Revista de Libros, El Mercurio
25.10.2003
En uno de sus últimos viajes a Chile, a fines de 1999, Roberto Bolaño sostuvo una entrevista pública en un pequeño café del Barrio Bellavista. En esta hora de homenajes, recordamos pasajes de ese diálogo inédito.
¿Ha puesto más literatura que vida en sus libros?
Yo creo que hay bastante menos literatura en mis libros que en los de autores a quienes leo constantemente o que me han marcado. Y, por otra parte, yo soy literato, me muevo entre libros. Entre un viaje alrededor del mundo y una gran biblioteca, yo escojo la biblioteca. Sobre todo ahora, porque ya no puedo hacer las cosas que hacía a los 20 años. Y he viajado mucho. De hecho, sigo viajando, es lo bueno de no vivir en la aldea natal. Es decir, el día que vuelva a vivir a Los Ángeles, capital de la provincia del Biobío, mi viaje habrá concluido.
¿Y cuándo empezó ese viaje?
Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas. Bio- bío es la tierra de mis mayores, como diría Serrat, y es el lugar a donde llegó al menos la parte paterna de mi familia, a Mulchén, porque yo viví en Los Ángeles.
Pero el gran cambio se produce cuando viaja con su familia a México, ¿no?
Sí. Mis padres se cambiaban mucho de casa, pero los motivos eran inconfesables. Yo siempre creí que todas las familias chilenas se trasladaban mucho; en realidad, sólo era la mía. El año 68, mi familia se quiso ir a México, todos, lo que para mí fue, yo diría, la experiencia más vital. En total he vivido en México cerca de diez años y para mi percepción de lo que yo creía que era ser escritor, eso fue básico. De hecho, mis primeras lecturas son de autores mexicanos, una literatura riquísima, que yo creo que me ha marcado como ninguna otra.
Parece que también lo marcó la amistad de los mexicanos, por ejemplo del poeta Mario Santiago, "Ulises Lima" en Los detectives salvajes.
Mario Santiago era un poeta maravilloso. Tal vez el poeta más grande que yo he conocido, y he conocido poetas realmente grandes. Bueno, era mi amigo... Con él me ocurrió algo muy increíble: se hizo un graffiti en aquella época que decía: “Que Bolaño se vaya a Santiago, y que Santiago también”. A él lo mandaban a Chile, país que nunca conoció, por otra parte. Era tan bonito el graffiti que incluso alguna vez pensé que Mario lo había inventado y se lo atribuía a nuestros enemigos. Fue muy divertido.
¿Cree que todas esas experiencias lo llevaron finalmente a escribir novelas?
La vida misma no creo que haga escribir a nadie. El momento en que uno decide ser escritor es un instante de locura total y de voluntad, entendida en el sentido nietzscheano de la palabra, que es un sentido bastante delirante. Escribir no es normal, lo normal es leer y lo placentero es leer, incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima. Yo decidí ponerme a escribir a los 16 años, en México, y además en un instante de ruptura total, con la familia, con todo, como se hacen estas cosas.
Incluso llegó a crear un movimiento.
El infrarrealismo es un movimientito que Roberto Matta crea cuando Breton lo expulsa del surrealismo y que dura tres años. En ese movimiento había sólo una persona, que era Matta. Años después, el infrarrealismo resurgiría en México con un grupo de poetas mexicanos y dos chilenos. Fue una especie de dadaísmo de grupo que organizaba eventos más bien chuscos. Hubo un momento en que fueron muchísimos, unas cincuenta personas, de las cuales, la verdad es que, como poetas valían la pena sólo dos o tres. Y cuando Mario Santiago y yo nos marchamos a Europa, el movimiento se acabó. Los que quedaron en México fueron incapaces de seguir con esto. En realidad, porque el infrarrealismo era la locura de Mario y mi propia locura... Duró del año 75 al 77.
¿Qué se proponían entonces?
Ya nos habíamos salido de todas las diferentes familias, de todos los clanes mafiosos que operaban en México. Nosotros estábamos en contra de los exquisitos, de Octavio Paz y su gente, de los neoestalinistas, de aquellos que se decían escritores sin compromiso y que cobraban del PRI cada mes. Estábamos en contra de todo. Y lo que hacíamos era un espectáculo penoso, realmente.
¿En ese tiempo ya había tenido contacto con la poesía chilena?
Sí, yo conocí cuando era muy jovencito, porque era amigo de mi madre, a un poeta chileno a quien todo el mundo odia, con razón, y cuyo nombre voy a ocultar por motivos de compasión, pero este poeta que en aquella época era un joven treintañero y bastante decente, o así me lo parecía a mí, me mostró la poesía que se hacía en Chile, que era distinta a la que se hacía en México en aquella época. En Chile, por los años setenta, dominaban los poetas llamados láricos. Yo recuerdo, por ejemplo, a Oliver Welden, de quien ya nadie guarda el menor recuerdo en este país. Era un poeta de Arica y bastante bueno, al menos se podía leer. También leí a Gonzalo Millán, que yo creo que es un gran poeta. Y a Waldo Rojas, con quien nos carteamos en una especie de correspondencia melancólica. No lo he visto nunca; tal vez si lo viera dejaría de escribirle cartas. En fin, conocí a los poetas láricos y a algunos poetas que estaban en la senda de Lihn.
¿Qué pasaba entonces con los poetas mayores?
Yo, como todo niño chileno, había recitado Los veinte poemas de amor y una canción desesperada a grito pelado. Y sobre todo el poeta que yo leo con mayor fidelidad, desde aquella época, es Nicanor Parra, lo leo y lo releo muchísimo, y me parece un poeta de una importancia enorme. Pero también leo a Lihn, a Teillier, hay versos de Teillier que son como para hacer boleros, leo a Gonzalo Rojas. Cuando digo leo quiero decir releo, y releo con fruición.
¿Qué percepción tenía de Chile en aquellos años?
Yo volví a Chile el año 73, dispuesto a hacer la revolución. Yo pensaba que este país era el cogollito del cambio, que aquí se iba a producir la gran transformación de todo. A los dos meses ocurrió el golpe de Estado. Yo estaba en Santiago. Por un lado fue una experiencia absolutamente espantosa, pero, por otro lado, gloriosa, porque me lo pasaba súper bien. Tenía veinte años y a esa edad nadie tiene miedo de nada, y si tienes miedo, te aguantas. Fue una experiencia de amistad, de vivir las cosas profundamente. Para mí fue un año magnífico. Sólo empecé a darme cuenta de lo que había vivido cuando volví a México, en enero del 74, y paulatinamente fui entendiendo el lío en que me había metido.
Uno de sus personajes dice que todos los poetas necesitan un padre, incluso los más vanguardistas. ¿Está de acuerdo?
No, yo creo que un poeta, por naturaleza, es un huérfano. El poeta tiende hacia la orfandad. Claro, tiene padres, eso es innegable. La literatura es un flujo continuo y uno es parte de ese flujo. O de un único y gran libro, como decía Borges. Pero el paso civil del poeta es el paso del huérfano.
¿Qué serían entonces los narradores?
Adoptados.
Como poeta y narrador, ¿siente que habita dos mundos con reglas distintas?
Yo no me siento en dos mundos. Yo soy escritor. Y escribo novela, escribo cuento y escribo poesía. Me encantaría escribir ensayo, pero mejor que no lo haga. Yo no veo ninguna dicotomía. En lo que respecta al mercado, ahora publico en editoriales fuertes y cobro bastante. No puedo sino estar conforme, porque masoquista no soy. Ni voy a regalar mis obras a un editor. Yo creo que es muy difícil eludir el mercado, incluso para la poesía. Lo que pasa es que hay mercados alternativos. Y luego, que no es puramente una cuestión de mercado, también es una cuestión de calidad de vida. Alguien que lee poesía es alguien que tiene una cultura más grande que si sólo leyera prosa, y su placer estético aumenta considerablemente si es un lector de prosa y poesía, o si es un lector no sólo de bestsellers. Los bestsellers, además, me parecen una infamia; están mal escritos y hablan de cosas totalmente vacías. Yo prefiero ver la tele antes que leer un bestseller.
Hay muchos guiños en sus libros, ¿cree que la literatura es también un juego?
Son más de los que se imaginan, porque la mayoría de mis guiños no los capta nadie. Sólo yo. Deben ser muy malos. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural, entonces si no te lo tomas como un juego, o también como un juego, puede llegar a convertirse en un suplicio.
En el cuento "Sensini" ("Llamadas telefónicas") hay una visión amarga acerca de los escritores que deben concursar en premios de quinta categoría.
Ese cuento puede ser leído de muchas maneras; el argumento parte de que en cierta ocasión yo me presento a un concurso, nada más que por falta de dinero, gano la tercera mención y con enorme sorpresa me doy cuenta de que la primera mención, no el premio, la había ganado Antonio Di Benedetto, que para mí es uno de los grandes escritores latinoamericanos. Y lo primero que me pregunté es qué hace Di Benedetto concursando en estos premios de provincia que son muy generosos en España pero que, claro, no son para que esté Di Benedetto. A esas alturas él ya había publicado hacía muchos años Zama, que es una de las mejores novelas que se han escrito en Argentina, y además tenía libros de cuentos publicados en España y traducidos a varias lenguas, etc. Después me lo encontré en otro concurso; esta vez lo ganó, y se me ocurrió el cuento a partir de cómo un escritor latinoamericano, con algunos laureles, puede ponerse a jugar en canchas de tercera o cuarta división. Y la respuesta es más clara que el agua: evidentemente se hace eso por dinero.
Parece que le atraen estas historias de escritores...
Pero para historias tristes... ahí está el caso de Alfonso Alcalde, que además de poeta era un excelente prosista, se había ahorcado en Penco, en el sur de Chile. Yo me imagino a Alfonso Alcalde muriendo ahorcado y es para ponerse a llorar. El destino de algunos escritores es terrible.
¿Para qué le ha servido a usted la literatura?
Podría dar una respuesta aparentemente poética: "para no morirme", pero es falso, yo seguiría vivo y probablemente con mejor salud si no hubiera optado por la literatura. A mí la literatura me ha servido básicamente para leer. En el momento en que decido que voy a ser escritor, me pongo a leer. Y gracias a la literatura he podido leer libros maravillosos, increíbles, como encontrar tesoros. Y en mi vida, que ha sido más bien nómade y de una pobreza extrema en ocasiones, el leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia. Podía estar en cualquier situación y si leía a Horacio, por ejemplo, el dandy, el que estaba viviendo por encima de sus posibilidades era yo, siempre. La literatura a mí me ha producido riqueza, es riqueza.
En "Enrique Martin" dice que un poeta que lo puede soportar todo va directo a la locura, ¿cree que los poetas se sienten llamados a ese destino?
Sin duda, pero ése no es el problema. El problema es más bien la facilidad con que los escritores caen en el ridículo más espantoso. Y el otro problema grave es el de la gramática y el de la sintaxis. Y ya para acabar, el tercer problema, antes de entrar con el de la locura, que en realidad es un problema menor, es la falta de originalidad, el escribir casi por una inercia ambiental. Todos estamos entregando de alguna manera o de otra el viaje de Ulises; o estamos dando vueltas por el infierno y el purgatorio del Dante. La originalidad es un problema de estructuras formales.
¿Cuál es su visión de Chile desde la distancia?
A mí me cuesta muchísimo ver sociedades completas. Veo más bien grupos pequeños, y esos grupos pequeños que juntos conforman lo que tal vez yo en algún momento de lucidez o delirio llamo Chile, pues en general me parece bien. En realidad, mi Chile, si pudiera hablar en estos términos, es un Chile imaginario en donde yo soy un niño o un adolescente, a lo más tengo veinte años y es un Chile pues lleno de las suavidades de la infancia o de los dolores blandos de la infancia, y terribles, y también es un Chile del fin de un sueño que al menos los nacidos en la década del cincuenta soñamos y apostamos por él. En el momento en que ese sueño acaba para mí, que tiene una fecha clara, ya empieza a aparecer otra cosa.
¿Ha puesto más literatura que vida en sus libros?
Yo creo que hay bastante menos literatura en mis libros que en los de autores a quienes leo constantemente o que me han marcado. Y, por otra parte, yo soy literato, me muevo entre libros. Entre un viaje alrededor del mundo y una gran biblioteca, yo escojo la biblioteca. Sobre todo ahora, porque ya no puedo hacer las cosas que hacía a los 20 años. Y he viajado mucho. De hecho, sigo viajando, es lo bueno de no vivir en la aldea natal. Es decir, el día que vuelva a vivir a Los Ángeles, capital de la provincia del Biobío, mi viaje habrá concluido.
¿Y cuándo empezó ese viaje?
Yo nací en Santiago, pero nunca viví en Santiago. Viví en Valparaíso, luego en Quilpué; en Viña; en Cauquenes, una zona llena de alcohólicos y de espiritistas. Bio- bío es la tierra de mis mayores, como diría Serrat, y es el lugar a donde llegó al menos la parte paterna de mi familia, a Mulchén, porque yo viví en Los Ángeles.
Pero el gran cambio se produce cuando viaja con su familia a México, ¿no?
Sí. Mis padres se cambiaban mucho de casa, pero los motivos eran inconfesables. Yo siempre creí que todas las familias chilenas se trasladaban mucho; en realidad, sólo era la mía. El año 68, mi familia se quiso ir a México, todos, lo que para mí fue, yo diría, la experiencia más vital. En total he vivido en México cerca de diez años y para mi percepción de lo que yo creía que era ser escritor, eso fue básico. De hecho, mis primeras lecturas son de autores mexicanos, una literatura riquísima, que yo creo que me ha marcado como ninguna otra.
Parece que también lo marcó la amistad de los mexicanos, por ejemplo del poeta Mario Santiago, "Ulises Lima" en Los detectives salvajes.
Mario Santiago era un poeta maravilloso. Tal vez el poeta más grande que yo he conocido, y he conocido poetas realmente grandes. Bueno, era mi amigo... Con él me ocurrió algo muy increíble: se hizo un graffiti en aquella época que decía: “Que Bolaño se vaya a Santiago, y que Santiago también”. A él lo mandaban a Chile, país que nunca conoció, por otra parte. Era tan bonito el graffiti que incluso alguna vez pensé que Mario lo había inventado y se lo atribuía a nuestros enemigos. Fue muy divertido.
¿Cree que todas esas experiencias lo llevaron finalmente a escribir novelas?
La vida misma no creo que haga escribir a nadie. El momento en que uno decide ser escritor es un instante de locura total y de voluntad, entendida en el sentido nietzscheano de la palabra, que es un sentido bastante delirante. Escribir no es normal, lo normal es leer y lo placentero es leer, incluso lo elegante es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo; leer a veces puede ser un ejercicio de sadismo, pero generalmente es una ocupación interesantísima. Yo decidí ponerme a escribir a los 16 años, en México, y además en un instante de ruptura total, con la familia, con todo, como se hacen estas cosas.
Incluso llegó a crear un movimiento.
El infrarrealismo es un movimientito que Roberto Matta crea cuando Breton lo expulsa del surrealismo y que dura tres años. En ese movimiento había sólo una persona, que era Matta. Años después, el infrarrealismo resurgiría en México con un grupo de poetas mexicanos y dos chilenos. Fue una especie de dadaísmo de grupo que organizaba eventos más bien chuscos. Hubo un momento en que fueron muchísimos, unas cincuenta personas, de las cuales, la verdad es que, como poetas valían la pena sólo dos o tres. Y cuando Mario Santiago y yo nos marchamos a Europa, el movimiento se acabó. Los que quedaron en México fueron incapaces de seguir con esto. En realidad, porque el infrarrealismo era la locura de Mario y mi propia locura... Duró del año 75 al 77.
¿Qué se proponían entonces?
Ya nos habíamos salido de todas las diferentes familias, de todos los clanes mafiosos que operaban en México. Nosotros estábamos en contra de los exquisitos, de Octavio Paz y su gente, de los neoestalinistas, de aquellos que se decían escritores sin compromiso y que cobraban del PRI cada mes. Estábamos en contra de todo. Y lo que hacíamos era un espectáculo penoso, realmente.
¿En ese tiempo ya había tenido contacto con la poesía chilena?
Sí, yo conocí cuando era muy jovencito, porque era amigo de mi madre, a un poeta chileno a quien todo el mundo odia, con razón, y cuyo nombre voy a ocultar por motivos de compasión, pero este poeta que en aquella época era un joven treintañero y bastante decente, o así me lo parecía a mí, me mostró la poesía que se hacía en Chile, que era distinta a la que se hacía en México en aquella época. En Chile, por los años setenta, dominaban los poetas llamados láricos. Yo recuerdo, por ejemplo, a Oliver Welden, de quien ya nadie guarda el menor recuerdo en este país. Era un poeta de Arica y bastante bueno, al menos se podía leer. También leí a Gonzalo Millán, que yo creo que es un gran poeta. Y a Waldo Rojas, con quien nos carteamos en una especie de correspondencia melancólica. No lo he visto nunca; tal vez si lo viera dejaría de escribirle cartas. En fin, conocí a los poetas láricos y a algunos poetas que estaban en la senda de Lihn.
¿Qué pasaba entonces con los poetas mayores?
Yo, como todo niño chileno, había recitado Los veinte poemas de amor y una canción desesperada a grito pelado. Y sobre todo el poeta que yo leo con mayor fidelidad, desde aquella época, es Nicanor Parra, lo leo y lo releo muchísimo, y me parece un poeta de una importancia enorme. Pero también leo a Lihn, a Teillier, hay versos de Teillier que son como para hacer boleros, leo a Gonzalo Rojas. Cuando digo leo quiero decir releo, y releo con fruición.
¿Qué percepción tenía de Chile en aquellos años?
Yo volví a Chile el año 73, dispuesto a hacer la revolución. Yo pensaba que este país era el cogollito del cambio, que aquí se iba a producir la gran transformación de todo. A los dos meses ocurrió el golpe de Estado. Yo estaba en Santiago. Por un lado fue una experiencia absolutamente espantosa, pero, por otro lado, gloriosa, porque me lo pasaba súper bien. Tenía veinte años y a esa edad nadie tiene miedo de nada, y si tienes miedo, te aguantas. Fue una experiencia de amistad, de vivir las cosas profundamente. Para mí fue un año magnífico. Sólo empecé a darme cuenta de lo que había vivido cuando volví a México, en enero del 74, y paulatinamente fui entendiendo el lío en que me había metido.
Uno de sus personajes dice que todos los poetas necesitan un padre, incluso los más vanguardistas. ¿Está de acuerdo?
No, yo creo que un poeta, por naturaleza, es un huérfano. El poeta tiende hacia la orfandad. Claro, tiene padres, eso es innegable. La literatura es un flujo continuo y uno es parte de ese flujo. O de un único y gran libro, como decía Borges. Pero el paso civil del poeta es el paso del huérfano.
¿Qué serían entonces los narradores?
Adoptados.
Como poeta y narrador, ¿siente que habita dos mundos con reglas distintas?
Yo no me siento en dos mundos. Yo soy escritor. Y escribo novela, escribo cuento y escribo poesía. Me encantaría escribir ensayo, pero mejor que no lo haga. Yo no veo ninguna dicotomía. En lo que respecta al mercado, ahora publico en editoriales fuertes y cobro bastante. No puedo sino estar conforme, porque masoquista no soy. Ni voy a regalar mis obras a un editor. Yo creo que es muy difícil eludir el mercado, incluso para la poesía. Lo que pasa es que hay mercados alternativos. Y luego, que no es puramente una cuestión de mercado, también es una cuestión de calidad de vida. Alguien que lee poesía es alguien que tiene una cultura más grande que si sólo leyera prosa, y su placer estético aumenta considerablemente si es un lector de prosa y poesía, o si es un lector no sólo de bestsellers. Los bestsellers, además, me parecen una infamia; están mal escritos y hablan de cosas totalmente vacías. Yo prefiero ver la tele antes que leer un bestseller.
Hay muchos guiños en sus libros, ¿cree que la literatura es también un juego?
Son más de los que se imaginan, porque la mayoría de mis guiños no los capta nadie. Sólo yo. Deben ser muy malos. La literatura es un ejercicio aburrido y antinatural, entonces si no te lo tomas como un juego, o también como un juego, puede llegar a convertirse en un suplicio.
En el cuento "Sensini" ("Llamadas telefónicas") hay una visión amarga acerca de los escritores que deben concursar en premios de quinta categoría.
Ese cuento puede ser leído de muchas maneras; el argumento parte de que en cierta ocasión yo me presento a un concurso, nada más que por falta de dinero, gano la tercera mención y con enorme sorpresa me doy cuenta de que la primera mención, no el premio, la había ganado Antonio Di Benedetto, que para mí es uno de los grandes escritores latinoamericanos. Y lo primero que me pregunté es qué hace Di Benedetto concursando en estos premios de provincia que son muy generosos en España pero que, claro, no son para que esté Di Benedetto. A esas alturas él ya había publicado hacía muchos años Zama, que es una de las mejores novelas que se han escrito en Argentina, y además tenía libros de cuentos publicados en España y traducidos a varias lenguas, etc. Después me lo encontré en otro concurso; esta vez lo ganó, y se me ocurrió el cuento a partir de cómo un escritor latinoamericano, con algunos laureles, puede ponerse a jugar en canchas de tercera o cuarta división. Y la respuesta es más clara que el agua: evidentemente se hace eso por dinero.
Parece que le atraen estas historias de escritores...
Pero para historias tristes... ahí está el caso de Alfonso Alcalde, que además de poeta era un excelente prosista, se había ahorcado en Penco, en el sur de Chile. Yo me imagino a Alfonso Alcalde muriendo ahorcado y es para ponerse a llorar. El destino de algunos escritores es terrible.
¿Para qué le ha servido a usted la literatura?
Podría dar una respuesta aparentemente poética: "para no morirme", pero es falso, yo seguiría vivo y probablemente con mejor salud si no hubiera optado por la literatura. A mí la literatura me ha servido básicamente para leer. En el momento en que decido que voy a ser escritor, me pongo a leer. Y gracias a la literatura he podido leer libros maravillosos, increíbles, como encontrar tesoros. Y en mi vida, que ha sido más bien nómade y de una pobreza extrema en ocasiones, el leer ha contrapesado esa pobreza y ha sido mi soberanía y ha sido mi elegancia. Podía estar en cualquier situación y si leía a Horacio, por ejemplo, el dandy, el que estaba viviendo por encima de sus posibilidades era yo, siempre. La literatura a mí me ha producido riqueza, es riqueza.
En "Enrique Martin" dice que un poeta que lo puede soportar todo va directo a la locura, ¿cree que los poetas se sienten llamados a ese destino?
Sin duda, pero ése no es el problema. El problema es más bien la facilidad con que los escritores caen en el ridículo más espantoso. Y el otro problema grave es el de la gramática y el de la sintaxis. Y ya para acabar, el tercer problema, antes de entrar con el de la locura, que en realidad es un problema menor, es la falta de originalidad, el escribir casi por una inercia ambiental. Todos estamos entregando de alguna manera o de otra el viaje de Ulises; o estamos dando vueltas por el infierno y el purgatorio del Dante. La originalidad es un problema de estructuras formales.
¿Cuál es su visión de Chile desde la distancia?
A mí me cuesta muchísimo ver sociedades completas. Veo más bien grupos pequeños, y esos grupos pequeños que juntos conforman lo que tal vez yo en algún momento de lucidez o delirio llamo Chile, pues en general me parece bien. En realidad, mi Chile, si pudiera hablar en estos términos, es un Chile imaginario en donde yo soy un niño o un adolescente, a lo más tengo veinte años y es un Chile pues lleno de las suavidades de la infancia o de los dolores blandos de la infancia, y terribles, y también es un Chile del fin de un sueño que al menos los nacidos en la década del cincuenta soñamos y apostamos por él. En el momento en que ese sueño acaba para mí, que tiene una fecha clara, ya empieza a aparecer otra cosa.
Al finalizar la entrevista, se le pide a Roberto Bolaño que lea algo de Fragmentos de la universidad desconocida. "Porque no he renegado de la poesía es que me niego a leer uno de esos poemas", argumenta. Aun así, esa noche termina con "Tarde de Barcelona": "En el centro del texto está la lepra / Estoy bien / Escribo mucho / Te quiero mucho".
Al pasar
- "Un autor que persiste y murió hace mil años, es bueno. Lo arriesgado es leer a los contemporáneos".
- "Normalmente, la estructura y el argumento están antes. De hecho, está todo antes de empezar a escribir. Es que es muy terrible no tenerlo todo ya previsto".
- "Yo creo que pocas cosas son inocentes, la literatura, menos".
- "Yo soy chileno. Es una circunstancia. Lo que pasa es que esa circunstancia la he tenido que pagar cara en muchísimas aduanas y fronteras del mundo. Me hubiera encantado ser suizo o belga. Pero soy chileno y ése es un hecho ante el cual ya no puedo rebelarme".
- "No sé si será bueno o malo, pero no siento nostalgia de paisajes ni de escenografías. Siento nostalgia de personas, y a veces esa nostalgia es demoledora; con eso tengo bastante".