jueves, 26 de junio de 2008

Review of El secreto del mal, by Roberto Bolaño

por Fermín Rodríguez
San Francisco State University, 2007













No sería del todo justo decir que a Roberto Bolaño (Chile 1953-Barcelona 2003) lo sorprendió la muerte. Y no sólo por la enfermedad crónica que arrastró durante mucho tiempo. Para alguien que, como escritor, tuvo un trato anticipado con la muerte bajo la forma desplazada del problema del final y de los límites del lenguaje, para alguien que exploró las muchas relaciones posibles entre literatura y ausencia (los personajes de Bolaño persiguen la literatura como un sentido que se les escapa), la muerte no pudo haberlo tomado desprevenido. Puede que lo haya encontrado escribiendo, con los ojos bien abiertos, pero nunca sorprenderlo.

Casi simultáneamente, acaban de publicarse en español dos textos póstumos de Roberto Bolaño: La universidad desconocida y El secreto del mal. Los fragmentos de El secreto del mal son restos narrativos dispersos que la muerte prematura de Roberto Bolaño dejó abandonados en esa tierra de nadie que son los papeles no publicados por un autor. Mientas que La universidad desconocida reúne textos poéticos de sus años de formación en Barcelona, dispuestos por el propio Bolaño para su publicación (textos concluidos de un poeta en formación), El secreto del mal es una reunión de notas, esbozos, tanteos, comienzos en falso, de escrituras interrumpidas (textos inconclusos de un narrador consumado).

Con esos archivos sueltos, Ignacio Echeverría –uno de los editores a cargo del prólogo– hizo algo más que poner una veintena de bonus-tracks más o menos trabajados a disposición del lector de los relatos de amor, de locura, de muerte y destierro publicados por Bolaño en Llamadas telefónicas (1997), Putas asesinas (2001) y El gaucho insufrible (2003). Sin fetichizar su material (el plus de valor que la muerte le agrega a un manuscrito), Echeverría hace lo que hacen los críticos –no los glosadores de novedades culturales, alborotados últimamente por la traducción de Los detectives salvajes al inglés: producirle un problema a la literatura a partir de una obra, mirarla bajo una nueva luz, ponerla en perspectiva. En lugar de usar la “obra visible” de Bolaño como parámetro de todo lo que a estos fragmentos le faltan, Echeverría invierte la ecuación: después de todo, propone en el prólogo, el problema de toda la obra de Bolaño fue la inconclusión, de manera que es difícil, si no imposible, distinguir de entre esta “obra invisible” cuáles textos estaban listos para ser publicados y cuáles eran apenas un borrador prematuro o un comienzo en falso.

El problema podría plantearse de otra manera. Bolaño pone en marcha a partir de un título, una anécdota, una palabra. ¿Qué es lo que decide la duración de un relato? ¿Por qué los textos de El secreto del mal eran el germen de cuentos y no de novelas? Los editores vuelven a acertar cuando optan por usar como título El secreto del mal –uno de los cuentos de la serie– en lugar de Nuevos cuentos –el título de la carpeta de Bolaño, porque se trata siempre de historias tramadas como se traman los secretos, donde lo más importante o bien no se quiere decir (como en la “teoría del iceberg” de Hemingway) o bien no se puede decir porque está más allá del lenguaje (las epifanías suburbanas del minimalismo o las iluminaciones profanas del surrealismo). “El secreto del mal”, dice el narrador, “es un cuento inconcluso porque este tipo de historias no tiene un final”. Podrían seguir, pero se interrumpen –como si el terror de la página en blanco estuviera al final y no en el comienzo de la escritura. Así, que lo principal no esté contado porque fue una decisión del escritor, porque el sentido es inefable (un lugar común fatigado por Bolaño) o porque Bolaño se murió se convierte en un problema secundario: se trata siempre de contraer, de cifrar el sentido de la historia sin dar explicaciones, de congelar el final en una imagen cargada de ambigüedad que tira del hilo del relato y lo tensiona emocionalmente. A diferencia de los sorprendentes cierres de Borges, que dejan brillando al texto como una esfera narrativamente pulida y cerrada, sin resquicios, Bolaño deja siempre un hilo narrativo suelto que lleva siempre a una realidad deshilachada.

Como en tantos cuentos de Cortázar (Bolaño no deja de acumular referencias y homenajes), el final es una puerta entreabierta a lo siniestro, a una totalidad entrevista a la que solo puede aludirse un silencio o un vacío de sentido que amenaza al poeta, donde resuena la violencia política del “infierno latinoamericano” y sus provincias mexicana, chilena, colombiana y argentina. Así, la violencia de un cierre abrupto se conecta con la violencia política latente, nunca expuesta directamente –la “estática del infierno” que el escritor capta, como presiente V.S. Naipul en una visita a Buenos Aires en el año 1972 narrada en “Sabios de Sodoma”. En otro de esos textos sobre la vida literaria (“Derivas de la pesada”) donde se necesita nombrar la literatura (sus pasillos, sus agentes, sus guardianes, sus mezquinas tramas) para diferenciarse mejor de ella, Bolaño repasa tradiciones de la literatura argentina que van de los sueños del fantástico hasta las pesadillas “literariamente suicidas, literariamente callejón sin salida” de autores que en los años setenta intentaron hacer volar la literatura en pedazos. A diferencia de Osvaldo Lamborghini –otro exiliado en Barcelona– Bolaño nunca dejó de creer y de confiar en ella. “La literatura es una máquina acorazada”, escribe. “No se preocupa de los escritores. A veces ni siquiera se da cuenta de que éstos están vivos”. Tampoco debería darse cuenta de que están muertos.