lunes, 28 de febrero de 2011

Del taller de Bolaño

por Ignacio F. Garmendia
Malagahoy.es. 19.01.2011


Anagrama publica otra novela hasta ahora desconocida del malogrado autor chileno,
de quien se anuncian nuevos inéditos en una sucesión que comienza a ser inquietante.




Puede que el goteo de títulos más o menos inéditos e inconclusos de Roberto Bolaño no contribuya demasiado a alterar -ni para bien ni para mal- el merecido lugar de honor que el autor chileno ocupa en la narrativa contemporánea de lengua española, pero para los fieles devotos de Bolaño, que son legión, la aparición de un libro desconocido será siempre una buena noticia. Apenas unos meses después de la publicación de otro inédito, la novela El Tercer Reich (2010), Los sinsabores del verdadero policía se suma a una lista de títulos póstumos que comenzó con la extraordinaria pentalogía 2666 (2004), considerada por muchos -junto a Los detectives salvajes (1998)- su obra maestra, siguió con el volumen de artículos Entre paréntesis (2004) e incluye otras dos recopilaciones, una de relatos y fragmentos titulada El secreto del mal (2007) y otra -sólo parcialmente inédita- de poemas, La Universidad Desconocida (2007). Ello es que los discos y carpetas de Bolaño llevan camino de igualar, al menos en lo que se refiere al número, el famoso y formidable baúl de Pessoa.

"La obra entera de Roberto Bolaño -decía el crítico y primer albacea literario del autor, Ignacio Echevarría, en la nota preliminar a la penúltima de las obras citadas- permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa (…) la que aparece regida por una poética de la inconclusión". Ello se aprecia muy claramente en los finales abiertos, pero también en el carácter desestructurado de muchas de sus narraciones. En el solvente y recomendable prólogo a Los sinsabores, Juan Antonio Masoliver Ródenas va todavía más lejos al hablar de "una escritura visionaria, onírica, delirante, fragmentaria, y hasta se podría decir que provisional", añadiendo que "en esta provisionalidad está la clave de la aportación de Roberto Bolaño". Es una explicación plausible, pero no basta para alejar del todo la impresión de que ha sido expresamente concebida para justificar la estructura difusa -mucho más precaria que la de El Tercer Reich- de una obra claramente inacabada.

Por las páginas de esta novela restituida desfilan escenarios y personajes -Amalfitano, su hija Rosa, Arcimboldi- ya conocidos de los lectores de Bolaño, que comparecían en sus dos obras mayores o en títulos como Estrella distante (1996) y Llamadas telefónicas (1997). Según afirma la viuda del escritor, Carolina López, en una Nota editorial donde se nos explica el proceso de reconstrucción, la novela fue iniciada en algún momento de los años ochenta, esto es, en los comienzos de la carrera literaria de Bolaño, que como es sabido empezó a publicar tardíamente. Es la misma década de El Tercer Reich y de las luego recuperadas Amberes, Monsieur Pain o La pista de hielo. Ya afincado en España, el chileno intentaba encontrar su estilo, como todos los escritores que empiezan, pero lógicamente tardó un tiempo en lograr una obra tan acabada como Los detectives salvajes. La cuestión es cuántos de esos libros anteriores -Amberes, por ejemplo, que contiene pasajes muy hermosos, no pasa de ser un entrañable autorretrato lírico de la prehistoria- fueron o están siendo rescatados por razones ajenas a la literatura o a la estima literaria que de ellos tenía Bolaño.

Consta por la correspondencia que el propio autor calificaba esta novela, acaso irónicamente, como "un enredo demencial que no hay quien lo entienda". En otro lugar afirma, explicando de paso el sentido de uno de sus títulos menos memorables: "el policía es el lector, que busca en vano ordenar esta novela endemoniada". Son palabras que justifican el modo peculiar en que Bolaño -no sólo aquí- ordenaba sus materiales narrativos, pero que no aclaran la cuestión crucial y ya irresoluble de hasta qué punto pensaba llegar el autor -o cuánto le quedaba, o incluso si seguía pensando en continuar unas historias que había aprovechado en otros libros- en su propia configuración de la obra. La verdad es que tanto en esta novela como en la anteriormente rescatada se echa en falta el aval que suponía la firma de Ignacio Echevarría, distanciado de la viuda de Bolaño desde la edición de El secreto del mal y que tal vez -acaso lo explique en el libro que prepara sobre la vida y obra del chileno- no se mostrara muy dispuesto a continuar la exploración incesante.

Desde luego, el dudoso agente póstumo de Bolaño, Andrew Wylie, famosamente apodado "El Chacal", sabe lo que se hace, pero sus expertos manejos no deberían hacernos perder el norte. Los sinsabores del verdadero policía es un libro interesante y de estilo claramente reconocible, que los lectores disfrutarán con tanto más placer cuanto mayor sea su grado de conocimiento de la obra canónica del chileno. Es también un libro fresco, audaz, seductor, inteligente y desenfadado que puede relacionarse con los títulos citados y en general con la singularísima propuesta literaria de un escritor inmenso. Ahora bien, parece cuando menos exagerado afirmar que su restitución supone un reencuentro -lo es, en cierto modo, pero por razones menores- con el mejor Bolaño.










lunes, 21 de febrero de 2011

El séptimo sello

por Ignacio Echevarría
Página 12, Argentina. 20.02.2011








Desde que murió tempranamente a los 50 años, en junio de 2003, la obra y la figura de Roberto Bolaño terminaron de cobrar la dimensión mítica y renovadora de la literatura latinoamericana que se insinuaba en sus últimos años de vida. No fue ajeno a eso la publicación póstuma de la monumental novela 2666, sobre los crímenes de Ciudad Juárez, que superó incluso el prestigio que le había otorgado Los detectives salvajes. Pero el baúl no quedaba vacío, y desde entonces se han publicado seis libros póstumos que reunían poesía, cuentos, novelas enteras, fragmentos diversos y artículos. Ahora sale Los sinsabores del verdadero policía (Anagrama), un policial dejado de lado a medida que se internaba más y más en el infierno de Ciudad Juárez. Ignacio Echevarría, editor de algunos de los más importantes inéditos, repasa esta extraña relación de Bolaño con la posteridad, de la que él mismo ya hablaba en vida.


Es ya célebre la respuesta que dio Roberto Bolaño a Mónica Maristain cuando ésta, en la que pasa por ser la última entrevista concedida por Bolaño, le preguntó: “¿Qué le despierta la palabra póstumo? Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere ser el pobre Póstumo para darse valor”.

El pitorreo evidente de la respuesta no debe llamar a engaño. Ese “pobre Póstumo” al que Bolaño alude es una plausible representación de sí mismo. O es al menos una plausible encarnación de la idea que Bolaño se hacía del escritor.


Bolaño y póstumo

A una entrevista muy anterior, de 1999, corresponden las siguientes palabras, que cabe poner en relación con las citadas: “La literatura se parece mucho a las peleas de los samuráis; pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”.

Habría mucho que decir sobre la naturaleza de ese monstruo. Pero sería un error identificarlo con la muerte simplemente, por mucho que también frente a ella esté condenado el escritor a ser derrotado.

A Bolaño parecía irritarlo –pero, ¿por qué tanto?– toda creencia en la inmortalidad de las obras literarias. Rodrigo Fresán cita un correo de Bolaño en el que éste le decía: “Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno, y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo”.

Ahora bien, la inmortalidad no equivale exactamente a la posteridad. Esta viene a ser una categoría mucho más relativa, más evaluable al fin y al cabo. ¿Y qué opinión le merecía la posteridad a Bolaño? En 2666, en “La parte de Archimboldi”, se cuenta cómo el editor Bubis y sus colaboradores se burlan de los escritores que se revelan “dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad”. La sola idea provoca “la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila”.

¿Pensaría Bolaño que era él uno de los que estaban sentados en primera fila? Razones no le faltaban. Como sea, en otra de las entrevistas que concedió asegura que “aspirar a la posteridad es el mayor absurdo imaginable, son trabajos de amor perdidos, como diría Shakespeare”. Para añadir a continuación: “Pero precisamente por esto tiene también su lado hermoso...”. Y es que Bolaño –y por aquí regresa el recuerdo del pobre Póstumo– sentía fascinación por el valor que manifiesta todo luchador dispuesto a enfrentarse con una fuerza que lo supera: “Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones –declaraba en una entrevista del año 2003–, pero que hay que salir y dar la pelea; y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán) e intentar caer como un valiente, y que eso sea nuestra victoria”.

La idea del combate desigual, ya sea contra el tiempo, contra la muerte, contra el mal o contra cualquier otro monstruo invencible, obsesionaba a Bolaño, por lo que se ve. Lo cual invita a sospechar que su propio proyecto como escritor no podía permanecer indiferente a esta situación trágica. La sospecha cobra entidad conforme se constata la importancia que en la obra de Bolaño tienen dos aspectos de orden muy distinto que a lo largo de toda ella se repiten con insistencia.

Por un lado, se halla la recurrencia del mito del escritor fugitivo, del escritor oculto, del escritor perdido cuyo rastro persiguen lectores, críticos, admiradores; un mito complementario del mito de los escritores olvidados que a Bolaño tanto le gusta inventariar. Por el otro, esa poética de la inconclusión que permite dar por válidas piezas cuyo desarrollo permanece suspendido en la nada o en la pura inminencia de lo desconocido, y de las que resulta difícil, en consecuencia, no sólo decidir si el autor las daba por terminadas sino especular siquiera acerca de cuál es el género al que se adscriben.

Estas dos constantes –temática la una, estructural la otra– convienen muy bien a la posteridad de un escritor como Bolaño, fallecido tempranamente y que ha dejado un vasto legado inédito, constituido en buena parte por piezas y fragmentos que dejan un amplio margen para las dudas acerca de su acabamiento. Da igual que sea deliberadamente o no (pues hay resortes que pueden haber intervenido inconscientemente en los designios de un escritor que escribió buena parte de su obra bajo la amenaza de no llegar a ser conocido, y el resto bajo la amenaza de no llegarla a concluir), lo cierto es que la posteridad de Bolaño se ofrece escudada por estas dos constantes, que intervienen de forma muy determinante en su fortuna.

La posteridad de Bolaño se alimenta, en efecto, del mito que él mismo segregó alrededor de sí mismo, tanto en su obra como en sus actitudes y declaraciones: mito del escritor salvaje, cabecilla de una banda de poetas insumisos, con aspiraciones de absoluto; mito del escritor furtivo, pero muy consciente de su valía, que perseveró en su vocación a pesar de todas las inclemencias, en lucha denodada contra la miseria, primero, luego contra la enfermedad y finalmente en dramática competencia con la muerte, que le mordía los talones.

Se alimenta además, la posteridad de Bolaño, de la naturaleza laberíntica de un legado monumental, producto de tres décadas empleadas fundamentalmente en escribir, y en hacerlo, a partir de un momento dado, siguiendo un plan diseñado con bastante nitidez, que se desarrolló conforme el principio de fractalidad. Este consiste, como es sabido, en la reiteración a diferente escala de configuraciones similares que se expanden con dinámica arborescente, sin que resulte evidente, a veces –y por lo demás qué importa–, el grado de dependencia de la parte con relación al todo.

Así que Póstumo, el gladiador, sale a la arena con el rostro cubierto por el casco (¿o es una máscara de luchador mexicano?), un tridente en el brazo derecho y en el izquierdo una red en la que se enmaraña su rival (un monstruo terrible, frente al que el pobre Póstumo no tiene ninguna oportunidad de salir victorioso). Durante el tiempo que el monstruo se entretiene en desenredarse, se prolonga la sensación de que Póstumo es, en efecto, un gladiador invicto, como no deja de repetirse a sí mismo para insuflarse valor. El público, extasiado, aplaude y aguarda impaciente el desenlace de la pelea, que quizá no todos lleguen a presenciar, pues parece que va para largo.


Bolaño póstumo

Desde su muerte en junio de 2003, se llevan publicados siete nuevos libros de Roberto Bolaño. De uno a otro, constituyen todo un muestrario de modalidades de publicación póstuma. Tiene interés inventariarlos, para calibrar de qué modo la posteridad de Bolaño viene nutriéndose de un legado tan rico como complejo, compuesto de diferentes estratos a los que acudir en busca de materiales aún inéditos. La calidad de estos materiales, aunque variable, justifica de sobras, al menos hasta el momento, una expectativa que no parece menguar.

El gaucho insufrible, aparecido pocos meses después de la muerte de Bolaño, el mismo año 2003, es un libro armado enteramente por su autor y entregado por él mismo al editor, como cualquiera de los anteriores. Su condición póstuma es, en cierto sentido, accidental: si Bolaño hubiese vivido un poco más de tiempo, el libro hubiera aparecido tal como es.

Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003), publicado en 2004, apenas un año después de la desaparición de Bolaño, es un libro armado por mí mismo con toda conciencia de su necesidad e incluso de su urgencia. Se trataba de establecer, a partir de sus intervenciones públicas y colaboraciones en prensa, una cartografía lo más minuciosa posible de sus gustos, de sus afectos, de sus beligerancias, de sus posiciones; cartografía tanto más conveniente en cuanto la figura de Bolaño ya catalizaba, en vida del autor, la atención, el interés, la admiración de las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos, para las cuales los materiales reunidos en este libro constituían un semillero de pistas y de consignas a seguir. El libro, por otro lado, procuraba un buen marco de recepción de la obra de Bolaño, en torno de la cual estaba redefiniéndose el mapa de la nueva literatura latinoamericana. No cabe dudar, como queda dicho en la presentación del libro, que tarde o temprano Bolaño hubiera reunido él mismo buena parte –no todos– de los materiales incluidos en Entre paréntesis, pero la decisión de priorizar este libro y de armarlo con toda la exhaustividad posible en aquel momento fue una decisión de editores comprometidos con la adecuada recepción de una obra a la que pronosticábamos la sólida posteridad de la que disfruta.

Poco se puede decir que no se haya dicho ya con relación a 2666, novela publicada también en 2004. Sobre ella se acumulaba la expectativa que iba a decidir, en mayor grado que ninguna otra, la posteridad de Bolaño, que por virtud de esta novela varió su signo: la obra maestra de su autor, la que iba a procurarle más reconocimiento y más adeptos, pertenecía de lleno a su posteridad, que, después de haber alumbrado este prodigio, se revelaba preñada de promesas. Ya no se trataba de la rutinaria administración de la memoria, y del legado más o menos accesorio que todo autor suele dejar a su muerte, sino de una obra mayor, a la que se aupaba toda la obra anterior de Bolaño, reordenándola bajo una nueva perspectiva, la que lo señalaba como uno de los autores centrales de la literatura contemporánea.

2666 es la obra póstuma que todo lector anhela del escritor al que admira. Su autor la dejó prácticamente acabada, si bien es lógico presumir que hubiera seguido trabajando aún en ella de haber vivido más. No hay que pensar que el resultado hubiese variado sustancialmente, ni mucho menos. Lo hubiera hecho, eso sí, de haberse seguido las instrucciones de Bolaño, que a última hora optó por publicar sus cinco partes independientemente. Nadie duda hoy de que la decisión de los editores de contravenir la voluntad del autor –decisión justificada por mí en la “Nota a la primera edición”– fue una medida adecuada. Reconocerlo contribuye a relativizar el rigor con que algunos se empeñan en respetar una voluntad sujeta a veces, como en este caso, a consideraciones extraliterarias, y que en otras muchas ocasiones ni siquiera ha quedado expresa de modo alguno, lo cual invita a someter toda especulación acerca de esa hipotética voluntad a la lógica interna de la obra, a menudo implacable.

El secreto del mal, aparecido en 2007, reúne piezas y esbozos narrativos espigados de los archivos de ordenador de Bolaño. Se trata de materiales en muy diferente estado de acabamiento, seleccionados entre otros muchos por virtud de su calidad –a menudo indiscutible– y de su aliciente. Algunos de los relatos de este libro sin duda hubieran integrado, a la larga, cualquiera de las múltiples colecciones que Bolaño se entretenía en tejer y destejer con los múltiples materiales que iba a acumulando. Pero el libro, en su totalidad, es un libro armado por su editor –yo mismo– conforme a un criterio personal, más o menos aventurado, en cualquier caso suficientemente explícito en la nota preliminar del volumen. El legado póstumo de un narrador, tanto más si es abundante, suele dar lugar a libros de este tipo, que asumen abiertamente su naturaleza residual, sometidos al único imperativo de mostrar boca arriba las cartas empleadas.

(Del mismo año 2007 es un libro excelente que por desgracia no ha alcanzado la difusión que le corresponde, pese a que en él se encuentra –con más inmediatez y sinceridad que en Entre paréntesis– la voz de Bolaño y su talante. Se trata de Bolaño por sí mismo, un volumen de entrevistas admirablemente seleccionadas y armadas por Andrés Braithwaite, hasta el extremo de que cabe considerarlo un libro más de Bolaño (de quien Andrés Braithwaite fue amigo y cómplice), imprescindible para un acercamiento cabal a su personalidad y a su ideario como escritor. El libro fue publicado por Ediciones Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, y lleva un estupendo prólogo de Juan Villoro. Por razones en las que resultaría penoso escarbar, la viuda de Bolaño puso un veto a su distribución, pese a que es dudoso que los derechos le pertenezcan. El temor a quedar vetados en las subastas que periódicamente se hacen de los nuevos inéditos de Bolaño ha disuadido a sus editores más acreditados a publicar este libro, que de momento sólo en Chile se tiene la oportunidad de conseguir).

Con la publicación de La Universidad Desconocida, también en 2007, la edición de los materiales póstumos de Bolaño ingresa en el territorio de los libros aparcados por el autor, superados por el desarrollo de su propia obra. Conviene dejar bien claro que no caben dudas acerca de la legitimidad de publicar este tipo de materiales, tanto más cuando cunde un interés y una expectativa crecientes sobre el legado de un autor. El caso de Kafka resulta en este punto paradigmático. Todo lo que un escritor deja a su muerte sin preservar o sin destruir –tanto más si, como Bolaño, cuenta con la posibilidad de una muerte prematura– es susceptible de ser publicado, conforme a criterios que es inútil pretender que coincidan con los del autor. La muerte transfigura radicalmente las condiciones en que una obra es leída, y ello deja fuera de lugar muchos de los cálculos y las consideraciones que su autor pudiera haber hecho cuando estaba él con vida y su obra todavía en marcha. Lo único exigible, una vez más, es que los editores contextualicen debidamente los materiales, asunto a veces más difícil de lo que parece. Como sea, es más que improbable que Bolaño hubiera publicado La Universidad Desconocida tal y como se conoce en la actualidad: él mismo había procedido a fraccionar el libro y publicar algunas de sus partes, ya como libros de poesía (Tres, Los perros románticos, ambos en el año 2000), ya como narrativa (Amberes, 2002), sin que el camino así emprendido fuera para él reversible. La publicación de este libro, esencial en muchos aspectos, y que su autor dejó listo en 1993 sin resolverse a editarlo en los diez años siguientes, posee un interés indudable, pero es un interés en cierta medida arqueológico, en cuanto permite poner al descubierto las capas y cimientos enterrados bajo la obra que él sí publicó y quiso dar a la luz.

Caso parecido, pero no idéntico, es el de El Tercer Reich, novela primeriza que Bolaño acabó en su momento, pero a la que dio carpetazo, insatisfecho sin duda con el resultado. Sobre El Tercer Reich cabría sostener que, aun cuando Bolaño la concluyó, en el momento decisivo no acertó con la contraseña que le había de permitir el ingreso a la estructura diseñada tan precoz y clarividentemente por él, según se desprende de sus propias palabras: “La estructura de mi narrativa –declaraba Roberto en 2003– está trazada desde hace más de veinte años y allí no entra nada que no se sepa la contraseña”. El Tercer Reich no entró, al menos mientras Bolaño tuvo el poder de decidirlo. Lo cual no obsta para publicarla, así se sitúe, como tantas obras póstumas, en los aledaños de la obra en la que tardíamente ingresa. La edición de El Tercer Reich, sin embargo, incumplió el requisito de procurar al lector las informaciones necesarias para contextualizarla con relación al conjunto de una obra en la que ocupa una posición de segundo plano.

Finalmente, Los sinsabores del verdadero policía, cuya publicación hace sólo unas semanas en España y por estos días en la Argentina ha estado rodeada de una extraordinaria expectativa, sin duda satisfecha por la calidad realmente excepcional de buena parte de los materiales que contiene, no es tanto un libro “aparcado” –como La Universidad Desconocida y El Tercer Reich– como un proyecto abandonado. Pese a lo que dicen los textos que envuelven el libro, no se trata de una novela. No lo es al menos en el sentido cabal, por extenso que sea, que se suele conceder a este término. Los materiales reunidos bajo este título (del que me he ocupado ya en un artículo que aquí resumo) apuntan líneas narrativas que condujeron hacia 2666, mientras otras quedaron en suspenso, inservibles o pendientes de ser retomadas por el autor, de haber tenido ocasión y ganas de hacerlo. En este caso, lo hubiera hecho ya no para prolongarlas tal y como se ofrecen ahora sino para reelaborarlas en un marco nuevo, inevitablemente transfigurado por la hazaña que supuso la escritura de 2666.

El germen de Los sinsabores del verdadero policía es con toda seguridad anterior a la redacción de Los detectives salvajes. Quizá Bolaño retomara estos materiales al concluir esta novela, pero a partir de cierto momento (y me atrevería a especular sobre cuál es ese momento, muy ligado al abismo que se fue abriendo a los pies mismos de Roberto conforme se metió de lleno en el filón de los crímenes de Ciudad Juárez) se desvió por los derroteros que, sin apartarse del todo de personajes y motivos ya apuntados, lo conducirían finalmente a 2666.

El extravagante título de Los sinsabores del verdadero policía lo acarició Bolaño durante años. Estuvo siempre asociado al proyecto de una novela sobre un joven policía que en estas páginas sólo asoma lateralmente. Lo que ahora nos cabe leer tiene que ver sobre todo con Amalfitano, un Amalfitano bastante distinto al que da nombre a una de las partes –la más enigmática, ahora intuimos por qué– de 2666. Bastante menos con un embrionario J.M.G. Arcimboldi que para nada coincide con el Beno von Archimboldi (con ch) que protagoniza esa novela.

En el camino que lleva de Los detectives salvajes a 2666, Los sinsabores del verdadero policía viene a ser una vía muerta. Sólo parcialmente hubiera podido reintegrarse en la cadena de la que se desprendió. Tal y como se ofrece es un eslabón partido, que no por eso deja de arrojar destellos deslumbrantes, verdaderamente deslumbrantes por su audacia, por su comicidad, por su misterio, por su lirismo. La publicación de un libro así está justificada sin lugar a dudas, por numerosos que sean los equívocos que suscita la tendenciosa presentación del texto. No sólo documenta la forma en que nació 2666: testimonia además la altura vertiginosa a la que, en los últimos años de su vida, escribía Bolaño, dueño de unos recursos variadísimos que aquí se lo ve emplear con estremecedora libertad.




Nota del editor (de Archivo Bolaño)

Sólo dos comentarios a la rápida:

1. Cuando Echevarría dice que en El secreto del mal hay varios cuentos que Bolaño mismo habría elegido finalmente para componer una Antología, incurre en dos imprecisiones: primero piensa en lugar de Bolaño y, luego, omite el evidente comentario equivalente, cual es que Bolaño, evidentemente, habría dejado (y acá presento mi opinión) varios de estos cuentos fuera de cualquier Antología –si no la mayoría-.

2. En el comentario sobre El tercer Reich, Echevarría dice: “El Tercer Reich no entró, al menos mientras Bolaño tuvo el poder de decidirlo. Lo cual no obsta para publicarla…”. Claramente se trata de un ardid argumentativo básico y tautológico, del tipo “se puede porque se puede”. Echevarría no explica, no rebate, no analiza; sólo varía la forma. Es de mínima justicia, hacer notar tal imprecisión acá… creo.










lunes, 14 de febrero de 2011

Una inevitable y urgente voluntad

por Bruno Montané Krebs
El cultural.es. 21.01.2011







Todos mis libros están relacionados.
Hablar de esto, sin embargo, es aburrido.
Roberto Bolaño




Recuerdo que a comienzos de los años noventa en varias ocasiones Roberto Bolaño me contó por teléfono que estaba enfrascado en el proceso de escritura de una novela que se titulaba Los sinsabores del verdadero policía. En aquellas llamadas telefónicas me explicaba que el libro tenía que ser largo y contener todo aquello que hasta entonces no había conseguido escribir. Roberto aclaraba que el apremio y la voluntad de escritura reclamaban salir de la reflexiva contención de la poesía y adentrarse en el dinámico fluir del discurso narrativo, ese lugar donde la proyección de la versificación habría de expandirse, crear historias, escenas imborrables y luminosas. En esos momentos su voz adquiría un tono de urgencia melancólica, de extraño y omnipresente imperativo. Es necesario escribir algo nuevo, parecía decir, historias que surjan del fondo más velado y oscuro de nuestra experiencia, y para ello hemos de dejar atrás la ingenuidad borreguil a la que creemos que nos someten los géneros y sumergirnos en el magma, en los latidos de la gran poesía, que no es otra cosa que la rara y lúcida complicidad de la vida y la literatura.

Ahora, años después, y viendo cómo la deriva de la obra de Bolaño, así como la lectura de ésta, han configurado un panorama que se hace cada vez más diverso, y en ocasiones también equívoco, podemos decir que sus textos consiguieron buscar y fundar espacios en los cuales la experiencia de la escritura nunca antes parecía haber indagado. Su obra establece activas e inquietantes relaciones entre una tradición culta y, al mismo tiempo, la cultura popular. Su voluntad de escritor integral, así como sus intuiciones vitales, convivieron con el viaje, la dificultad económica a ratos omnipresente, la hipnotizante tranquilidad de las interminables vigilias nocturnas dedicadas a la escritura, la capacidad de reír y compadecerse ante los más leves y tiernos gestos, la justificada ira y la contradicción frente a temas polémicos que encaraba como auténticos nutrientes para su escritura; todo ello marcó su modo de escribir y tener amistades, alentadas y liberadas por la ética y la soberanía de su escritura.

Hoy se sabe públicamente que buena parte de su obra fue realizada bajo el peso de la enfermedad, de la posible y particular noción del tiempo que ésta -pero no tanto- le marcaba; sin embargo, no parece tenerse en cuenta que el aliento de fondo de su obra se había conformado mucho antes y le llevaría irremisiblemente a la carrera final. La lectura de sus poemas puede arrojar una intensa luz sobre esos primeros años, así como la trayectoria de sus primeras novelas (Diorama, Las tribulaciones de monsieur Pain, La pista de hielo, La estrategia mediterránea luego titulada El Tercer Reich y Estrella distante) permite sospechar, o deducir, con qué natural inteligencia, y elegancia, supo hacer y forjar un estilo claro y diverso para el cual entiéndase la figura parecía estar poco menos que predestinado.

Los sinsabores del verdadero policía
, el libro o magnífica colección de textos que hoy nos preocupa, es parte del juego de espejos y simultáneas mutaciones escriturales que Bolaño sabía encarnar con singular lucidez, aunque no siempre su inquebrantable tesón le permitiera darles una forma final. Recuerdo que este título, en el fondo tan suyo, en tanto que apunta a una suerte de imperativo a la vez dramático y ético, Roberto lo barajó a la manera de una radical inflexión en la nutrida y segura deriva que su escritura estaba experimentando. La convivencia de escrituras paralelas, en cierto modo arbóreas o irradiadas, generará a partir de ese punto textos radicalmente ricos en historias que pongan en juego la apuesta por la narratividad total.

Cito una carta de 1986: “Mi penitencia va por un caminito bordeado por 5 novelas”. A propósito de esta cita, arrimo esta otra generosa ascua a este texto. Una postal de finales de los ochenta: “Sin noticias de México, como es habitual. En realidad, sin noticias de nadie, exceptuando a los enanitos de mi propio cerebro que a veces montan orgías, otras veces aburridos simposios sobre la Nada, algunas veces, pero menos, excursiones parecidas a la felicidad, a la libertad. Simulacros”. Para acabar, aun a riesgo de parecer algo enfático, actitud que Roberto procuraba detestar, se me ocurre que aquellos intensos simulacros de la imaginación salvaron a Roberto de la implacable, tediosa y cotidiana soledad que siempre amenaza al escritor, el escritor que pasa y salva sus días sólo deseando escribir, sí, pero sobre todo vivir.










lunes, 7 de febrero de 2011

Bolaño está de moda, pero no lo entienden

por Carlos Franz
La Nación, Argentina. 24.1.2010










Un fantasma recorre la literatura hispanoamericana. O mundial. Le dedican elogios encendidos las revistas Lire y Letras Libres , The New Yorker y el Times Literary Supplement. Se estrenan adaptaciones teatrales y documentales a granel. Las tesis académicas sobre su obra ya son moda. Cien mil ejemplares vendidos en Alemania; 70.000 en Estados Unidos. De obras literarias serias, incluso difíciles. En estos días, la Casa de América de Madrid le dedicó una semana de homenaje, que cerró Patti Smith cantando sus poemas.

¿Qué tiene Bolaño que su amistad procuran? Me lo han preguntado buenos lectores, cultos y sensibles, pero inmunes a su sortilegio. Todavía, para muchos, es un fenómeno de culto: consagrado por los clérigos pero incomprensible para los legos. ¿Qué ofrece Bolaño a quienes no sean como sus protagonistas: poetas, críticos, editores, periodistas culturales, "letraheridos" en general? A ese lector común, pero no vulgar, que lee en serio aunque no es del gremio (algunos quedan), le cuesta identificarse con los personajes bolañescos, militantes a tiempo completo en la legión literaria.

Intento convencer a ese lector. En los buenos libros de Bolaño hallamos una destreza verbal sobresaliente, vacunada de complejidades excesivas. En sus obras mayores prolifera una inventiva que parece inagotable. También hay suspenso del bueno: sus "detectives salvajes" no resuelven misterios, los ahondan. Hay humor, la mayor parte de mala leche y, por eso, provocador, peligroso. Hay la capacidad de poetizar lo cotidiano: un talento para descubrir secretos en apariencias inocentes. Que eran inocentes hasta que el novelista desveló el truco. Para quienes creemos que la gran narrativa cultiva en la prosa las virtudes desveladoras de la poesía, los logros de Bolaño no son moco de pavo.

Aun así, mi lector común sigue perplejo. Nada de eso lo impresiona mucho. Conoce los retos de la literatura seria (sin confundirla con esa-que-se-toma-a-sí-misma-muy-en-serio). Ha leído su tomo de Proust, su par de Nabokovs, ha descifrado algún Faulkner. Conoce lo mejor del boom. Ha cavilado con Borges y sonreído con Cabrera Infante. Se ha deprimido con Onetti. En ellos y otros narradores brillantes la ficción parece ser lo que decía Henry James: esa casa con incontables ventanas por donde vemos, distinto, el vasto escenario humano. La casa de Bolaño es rara, sus ventanas sólo miran hacia dentro, hacia la literatura, protesta este lector. Qué va, hacia la vida literaria y punto, rectifica.

No le falta razón. Ésa es una clara diferencia entre Bolaño y Borges (con quien ciertos audaces lo equiparan). Las ventanas de Borges -por muy librescas que sean- se abren siempre hacia la filosofía, hacia la perplejidad metafísica común, donde la inteligencia topa con lo extraordinario. Sin embargo, sigo intentando convencerlo, en Bolaño sí hay una ventana que mira hacia fuera. Un ventanal que no vemos de puro transparente (de puro escondido delante de nuestros ojos, como la carta en el cuento de Poe). Por esa ventana se ve (no se ve) un fantasma.

Ese fantasma es usted, lector.

La desaparición de escritores fue un tema favorito de Bolaño. Sobran autores que buscan a uno esfumado. Constatación tan obvia como incompleta. Más interesante es verificar la ausencia de personajes que sean simples lectores (no escritores enfebrecidos por la lectura de sus pares). Intrigante esta desaparición del lector en una obra tan empecinadamente literaria.

Ese afantasmamiento masivo de los lectores comunes (pero no vulgares) en una obra de culto actual casi impone una lectura política. Aquella desaparición del lector ficticio simboliza, acaso, el debilitamiento de la ciudadanía real. Y de la ciudadanía cultural, en particular. Hay menos ciudadanos culturales y más consumidores de cultura. Hay menos lectores de ficciones profundas y más adictos a distracciones superficiales. Disminuyen los sujetos activos, dispuestos a una relación de mutua responsabilidad con la cultura. Espectadores que no sólo demanden, sino que ofrezcan, algo más que su dinero: una lectura comprometida, inquisitiva, lenta, arriesgada. Aumentan los objetos pasivos de la moda, la publicidad y el kitsch. Decrecen los lectores serios de ficciones no utilitarias (porque utilitaria es la mera distracción que ofrecen los superventas). Mientras, la importancia social de la buena literatura sigue atenuándose. Como en la política, donde ya sólo van a los mítines los candidatos y su clientela fija, al mitin de la buena literatura vienen lectores resabidos. ¿No se ha notado faltar usted mismo, medio desvanecido, en los discursos de sus políticos, así como en sus últimos espejos literarios?

La concurrencia entre la situación de la literatura y el estado de la polis es tan antigua como la política misma. El ocaso de la audiencia literaria seria confirma la declinación de la audiencia política responsable. A los discursos vacíos en los parlamentos corresponden los libros vacíos en las estanterías de novedades. "Elegir" y "leer" comparten una raíz etimológica (que asimismo es la de "elegancia"). La decadencia de esos verbos produce ciudadanos sustraídos y lectores afantasmados.

El fantasma del lector no dice nada. Su ausencia habla por él.