Hablar de la obra de Bolaño intentando darle un peso extra, parece ser una idea sin destino. Sin embargo, no está de más decir que la obra de Bolaño representa acaso, la voz narrativa más importante que jamás haya tenido Chile. Y desde José Donoso, sin ninguna duda. Y al decir esto, no me olvido de la antigua tradición narrativa chilena, que ha tenido en sus puntos más altos a Manuel Rojas y a José Donoso, antes que a Bolaño. Es cierto que Rojas representa fielmente la temática de lo chileno: el bajo fondo, el ladrón, la puta, el maloliente. También es cierto que Donoso se excluyó en contadas ocasiones de las costumbres locales. Es cierto también que Bolaño, como tercer pilar de basamento, muchas veces abordó, desde la referencia directa o indirecta, temáticas relacionadas con Chile (Nocturno de Chile, La literatura nazi en América, Estrella distante, Tres, etc.).
Por otro lado, obviar la narrativa existente entre los puntos mencionados, los tres pilares: Rojas-Donoso-Bolaño, es ciertamente una exageración bastarda. Es así. El ejercicio narrativo en Chile se ha basado, históricamente, en un contar historias -más o menos interesantes-, en donde el hilo conductor es muy claro, todo lo demás está muy ordenado y el lector puede recorrer las páginas desde la siete hasta la trescientos cincuenta sin sufrir mayores sobresaltos. (La señora Allende y la señora Serrano, son los más fieles ejemplos de la escritura que refiero). Es decir, hemos estado rodeados de una literatura amable demasiado amable (en cuanto a estructura y a técnica escritural e incluso en cuanto a una temática, casi siempre costumbrista, en la que “todos nos vemos reflejados permanentemente”), y que no sólo no dificulta o simboliza, sino que simplifica la lectura hasta un nivel que raya en lo televisivo.
Con esto no estoy diciendo que la narrativa de Bolaño sea especialmente compleja, o que su estructura sea demasiado original (la de Los detectives salvajes, por ejemplo), o que su escritura sea de una pulcritud incontrarrestable. Aunque si se la compara con un corpus representativo de la narrativa chilena de los últimos veinte o treinta años, seguramente destacará también en estos ámbitos. Bolaño muestra una variedad de recursos, y un talento en la mixtura, además de un cariño evidente y emocionante por la escritura y el oficio de escritor, difícil de reconocer en otros escritores, incluso en el concierto hispanoamericano.
Desde la aparente simpleza argumental de La pista de hielo, hasta la expresiva monumentalidad de 2666, se puede encontrar brevedad, extensión descomunal, una gran diversidad de géneros expuestos, un sinnúmero de personajes, naciones, variaciones de lenguaje, modismos, hibridez epocal y estilística -ese airecillo a Poe que se respira en Monsieur Pain-, el desplazamiento permanente -el fantástico periplo del rockero Pancho Misterio y los Neochilenos, por citar un solo ejemplo entre muchos-, la fijeza obligada de Auxilio Lacouture en Amuleto, la obcecación y ambigüedad de los cuerpos y la prostitución en Una novelita lumpen, la indexación de personajes -por carácter, país, fecha- en La literatura nazi en América, los rusos, la bomba atómica, una revolución en Liberia, enfermedad, muerte, soledad, océano, desierto, poesía, literatura, distintos niveles de ficción, incrustaciones de identidad, y un larguísimo etcétera que, si bien hace pensar en desorden, en exceso o en pretensión descabellada, no se siente nunca de ese modo. Al contrario, el sentimiento que se experimenta al leer a Bolaño es más bien cercano al de una amistad de años, al de un cariño muy profundo.
Desde este punto de vista, el tiempo sobra, al igual que un posible comentario, narración o diálogo de cualquiera de sus personajes. Es un viaje sin retorno, en altamar, cuando el barco pierde sus motores y sus velas, y no queda más que el horizonte al fondo y un vaivén que no termina de avanzar. Es una ventana a medias, apenas delineada. Es un vasto y desolado páramo, donde se reúnen viejos escritores a rezarle a ningún Dios. Es un día, una fecha que no importa. Es un diario que termina abruptamente, como una vida acotada por la enfermedad, sin saber a dónde pudo haber llegado, a qué puerto, a qué final, a qué palabra.
Por otro lado, obviar la narrativa existente entre los puntos mencionados, los tres pilares: Rojas-Donoso-Bolaño, es ciertamente una exageración bastarda. Es así. El ejercicio narrativo en Chile se ha basado, históricamente, en un contar historias -más o menos interesantes-, en donde el hilo conductor es muy claro, todo lo demás está muy ordenado y el lector puede recorrer las páginas desde la siete hasta la trescientos cincuenta sin sufrir mayores sobresaltos. (La señora Allende y la señora Serrano, son los más fieles ejemplos de la escritura que refiero). Es decir, hemos estado rodeados de una literatura amable demasiado amable (en cuanto a estructura y a técnica escritural e incluso en cuanto a una temática, casi siempre costumbrista, en la que “todos nos vemos reflejados permanentemente”), y que no sólo no dificulta o simboliza, sino que simplifica la lectura hasta un nivel que raya en lo televisivo.
Con esto no estoy diciendo que la narrativa de Bolaño sea especialmente compleja, o que su estructura sea demasiado original (la de Los detectives salvajes, por ejemplo), o que su escritura sea de una pulcritud incontrarrestable. Aunque si se la compara con un corpus representativo de la narrativa chilena de los últimos veinte o treinta años, seguramente destacará también en estos ámbitos. Bolaño muestra una variedad de recursos, y un talento en la mixtura, además de un cariño evidente y emocionante por la escritura y el oficio de escritor, difícil de reconocer en otros escritores, incluso en el concierto hispanoamericano.
Desde la aparente simpleza argumental de La pista de hielo, hasta la expresiva monumentalidad de 2666, se puede encontrar brevedad, extensión descomunal, una gran diversidad de géneros expuestos, un sinnúmero de personajes, naciones, variaciones de lenguaje, modismos, hibridez epocal y estilística -ese airecillo a Poe que se respira en Monsieur Pain-, el desplazamiento permanente -el fantástico periplo del rockero Pancho Misterio y los Neochilenos, por citar un solo ejemplo entre muchos-, la fijeza obligada de Auxilio Lacouture en Amuleto, la obcecación y ambigüedad de los cuerpos y la prostitución en Una novelita lumpen, la indexación de personajes -por carácter, país, fecha- en La literatura nazi en América, los rusos, la bomba atómica, una revolución en Liberia, enfermedad, muerte, soledad, océano, desierto, poesía, literatura, distintos niveles de ficción, incrustaciones de identidad, y un larguísimo etcétera que, si bien hace pensar en desorden, en exceso o en pretensión descabellada, no se siente nunca de ese modo. Al contrario, el sentimiento que se experimenta al leer a Bolaño es más bien cercano al de una amistad de años, al de un cariño muy profundo.
Desde este punto de vista, el tiempo sobra, al igual que un posible comentario, narración o diálogo de cualquiera de sus personajes. Es un viaje sin retorno, en altamar, cuando el barco pierde sus motores y sus velas, y no queda más que el horizonte al fondo y un vaivén que no termina de avanzar. Es una ventana a medias, apenas delineada. Es un vasto y desolado páramo, donde se reúnen viejos escritores a rezarle a ningún Dios. Es un día, una fecha que no importa. Es un diario que termina abruptamente, como una vida acotada por la enfermedad, sin saber a dónde pudo haber llegado, a qué puerto, a qué final, a qué palabra.