morales debió reconocer, pese a las modas, los grandes méritos de esa obra, y en el texto crítico que escribió se refirió a las lágrimas en Putas asesinas y hasta se dio el gusto de meter en el baile a Dostoievski. Quizá don Leónidas podría haber congeniado de alguna manera con Bolaño, sin necesidad de columpiarlo; quizá Wacquez también; pero eso jamás lo sabremos, entre otras razones porque los tres están muertos.

 

 

 

En ¿Qué hay detrás de la ventana?

Nibaldo Acero & Carvacho Alfaro (eds.).

Santiago, FCE, 2023