La Tercera, 02.02.2008
Duraba cinco horas, pero lo mismo podría haber durado siete o nueve o 24 horas: trasladar 2666, la obra mayor de Roberto Bolaño, a un montaje teatral parecía imposible, y después de presenciar el trabajo de la compañía del Teatro Lliure queda la impresión de que sigue siendo imposible. Los actores, sin embargo, lidian bien con la desmesura; no hay, en el montaje, la ilusión de domesticar el texto: es como si Alex Rigola, el director, hubiera preferido fracasar y compartir ese fracaso con los espectadores. Lo más sorprendente de 2666 (el montaje) es su extrema dependencia de 2666 (la novela). Pero esa fidelidad, a la postre, se agradece: el público asiste a una lectura por momentos brillante y a veces solamente literal, pero siempre legítima. Bolaño gana y Rigola quiere que Bolaño gane. Entonces Rigola también gana, o al menos no pierde.
La Parte de los Críticos es pura narración. Los actores, por fortuna, no necesitan gritar: hay micrófonos para que los acalorados personajes conversen sobre Benno von Archimboldi. La adaptación demuestra confianza en las disgresiones y en el humor de Bolaño, y esa confianza alcanza a La Parte de Amalfitano, que –a pesar de un guiño medio absurdo a la película París, Texas- funciona. La Parte de Fate, en tanto, es, para mí, el segmento mejor integrado al lenguaje teatral. Tal vez por eso recupera, convincentemente, la nitidez y la oscuridad –la amargura y la fiesta- de la novela.
Pero es en La Parte de los Crímenes donde está la principal apuesta del montaje: el relato de los horrorosos pormenores de los asesinatos es sustituido por la proyección de una lista con los nombres de las más de 300 mujeres muertas en Ciudad Juárez (que no en la Santa Teresa de Bolaño: son las víctimas reales). Mientras los nombres desfilan en el fondo, una mujer desnuda se desgarra hasta morir; ya es tarde cuando llegan los policías, que rodean el cadáver y comienzan una indolente competencia de chistes misóginos. En la novela el episodio de los chistes tiene lugar en la cafetería Trejo’s (“un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd”, dice Bolaño) y no ante un cadáver, pero la opción de Rigola es oportunamente explícita: todo lo que sucede en Santa Teresa –y en Ciudad Juárez, y en Latinoamérica- sucede ante un cadáver.
El público reacciona como dicen que reaccionaban los griegos cuando la tragedia: hay miedo y, sobre todo, compasión. Cuatro o cinco de los 600 espectadores, sin embargo, inexplicablemente celebran los chistes machistas. Y otras dos o tres voces ensayan perdidas pifias. No es raro, en el teatro, que haya gente dispuesta a reírse en los momentos menos adecuados. Pero esta vez me parece que las risas van demasiado lejos. Molesta tanta estupidez. Luego, ya de vuelta, pienso que está bien, que el montaje de 2666 era eso, finalmente: la parte del público. De alguna horrenda manera, las risas y las pifias eran tan necesarias como la emoción genuina (y estéril) ante la sangre y el dolor.
La Parte de Archimboldi, a todo esto, estaba de más. No lo digo por el desacierto de convertir a la sensualísima baronesa von Zumpe en una inocente carmelita, ni por la extraña presencia de un señor que, a un costado del escenario, bailaba una especie de tímido breakdance. La quinta parte estaba de más porque sólo Bolaño podía conseguir esa síntesis deslumbrante y pavorosa que nos espera al final de su enorme novela. Sólo Bolaño y la literatura.
La Parte de los Críticos es pura narración. Los actores, por fortuna, no necesitan gritar: hay micrófonos para que los acalorados personajes conversen sobre Benno von Archimboldi. La adaptación demuestra confianza en las disgresiones y en el humor de Bolaño, y esa confianza alcanza a La Parte de Amalfitano, que –a pesar de un guiño medio absurdo a la película París, Texas- funciona. La Parte de Fate, en tanto, es, para mí, el segmento mejor integrado al lenguaje teatral. Tal vez por eso recupera, convincentemente, la nitidez y la oscuridad –la amargura y la fiesta- de la novela.
Pero es en La Parte de los Crímenes donde está la principal apuesta del montaje: el relato de los horrorosos pormenores de los asesinatos es sustituido por la proyección de una lista con los nombres de las más de 300 mujeres muertas en Ciudad Juárez (que no en la Santa Teresa de Bolaño: son las víctimas reales). Mientras los nombres desfilan en el fondo, una mujer desnuda se desgarra hasta morir; ya es tarde cuando llegan los policías, que rodean el cadáver y comienzan una indolente competencia de chistes misóginos. En la novela el episodio de los chistes tiene lugar en la cafetería Trejo’s (“un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd”, dice Bolaño) y no ante un cadáver, pero la opción de Rigola es oportunamente explícita: todo lo que sucede en Santa Teresa –y en Ciudad Juárez, y en Latinoamérica- sucede ante un cadáver.
El público reacciona como dicen que reaccionaban los griegos cuando la tragedia: hay miedo y, sobre todo, compasión. Cuatro o cinco de los 600 espectadores, sin embargo, inexplicablemente celebran los chistes machistas. Y otras dos o tres voces ensayan perdidas pifias. No es raro, en el teatro, que haya gente dispuesta a reírse en los momentos menos adecuados. Pero esta vez me parece que las risas van demasiado lejos. Molesta tanta estupidez. Luego, ya de vuelta, pienso que está bien, que el montaje de 2666 era eso, finalmente: la parte del público. De alguna horrenda manera, las risas y las pifias eran tan necesarias como la emoción genuina (y estéril) ante la sangre y el dolor.
La Parte de Archimboldi, a todo esto, estaba de más. No lo digo por el desacierto de convertir a la sensualísima baronesa von Zumpe en una inocente carmelita, ni por la extraña presencia de un señor que, a un costado del escenario, bailaba una especie de tímido breakdance. La quinta parte estaba de más porque sólo Bolaño podía conseguir esa síntesis deslumbrante y pavorosa que nos espera al final de su enorme novela. Sólo Bolaño y la literatura.