Letras Libres, Noviembre 2005
He tenido uno de los más agradables desconciertos literarios leyendo La literatura nazi en América. En realidad es un libro publicado originalmente en 1996 por la misma editorial (Anagrama), pero que me había sido imposible conseguir hasta ahora, pese a mi gran interés por la obra de Roberto Bolaño. Como muchos críticos y lectores, considero que Bolaño (Santiago 1953, Barcelona 2003) no sólo es el mejor narrador chileno de fines del siglo XX, sino una figura capital en la literatura hispanoamericana del período, lo que hace aún más lamentable su temprana desaparición. Exiliado al comienzo de la dictadura de Pinochet, vivió buena parte de su vida en México, Estados Unidos y finalmente en España, donde se instaló y fue lentamente haciéndose conocido. Esa experiencia cosmopolita, marginal y desarraigada hizo de él un paradigma del escritor que no pertenece enteramente a ningún lugar y cuya verdadera patria es la literaria, pues se reconoce mejor en los personajes y ambientes creados por su imaginación a partir de otros muy reales.
Tenía el don básico del buen narrador: el arte de convertir cualquier asunto, grande o pequeño, actual o remoto, verosímil o absurdo, en algo personal y cautivante, cuyo interés arrastraba al lector hasta la última página. Su lenguaje era en esencia funcional, pero poseía una tensión lírica, una ansiedad existencial, un impulso visionario y una extraña mezcla de simpatía y cinismo frente a sus propias creaturas; daba la impresión de conocer todas las trampas: las argucias y secretos del oficio, aprendidos de sus febriles lecturas, desde los clásicos hasta la novela fantástica, policial y de ciencia-ficción.
Aunque comenzó como poeta y publicó hasta cinco libros de ese género, es la obra narrativa, que inició hacia 1984 —acompañada por algunos ensayos—, lo que realmente importa. Como novelista y cuentista dejó varias obras tan notables como diversas: Monsieur Pain, Los detectives salvajes, Nocturno de Chile, Llamadas telefónicas y finalmente la monumental 2666, publicada póstumamente en 2004, que confirma la originalidad y profundidad de su visión.
El título La literatura nazi en América me despistó por completo, porque sugería que se trataba de un libro de ensayos. Las palabras con las que el autor lo presentaba le añadían cierta ambigüedad: como "una antología vagamente enciclopédica de la literatura filo-nazi en América desde 1930 a 2010". Esta última fecha —que le otorgaba una punzante ironía— daba una indicación de que el libro no era lo que parecía. Por otro lado, en un excelente trabajo sobre Bolaño, un crítico hablaba de la obra como una novela; yo no iría tan lejos, pero hay un margen para hacer una afirmación como ésa. Su lectura misma me trajo, a la vez, una decepción y una grata confirmación del raro talento del autor.
Lo que yo esperaba era un libro que discutiera formalmente el tema anunciado en el título, y que presentara ejemplos de una corriente de pensamiento que, entre nosotros, tuvo varios cultores —algunos famosos, otros piadosamente olvidados— que forman un grupo bastante numeroso si asimilamos a todos los que, de una manera u otra, sostuvieron ideas racistas, ultranacionalistas, fascistas o antisemitas. Los casos más tristemente célebres son los de Leopoldo Lugones y José Vasconcelos: el primero —gran poeta, narrador y filósofo— hizo un extraño viraje desde el anarquismo de su juventud y el apoyo a la causa aliada en la Primera Guerra Mundial, para terminar defendiendo el militarismo a ultranza, que llamó con exaltación "la hora de la espada"; el segundo pasó de militante de la Revolución Mexicana a identificarse, en la fase final de su vida, con la ideología fascista, en apoyo de la cual publicó la revista Timón. Pero el ejemplo más flagrante es el del novelista y ensayista boliviano Alcides Arguedas (1879-1946), que es recordado como indigenista, lo que no le impidió citar Mein Kampf, en el prólogo a la segunda edición (Santiago de Chile, 1937) de su Pueblo enfermo, entre las autoridades sobre el problema racial. En cambio, Borges, un hombre que siempre admitió ser un conservador y se sintió orgulloso de serlo, fue un fervoroso defensor de la cultura judía en un país y una época en los cuales era difícil y aun riesgoso hacerlo; basta releer "Deutsches Requiem" para comprobarlo.
El lector de este libro buscará en vano aquéllos y otros nombres que ocupan un capítulo vergonzoso de nuestra historia literaria: ninguno aparece porque todos son ficticios. Me bastó revisar el sumario para darme cuenta de que la obra pertenecía a una categoría a medias entre varios géneros y que podría denominarse "ficción no narrativa", con la importante excepción que señalaré más adelante. Adoptaba la engañosa forma de un diccionario de autores, con la diferencia de que todas las entradas biobibliográficas son apócrifas, y de que no aparecen en orden alfabético sino siguiendo agrupaciones algo caprichosas.
Esta clase de libros que aluden, bajo la apariencia de rigurosas recopilaciones, a personas u obras inexistentes tienen ilustres antecedentes: Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters (aunque este hermoso libro sea una colección de poéticos epitafios); sin duda, el gran modelo en nuestra lengua es Borges, que escribió un Manual de zoología fantástica, además de Historia universal de la infamia —donde rehizo a su anteojo vidas legendarias o de otros autores como si fuesen suyas— y de célebres relatos como "Examen de la obra de Herbert Quain", "El acercamiento a Almotásim" o "Pierre Menard, autor del Quijote", que giran alrededor de libros inventados (en el último caso, a imagen y semejanza de uno real).
Esa huella borgesiana es visible en el trasfondo del libro de Bolaño: lo mueve una intención paródica, de juego ilustrado, lleno de guiños irónicos y de burlas a veces encarnizadas, a veces benévolas. Con frecuencia, Bolaño mezcla, como su maestro, lo ficticio con lo real para crear una sensación de verosimilutud en lo disparatado. Nos dice que su apócrifo Juan Mendiluce Thompson, miembro de una ilustre familia de intelectuales que podría ser el reverso del clan de Victoria Ocampo, detestaba la literatura inglesa y francesa y que lanzaba "diatribas contra Cortázar, a quien acusa de irreal y cruento; contra Borges, a quien acusa de escribir historias que 'son caricaturas de caricaturas' y de crear personajes exhaustos [...]; sus ataques se hacen extensivos a Bioy Casares, a Mujica Lainez, Ernesto Sabato" (p. 27). Entre las propuestas de Silvio Salvático figuran "la reinstauración de la Inquisición" y "la concesión de becas literarias a perpetuidad" (p. 57); de Daniela de Montecristo se cuenta que "en la nalga izquierda llevaba tatuada una svástica negra" (p. 95).
Un aspecto muy disfrutable de estas páginas es el de adivinar a quiénes alude Bolaño con sus personajes, lo que no es fácil. El lector puede pensar que con Segundo José Heredia le echa una broma al poeta cubano José María Heredia, o que tras el guatemalteco Gustavo Borda se oculta el nada ficticio colombiano Juan Gustavo Cobo Borda. Pero las respectivas entradas parecen desmentirlo. De paso, las fichas biográficas de algunos personajes los hacen "morir" en el futuro: Borda en 2016, Argentino Schiaffino en 2015, etcétera.
Detrás de este aparente diccionario está su inesperada conexión con el mundo narrativo del autor, donde también hay un constante juego entre lo puramente literario y lo testimonial y aun lo histórico. Desde ese ángulo cabe leer el libro: de otro modo, como un conjunto de vidas, situaciones y obsesiones de consistencia abiertamente ficticia, con las cuales se podría construir decenas de novelas, lo que subraya la rica inventiva de Bolaño.
Igualmente, debe recordarse que un rasgo clave en su obra novelística es la presencia protagónica de escritores y lectores como compañeros de ruta de seres marginales o perversos. La indagación del mal es un interés supremo que asocia a policías y criminales con escritores convertidos en "detectives salvajes". La violencia de cuño nazi no está, pues, muy lejos en el horizonte de estos individuos. En Estrella distante, novela publicada el mismo año que La literatura nazi..., aparece un piloto de la Fuerza Aérea Chilena implicado en la tortura durante los años de Pinochet. Ese mismo episodio aparece sorpresivamente al final del diccionario de Bolaño, cuyas últimas treinta páginas constituyen la gran excepción a la cual me referí antes: abandonan del todo el formato de ficha o reseña biobibliográfica (hay conatos de eso en algunas otras entradas, como la de Wully Schürholz) y convergen y se funden con el mundo narrativo —concreto, no virtual— del autor.
Esas páginas son absolutamente fascinantes y tienen una cualidad alucinante o pesadillesca, sin dejar de ser puntualmente reales: componen un relato autónomo, inundado por ráfagas torrenciales de acontecimientos y terribles escenas que nos quitan el aliento. Todo comienza, tramposamente, como una entrada más del diccionario, dedicada a Carlos Ramírez Hoffman, cuya ficha personal ("Santiago de Chile, 1950—Lloret del Mar, 1998") hay que tener muy presente. El texto se abre así: "La carrera del infame Ramírez Hoffman debió comenzar en 1970 ó 1971, cuando Salvador Allende era presidente de Chile" (p. 193). El personaje participaba entonces en un taller literario, era conocido bajo el nombre de Emilio Stevens y enamoraba a las dos hermanas Venegas.
A partir de allí su vida adquiere un carácter cada vez más siniestro y delirante, estrechamente vinculado a la historia política chilena. Lo vemos, ya en plena dictadura, pilotear un avión militar (recuérdese Estrella distante), dar vueltas sobre un campo de concentración y escribir "poesía aérea" con letras de humo y con mensajes crípticos u ominosos como "La muerte es amor", que traen un eco del grito fascista "¡Viva la muerte!", en la Guerra Civil Española. Una de sus hazañas es haber dibujado en el cielo "una estrella que se confundía con las primeras estrellas del crepúsculo" (p. 200); otra es secuestrar y asesinar ferozmente a las Venegas.
Usando una forma de narración en flujo continuo —cuyo foco cambia todo el tiempo, siguiendo, sin pausas, una trayectoria tan lógica como delirante—, los acontecimientos envuelven a figuras históricas —como el general Arturo Prat—, incluyen referencias paródicas (el personaje escribe una obra teatral bajo el seudónimo "Octavio Pacheco", broma que todos entenderán), y presentan una creciente participación del narrador en su relato, con su propio nombre y en primera persona; es decir, la ficción absorbe y relativiza todo. La vida criminal de Ramírez Hoffman emplea como pantalla diversas actividades artísticas: fotografía, su adhesión a tenebrosas teorías que propugnan la abolición de la literatura y de los escritores como tales, etc. Las páginas que llevan al ambiguo final (que no revelaré) en Lloret de Mar, cerca de Blanes, donde Bolaño pasó su vida española, son vertiginosas y memorables, tal vez entre las mejores escritas por el autor.
La literatura nazi en América es un libro extraño, que no brinda el placer informativo que el lector esperaba confiado en el título, sino el tormentoso placer que secretamente nos tenía reservado. El texto comienza como un mero catálogo de fantasías librescas y culmina en una aterradora alegoría de la historia política y de la actividad literaria como una sola abominable experiencia.