en Artes y Letras, 20 de julio de 2003
A Bolaño lo conocimos plantado ante la muerte, con un cigarrillo humeante y su dicción latina, pseudo mexicana, chilena, española. Nos dijo de entrada que no tenía nada que enseñarnos, que no había otra que dar la pelea e intentar ser una buena persona. Algunos dudaron de ese consejo, olvidando que la bondad y la belleza fueron una misma cosa cuando los griegos inventaron Occidente. Después, simplemente recorrió con nosotros algunos pasajes de su vasta geografía literaria (Vila-Matas después confesaría que Bolaño era su barómetro lector). Era el otoño del 2002 cuando lo conocimos y con toda valentía y apurando el tranco, Bolaño llegó a vivir hasta el verano siguiente. Le importaba acabar su novela 2666 porque sabía que tenía las horas contadas. Pero también sabía que nada perdura. Dudaba de los beneficios de la perpetuidad literaria. Ahora rondan sus comentaristas y su foto aparece con su cara de tristeza irónica. Y de Bolaño sólo queda el humo de un cigarrillo y sus libros de perros románticos y detectives metafísicos.
¿Tú cómo lo ves, Roberto? Tengo la impresión de que la ficción literaria nunca sabe de sus límites respecto a lo real. ¿Cómo ves en tu caso esta posición entre ficción y realidad, en general, y entre tu vida y tu obra literaria, más específicamente?
Es difícil para mí separar la ficción de la autobiografía, salvo en casos muy concretos, casos en los que, además, percibo un cierto aire de pastiche. Durante mucho tiempo se dijo -yo lo dije- que la única patria de un escritor era su lengua. Ya no lo creo. Tampoco creo que mi patria sea mi literatura ni la literatura. Más bien diría que mi patria es mi vida, es decir que mi patria es algo frágil, débil e insignificante. También podría decir, siguiendo esta línea, que estoy exiliado de mi patria y que vivo en la patria de los otros, como emigrante sin papeles, y que procuro no molestar ni estar demasiado tiempo en un lugar.
Pero, por otra parte ¿no se transforma uno mismo, la propia vida, en proyecto literario? Tal vez, al mismo tiempo que creador de personajes, uno se inventa a sí mismo como autor.
No, eso no lo creo. Puede que alguna vez lo creyera, pero ya no. Uno puede aprender miles de cosas, puede -y esto es tal vez lo más importante- aprender a ser mejor, más bueno, puede adquirir buenos modales, puede convertirse en un ser más civilizado, puede aprender a sumar y a dividir, pero no se inventa a sí mismo. Te inventan, es posible, a hachazos, en una o dos ocasiones a lo largo de toda tu vida. Te iluminan de forma misteriosa, y casi nunca te das cuenta, en ocasiones eres tú el que da la lección aunque más generalmente eres tú el que recibe la lección, pero inventarse a sí mismo no. Además, ¿para qué? ¿En base a qué lecturas? En realidad, si nos inventáramos a nosotros mismos tendríamos los pies de barro. Y probablemente el planeta se parecería mucho más a un manicomio de lo que parece ahora.
Hablando de poesía, de Rimbaud, ¿qué crees que fue a hacer a Abisinia?
Africa, para Rimbaud, fue el orfidal, el tranxilium que necesitaba. La puesta en práctica de ser otro. La vuelta al orden. Un rayo misterioso. La inauguración del Museo de la Amnesia. Algo que no comprenderemos jamás.
En este tema, -la relación entre vida y obra- ¿cómo acomodas tu poesía? ¿Sientas a la belleza en tus rodillas?
Más bien ha sido la belleza la que me ha sentado en sus rodillas. Aunque en esto de la belleza, como se solía decir a principios del siglo XX, siempre he sido un hombre liberal. Es decir, he visto belleza en todas partes, incluso en los sitios en donde era evidente que no estaba, pero incluso allí, en la ausencia de belleza, había algo, un hueco o un vacío infinitamente triste que testimoniaba una presencia perdida, y que con su testimonio, digamos, con su psicofonía, volvía a hacer visible el fantasma de la belleza.
¿Cuál es la relación entre tu poesía y tu prosa? ¿Complementaria, comunicante, tangente, impronunciable?
Son dos primas hermanas que se llevan bien. Mi poesía es platónica, mi prosa es aristotélica, ambas abominan de lo dionisiaco, ambas saben que lo dionisiaco ha triunfado.
Me sorprendió tu libro Amberes (Anagrama, 2002). Es prosa, pero conociendo algunos tópicos de tu poesía da la impresión que comparten obsesiones y formas ¿me equivoco?
No, cuando escribí Amberes la distancia formal, o mejor dicho estructural, entre poesía y prosa, para mí no existía. Amberes, por otra parte, es uno de los pocos libros que, tras publicarlo, no me resulta bochornoso, o bochornoso del todo, releer. Tal vez, aunque esta explicación es posible que desvirtúe los méritos que el libro pueda tener, porque veo en sus páginas que el joven que fui permanece y dura. Y eso siempre es un consuelo, un consuelo de apenas treinta segundos, pero consuelo al fin y al cabo.
¿No habría que hacerlo al revés: en lugar de partir escribiendo poesía, como muchos, culminar en ella?
La culpa la tiene el verso libre. Y el número de páginas por llenar. La poesía, incluso la mejor, no sé si estarás de acuerdo conmigo, siempre tiene cara de joven. La mejor prosa siempre tiene cara de viejo o de tipo madurito. En cualquier caso, de tipo preocupado, de tipo que tiene que llenar muchas páginas y sobre el que pesa una responsabilidad. Incluso, y esto es lo peor, una responsabilidad mercantil. Hoy, por ejemplo, es difícil imaginar a Victor Hugo, con menos de treinta años, afiebrado escribiendo versos. En cambio es fácil verlo de barba blanca consultando mapas y enciclopedias, o mirando Francia desde una roca de la isla de su exilio, con una preocupación "política" y no "poética". A Byron, sin embargo, siempre lo vemos joven. Es decir, lo vemos irresponsable, nadando por el gran canal de Venecia o buscando con una irresponsabilidad soberana la muerte en Venecia. A Whitman también, un viejo con un cuerpo juvenil, dando grandes zancadas. Y Baudelaire: un yonki veinteañero, lúcido como una enana roja. En realidad, todos los grandes poetas aparecen en el imaginario de los lectores como adolescentes eternos, salvo dos, que son dos de mis poetas favoritos. Homero, al que nos cuesta imaginar joven, y Borges, que escribió sus mejores poemas en la edad adulta o ya en la ancianidad. En la poesía de ambos, sin embargo, es dable percibir una nostalgia feroz por la juventud, por el vigor de la juventud. Ambos son enormes, inabarcables. Curiosamente, los dos son ciegos.
En el prólogo a Los perros románticos, Pere Gimferrer menciona en las primeras líneas a Parra y la antipoesía. También están tus ‘Pasos de Parra’ ¿te consideras, en algún punto, antipoeta o heredero de sus artes? ¿Qué importancia tiene la antipoesía para tu trabajo?
La antipoesía, no lo sé. Probablemente mucha. Nicanor Parra, la persona y el poeta y la presencia, toda. Qué más quisiera yo que parecerme a Parra. Lamentablemente sólo me parezco a Bolaño.
Muchas de tus poesías, y quizás vuelvo a repetir la pregunta, descartan la abstracción, no parecen despegarse del suelo. En este sentido, parecen relatos evocatorios, listados de posibilidades. ¿Debe la poesía proponerse lo sublime suprimiendo toda metáfora?
Creo que la poesía debería intentar ser clara, eso para empezar. Los desmanes líricos o metafóricos suelen ser aburridos y no soportan las relecturas.
A veces, leyendo algunos de tus poemas tengo la impresión que eres el primer autor de ‘poesía policiaca’. ¿Tú qué piensas?
Yo creo que el primer autor de poesía policiaca fue Poe, no en sus poemas sino en sus cuentos, que poseen más densidad poética que sus poemas. La verdad es que lo que solemos llamar "policiaco" recorre toda la literatura, desde sus orígenes, y no es otra cosa que la búsqueda de la imagen del enigma y la posibilidad subsiguiente de descifrar ese enigma. La poesía religiosa es poesía policiaca, La poesía metafísica. La poesía simbolista. En realidad, lo policiaco, como especificidad, no existe. Llamamos literatura policiaca a aquellos textos que nacen con Poe y siguen con Conan Doyle y que llegan hasta Hammett y Chandler y ahora el magnífico Ellroy, pasando por autores tan dispares como Borges o Dürrenmatt o Robbe-Grillet, pero en realidad lo hacemos por comodidad, la comodidad de lo etiquetado. Que tampoco está mal.
Otra instancia que aparece con frecuencia es el coito, el amor carnal como un intento desesperado. ¿Es necesariamente el sexo un ‘territorio invadido por el amor’, como decía Kundera, o hay que pensar que es el primer intento por iniciar la salvación? De la lectura de tus poemas se puede ver que amor-sexo-mujer aparecen reflejados como un elemento de rescate, un salvavidas ¿o no?
Ah, sobre el sexo no tengo nada que decir. Me callo la boca. Sobre los salvavidas puedo decir algo: suelen hundirse en el fondo del mar. En mi defensa puedo añadir que nunca quise poseer a nadie ni ser poseído. No tengo esclavos. Mucho menos, esclavas.
Finalmente, algo que se repite es el cansancio, la fatiga melancólica de la derrota, una sensación crepuscular. Hay que salir a luchar aunque sea inútil, aunque la derrota no sea placentera, ni evitable, ni postergable, aunque todo vaya a transformarse en memoria, a lo más. ¿No es eso dulce, poeta troyano?
Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones, pero que hay que salir y dar la pelea y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán), e intentar caer como un valiente, y que eso es nuestra victoria. En términos menos abstractos y menos pugilísticos: es como salir de noche, digamos, como salir en Asia, como ser pastor errante en Asia y contemplar la noche, y no ceder al deseo de la muerte. Aunque ser pastor y estar en Asia y contemplar las múltiples estrellas son casi sinónimos de la muerte, ¿no?