viernes, 5 de junio de 2009

El libro colgado (Bolaño y la lectura)

por Martín Cinzano




El escritor no puede salir del apuro.
Desde el momento en que escribe, está en la literatura
y está en ella por completo.
Maurice Blanchot



“Mejor sería que dejaran de escribir y se pusieran a leer. Mucho mejor leer”, escribió Bolaño, y ahora podemos leer gran parte de sus textos no tanto como los de un escritor al filo de la muerte, sino además como la obra de quien desafía el tiempo —que todo lo destruye— leyendo. Un lector feroz, un cazador sin embargo para nada egoísta con sus presas, al punto de asomarse parecido a la voz pertinaz de un crítico en cuyos juicios se juega, ante los otros, el todo o nada.

Como ya está archisabido y archiescrito, un escritor antes de escribir nada es un lector (y es, con seguridad, el primer y a veces el peor lector de su propia obra), y no hace falta incursionar más en el hecho cierto de que finalmente detrás y por delante de él hay una lista infinita de deudas, secuestros, robos y demás crímenes menores que lo constituyen y lo afligen como escritor (sería mejor ahora afirmar lo contrario, decir que todo eso es mentira, un invento de los franceses, en fin). Pero en Bolaño muchas veces las cartas se nos muestran a mano abierta. Sus escritos son una peligrosa guía de lectura para quienes el hecho de leer es considerado tanto o más arriesgado que el hecho de escribir y devenir, como el propio Bolaño, un poeta en medio de los huesos del desierto. Aquí la palabra “escritos” viene a involucrar hasta sus entrevistas (hasta sus cuentas de la lavandería, como dice Foucault), hasta lo que Bolaño dijo y soltó en declaraciones a la rápida, pero “a la rápida” en el mismo sentido en que un pistolero selecciona sus últimas balas, cuando el cerco se ha estrechado y la mejor defensiva no puede ser otra que el ataque (Juan Villoro ha reparado en las respuestas de Bolaño a las entrevistas como las de una “voz que atraviesa turbulencias con una última entereza” [1]).

Basta con leer el tercer y último apartado de Tres, “Un paseo por la literatura”, para introducirse sin reparos —esto es, desde la valentía que posibilita toda lectura— en el terreno de una escritura siempre en diálogo explícito —y onírico— con el gesto carnavalesco de leer, movimiento de manos propio de un escritor que es, de pies a cabeza, literatura.

Otra cosa ocurre con los consejos directos de este discípulo de Lichtenberg: señalan las obligaciones de todo lector hacia el humor y el placer y, además, constituyen estocadas hirientes para quienes creen, todavía, que la literatura es una cosa de escurridiza inspiración liberada de cualquier consideración estética, “una morada con pisos donde cada cual escoge su lugar y quien quiere habitar en lo alto nunca tiene que utilizar la escalera de servicio,” como escribió Blanchot. [2] La lectura es el trabajo del escritor y a la vez su forma de respirar; el resto es el impulso vano que le sigue, pero sin el cual muy posiblemente no sería dable ni seguir leyendo ni mucho menos escribir. Puede tratarse de un trabajo horrible y, como diría Nietzsche, de un filisteísmo detestable. En las antípodas de ese trabajo encontramos a Rimbaud, aunque, como escribió Lihn, “El odio prematuro a la literatura/ puede ser de utilidad para no pasar en el ejército/ por maricón, pero el mismo Rimbaud/ que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca,/ y esa náusea gloriosa le vino de roerla” [3].

Bolaño, como Borges, se jactaba más de los libros que había leído, pero en su caso la relación con la lectura se restringe al caos de una inutilidad manifiesta, en la que, en última instancia, nada importa mucho. Ni leer ni escribir. No hay monumento a la lectura en Bolaño. Pero está comprometido. Y en ese compromiso, palabra desgastada en el pasado siglo por su referente político-sartreano, se abren puertas que llevan a escritores olvidados y dejados atrás, no obstante los vestigios de su escritura sigan ahí y sobrevivan. Los recuerdos de la lectura de un libro como La sinagoga de los iconoclastas, de Wilcock, es un buen ejemplo, entre muchos otros, de cómo un libro en algún momento olvidado es rescatado por Bolaño. Quizá por eso Entre paréntesis y “Un paseo por la literatura” sea un homenaje y un ajuste de cuentas al mismo tiempo. Quizá incluso gran parte de la obra de Bolaño pueda considerarse desde esa perspectiva, sin por ello adjudicarla al ámbito exclusivo de aquellos relatos, poemas y personajes que mantienen alguna relación, cercana o lejana, con la escritura y la lectura.

Ricardo Piglia ha dicho casi todo lo que hay que decir con respecto a las múltiples relaciones entre la lectura y la vida, desde la literatura y la política [4]. Son relaciones tensas, conflictivas, tanto como lo ha sido el intento de unir el arte a la vida con o sin la aureola del escándalo y las pataletas de la vanguardia programática que caracterizaron a esta última utopía, también política. En el ámbito de la lengua española, nuestra novela fundacional por excelencia trata justamente de eso: la tensión y la unión entre la vida y la lectura en un lector extremo y radical como Don Quijote. Después de su aparición, cualquier aventura donde se ponga en juego lo real o lo perceptible con relación a un texto escrito o que está por escribirse, contiene rasgos quijotescos, y en ese ámbito por supuesto cabe ubicar el viaje de los detectives salvajes en la búsqueda de Cesárea Tinajero a través del desierto de Sonora, un viaje, digámoslo, textual, cuya prefiguración se revela en la borrosa lectura de una revista fantasma propiedad de Amadeo Salvatierra; aventura de la ebriedad por cierto muy similar, aunque mucho más salvaje, a la que B emprende, en Bélgica, tras las huellas del desaparecido poeta Henri Lefebvre [5].

Bolaño, como Borges, se jactaba más de los libros que había leído (Borges más bien se jactaba de los libros que había releído), aunque aquí, hablando de Bolaño, habría que agregar: y de los que se había robado. En su entrevista concedida a Playboy lo hace abiertamente, y en “¿Quién es el valiente?” señala: “Los libros que más recuerdo son los que robé en México DF, entre los dieciséis y los diecinueve años”, de los cuales destacan novelas de Pierre Louÿs y libros de varios poetas mexicanos como Gilberto Owen o Efraín Huerta, pero en especial La caída, de Camus: “A partir de entonces —prosigue—, de aquella sustracción y de aquella lectura, pasé de ser un lector prudente a ser un lector voraz, y de ladrón de libros me convertí en atracador de libros” [6]. En el mismo texto, Bolaño cuenta cómo su carrera de atracador acabó al borde de la violencia al ser sorprendido en la Librería El Sótano, cuya fama de sala de torturas para los ladrones de libros —ya todo un género de personajes dentro de la historia de la lectura— perdura hasta hoy. [*]

Los actos de delincuencia libresca involucran al lector extremo en contacto con el riesgo físico que corre. El atracador de libros sigue adelante con la lectura y eso implica salir bien librado del texto, de la biblioteca, de la librería. Sólo hay una certeza, borgeana también: ese lector morirá antes que la lectura, se robe o no se robe los libros, lo atrapen o se escabulla. “Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz.” [7] La vida —por suerte— es finita, pero el deseo corre por otra vía interminable. “Uno escribe con su deseo, y yo no termino de desear”, escribió Roland Barthes [8], y a veces en efecto deseamos leerlo todo, y en ese sentido, a la hora de leer, operamos de forma excluyente: un libro sin duda puede contener a todos los demás, pero para efectos del deseo la elección de un libro es la anulación de los otros libros, —es pues una elección a costa de los demás. “Todos los libros del mundo están esperando a que los lea”, dice a la pasada el poeta Juan García Madero después de su primer encuentro con Ulises Lima y Arturo Belano, como si se tratara de una inesperada certeza o de una antigua revelación de la que cualquier escritor es conciente pero que siempre más vale no olvidar.

Los libros son finitos y los lectores también, pero algo extraño, quizás la fuerza final de un escritor, muere junto a su último lector. Ahí Bolaño mantiene con firmeza sus embates contra la inmortalidad en literatura y el famoso sueño de la posteridad. Todos morirán, unos antes otros después. ¿Qué hay de la distinción del conferenciante Ernesto San Epifanio entre maricones, mariquitas, maricas, locas, bujarrones, mariposas, ninfas, asexuados y filenos en cuanto a la pervivencia precaria de los poetas en el futuro? (Los poetas maricones —Whitman y Blake, Amado Nervo, Khlebnikov, Martín Adán, Vallejo, Borges y Cernuda (estos dos últimos, maricones sólo a ratos)— ¿son aquellos cuyos lectores más aguantarán sin extinguirse?) ¿No son elocuentes las profecías lanzadas por Auxilio Lacouture desde el baño de Ciudad Universitaria, con humor y metempsicosis incluida? “Alejandra Pizarnik perderá a su última lectora el año 2100”, por ejemplo. [9]

“Soñé que tenía catorce años y que era el último ser humano del Hemisferio Sur que leía a los hermanos Goncourt”, leemos en “Un paseo por la literatura”. “Soñé que traducía al Marqués de Sade a golpes de hacha. Me había vuelto loco y vivía en un bosque”, seguimos leyendo en la misma sección. [10] Los poetas dejan de existir —o transmigran en animales o se vuelven locos— cuando sus lectores desaparecen sin dejar rastros en el bosque de la biblioteca. Pero por otra parte hay escritores que cada cierto tiempo vuelven a aparecer con fuerza en el desorden de esa biblioteca y se asientan ahí un buen tiempo y luego de un día para otro se van como llegaron, es decir, con la tranquilidad de su anonimato. “Y si no vuelven a aparecer tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros”, remató Bolaño en un artículo donde recuerda a autores incluso prematuramente olvidados como Henry Miller, Macedonio Fernández o Sophie Podolski [11].

Ya son nosotros, pero siguen habitando algún libro perdido y el lector, de alguna manera secreta, los seguirá deseando sin saber muy bien por qué, incluso si continúan apareciendo de súbito dentro de una caja arrumbada y húmeda, en otra ciudad y en otro país, cuando también nosotros ya somos otros o al menos arrastramos un fluir muy distinto del que llevábamos a cuestas cuando un escritor se nos apareció por primera o quinta vez.

Así como la experiencia puede llegar a disponerse irreversiblemente como el correlato de la lectura (la experiencia se trastorna por la lectura), ésta se halla siempre un poco o muy contaminada por el flujo de la experiencia. El profesor de filosofía Amalfitano cuelga un libro olvidado del tendedero de la ropa, para que, como decía Duchamp, capte por fin “cuatro cosas de la vida”. En esa imagen se condensa todo. Lectura y experiencia, llegado un momento, se enfrentan a duelo. El libro contra el aire del desierto. La clase de métrica de Juan García Madero contra la clase de argot de Lupe. El poeta contra la puta. ¿Quién gana? Difícil saberlo, posiblemente la puta, posiblemente nadie: la gracia está en que follen. Con seguridad el último lector de Roberto Bolaño, en homenaje a Roberto Bolaño, se extinguirá mucho antes de la desaparición de la última puta. Esperemos.




Notas

[1] Juan Villoro, “La batalla futura”, en: Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Selección y edición de Andrés Braithwaite. Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2006.
[2] Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka. México, FCE, 1990.
[3] Enrique Lihn, Antología al azar. Lima, Ediciones Ruray, 1981.
[4] Ricardo Piglia, El último lector. Barcelona, Anagrama, 2004.
[5] Vid. “Vagabundo en Francia y Bélgica”, en: Putas asesinas. Barcelona, Anagrama, 2001.
[6] Roberto Bolaño, “¿Quién es el valiente?”, en: Entre paréntesis. Barcelona, Anagrama, 2004. Este texto, como muchos otros de Bolaño, tiene su correlato más abiertamente “ficticio” —aunque esto sea muy difícil de delimitar— en “El Gusano”, un cuento incluido en Llamadas telefónicas.
* Curiosidad: Pedro López, actual Director General de las Librerías El Sótano, recientemente ha recordado no sin un dejo de nostalgia la misma época por la que Roberto Bolaño robó —o intentó robar— libros de El Sótano: “Una librería —señala— que podía cerrar a las doce de la noche y que nunca padeció algún acto de delincuencia; era otro México.” (Revista de Libros Sexto Piso, Año 1, Núm. 8, nov. 2008). A las afueras de El Sótano de hoy (una librería donde los guardias van uniformados, armados y se comunican por radio), se han instalado carteles con fotos de “farderos” presuntamente sorprendidos “sustrayendo libros”, lo cual ha acrecentado aún más su fama de territorio casi inexpugnable. En Los detectives salvajes, por otra parte, Juan García Madero —que ha robado sus primeros libros en las llamadas “librerías de viejo” del DF— es sometido en El Sótano “a una vigilancia estricta” por parte de los empleados “numerosos y perfectamente uniformados” de la librería. “La mafia de los libreros mexicanos —dice García Madero— no desmerece en nada a la mafia de los literatos mexicanos.” Roberto Bolaño, Los detectives salvajes. Barcelona, Anagrama, 2000.
[7] Roberto Bolaño, LITERATURA + ENFERMEDAD = ENFERMEDAD. En: El gaucho insufrible. Barcelona, Anagrama, 2004.
[8] Roland Barthes por Roland Barthes. Caracas, Monte Ávila, 1997.
[9] Roberto Bolaño, Amuleto. Barcelona, Anagrama, 1999.
[10] Roberto Bolaño, Tres. Barcelona, Acantilado, 2002.
[11] “Autores que se alejan”. En: Entre paréntesis. Barcelona, Anagrama, 2004.