jueves, 18 de octubre de 2007

Opus night

por Alejandro Zambra







Los lectores españoles acaso consideren extravagante a Sebastián Urrutia Lacroix, narrador y protagonista de Nocturno de Chile, la reciente novela de Roberto Bolaño. A nosotros, en cambio, acostumbrados a las aves raras, no nos sorprende tanto que un cura del Opus Dei escriba poesía, y además, usando el extraño seudónimo H. Ibacache, trabaje como crítico literario en un importante periódico. Nocturno de Chile es la agónica defensa de Urrutia Lacroix (en dos alucinados párrafos: el primero, a la Thomas Bernhard, de 149 páginas; el segundo, de una línea) ante los múltiples fantasmas que lo acosan y le muestran lo que no quiere ver: el pasado.

Todo ocurre en el insomnio de una sola noche. Con el ritmo continuo y quebradizo de una larga digresión, el sacerdote evoca imágenes e historias recurrentes de su vida a la par que deja entrever la profunda escisión que lo constituye (en detalles mínimos, banales, como cuando relata sus problemas para decidir si usa la sotana o el traje de poeta en una reunión social). Su curriculum vitae está tan plagado de delirios de nobleza como de paseos oscuros y vergonzosos, en los que el sacerdote apenas ha alcanzado a reprimir su desprecio por los campesinos o los deseos de corresponder a las insinuaciones sexuales de su maestro, el notable crítico literario Farewell. Por cierto, el registro comprende hechos menos íntimos: la participación de Urrutia Lacroix en las veladas literarias de la escritora María Canales, o la cátedra sobre marxismo que impartió a los integrantes de la Junta Militar de 1973 (el alumno aventajado, Augusto Pinochet, se jactaba ante el profesor de haber escrito tres libros por sí mismo, y de leer habitualmente textos de teoría política, historia e incluso obras literarias como Palomita Blanca, "una novela de talante francamente juvenil, pero yo la leí porque no desdeño estar al día y me gustó").

Como es habitual en la obra de Bolaño (y en la buena literatura, aquella que es imposible de reducir a una anécdota), el acento en los intersticios, en los aspectos menos visibles de la experiencia, aleja toda posibilidad de servilismo ideológico. No hay caricaturas para la galería; el lector -español o chileno-, hacia la mitad de la novela, ya "comprende pero no justifica" a Urrutia Lacroix. Allí reside el mérito de Roberto Bolaño: haber hecho verosímil el discurso de un personaje que no solamente alude a José Miguel Ibañez Langlois, sino también a muchos otros que tras haber coqueteado con la maldad aún separan aguas y alegan inocencia. Los mismos que si hoy se animaran a hablar no acogerían del todo la incitación de Chesterton que Bolaño usa como epígrafe de su novela: Quítese la peluca.