miércoles, 1 de octubre de 2008

La última voluntad de Roberto Bolaño

por Manuel Clavell Carrasquillo
Diálogo. Puerto Rico. Enero-febrero, 2007










Roberto Bolaño (1953-2003) fumó hasta la muerte pero, antes de quedarse sin aire, le entregó su última novela, 2666, a su editor Jorge Herralde; encargado en Barcelona de la empresa Anagrama. Se trata de un testamento literario duro y monumental (mil páginas) en el que el chileno desarrolla cientos de historias enlazadas por varios misterios y múltiples desgracias, que comienza con la de un reguero erótico entre profesores europeos expertos en literatura alemana y termina con el recuento detectivesco y detallado de más de doscientos asesinatos espeluznantes de mujeres en la ciudad de Santa Teresa (“trasunto” de la verdadera Ciudad Juárez), en la frontera entre México y Estados Unidos.

El autor está interesado en describir los más mínimos incidentes de las vidas de sus personajes, mundos enormes hechos de personalidades complejas dentro de otros mundos inmensos que incluyen planicies desérticas imaginadas a través de pesadillas, cárceles con sus presos y manicomios esterilizados con sus terapias para los locos. Además, esos mundos inconmensurables tienen que ver con los basureros municipales y clandestinos, los cementerios y las universidades de Mondragón, en el País Vasco, Madrid, Boloña, Londres, Nueva York, Barcelona, el Distrito Federal y California.

La comunicación ocurre en persona y, sobre todo, por medio de llamadas telefónicas e emails, vehículos de las palabras que los unen y los espantan en cada conversación inútil y los atraen hacia el oscuro centro de los márgenes de las fábricas maquiladoras de la ciudad de Santa Teresa, donde trabajan las mujeres que van a desaparecer, primero, y luego a ser examinadas por los forenses en la morgue.

Hay intelectuales en busca de teorías para llevar a un autor sin rostro que desertó del ejército nazi a la candidatura del Nobel, más policías analfabetos en medio del camino de narcotraficantes poderosos y las redes corruptas de las autoridades.

Hay periodistas en busca de la “verdad” y amantes confundidos observando el vaivén de los colores espectaculares de los amaneceres y los atardeceres mientras beben para olvidar y se cuentan chistes. Hay frases que terminan en punzadas cínicas que señalan la ineficacia de la vida pero que comienzan llenas de optimismo, como si la gente inventada por Bolaño flotara en una sustancia hecha de mentiras solapadas y arregladas para las escenas de amor y la esperanza cotidianas pero que, al final, son incapaces de hallar la salida de sus respectivos laberintos.

Una psiquiatra unida a un funcionario judicial, un preso experto en computadoras vinculado a una abogada, un catedrático francés obsesionado con una artesana india, un poeta internado haciendo de las suyas a pesar de haber sido separado de la comuna que lo aplaudía, una vidente rural adoptada por un presentador de televisión, un negro de Brooklyn que participó en las revueltas de los Panteras Negras y una congresista del Partido Revolucionario Institucional que lucha por preservar su estatus aristócrata en un manto izquierdoso narran sus tropiezos con los libros, la música, el prójimo, sus destinos y el horror de ser partícipes “pasivos” en un esquema de trampas y traiciones que no parecen tener conclusión lógica.

Alguien en el texto argumenta que los lectores casi siempre prefieren libros consagrados, apuestas seguras a la creación literaria requeteprobada y, gracias a la perfección, decididamente cómodos para matar el tiempo con actividades edificantes. Extiende la reflexión, y piensa que sólo algunos se deciden por los libros gordos, “imperfectos, torrenciales” y problemáticos, como este de Bolaño, quizás porque es más fácil no querer enfrentarse a la incertidumbre de lo desconocido.

Lo desconocido, aquí, precisamente, es el experimento con el puro riesgo de las descripciones crudas de instintos crueles y reflejos lujuriosos llenos de sangre mezclada con tequila y semen en medio de acantilados y farallones plenos de minerales preciosos, semipreciosos y enormes rocas prehistóricas. El absurdo de cada capricho y cada paso de un playboy que vive entre burdeles, niñas escolares que pronto morirán después del ultraje, deponentes, guardaespaldas, investigadores, meseras, boxeadores y migrantes sale a la superficie y no se explica, simplemente ocurre y sigue siendo absurdo hasta el final.

La filosofía occidental, la historia del arte, el derecho aplicado a la criminología, la literatura comparada y la política –junto a los rumores, las conclusiones y las suposiciones aparentemente pedestres– parecen ser consuelo y entretenimiento. Se intenta enarbolar preguntas y respuestas sobre la estética de dos hombres pegándose en un ring hasta que uno caiga, un libro de geometría a la intemperie (enganchado en un tenderete según los postulados de la instalación contemporánea dictados por Marcel Duchamp) y el acto desesperado de un pintor al cortarse un brazo para colocarlo en medio de la sala de exposiciones de sus cuadros.

A pesar de los sonidos polifónicos, Bolaño no se siente; todo el alboroto sale de las bocas de los personajes. No conocemos su opinión ni sus prejuicios, sólo tenemos los chorros profusos de su ficción y acercamientos torrenciales a las consciencias de sus criaturas, abiertas hasta la profundidad de sus pasados y abiertas también hacia la extensión desértica de sus futuros.

En los bares, en los restaurantes y en los hoteles, los lugares de tránsito, se comentan los asesinatos en serie ocurridos entre 1993 y 1998, coartadas, tesis que tienen que ver con estas ideas “o estas sensaciones o estos desvaríos que, por una parte, tenían su lado satisfactorio. Convertía el dolor de los otros en la memoria de uno. Convertía el dolor, que es largo y natural y que siempre vence, en memoria particular, que es humana y breve y que siempre se escabulle. Convertía un relato bárbaro de injusticias y abusos, un ulular incoherente sin principio ni fin, en una historia bien estructurada en donde siempre cabía la posibilidad de suicidarse. Convertía la fuga en libertad, incluso si la libertad sólo servía para seguir huyendo. Convertía el caos en orden, aunque fuera al precio de lo que comúnmente se conocía como cordura”. Tremendo autoanálisis narrativo de la tarea del escritor, pero aún insuficiente para abarcar las razones del texto, desde la cifra inescrutable del título hasta el último punto que lo cierra.

Un íntimo amigo del autor, Rodrigo Fresán, que aparece en la novela situado en un parque de Londres junto a una estatua de Peter Pan mientras piensa en el título de su obra Jardines de Kensington, escribió en el diario Página 12 que: “En 2666, la prosa de Bolaño cautiva más que en ninguno de sus otros libros porque de lo que aquí se trata es de conseguir una suerte de summa artística, de todo armónico y al mismo tiempo disfuncional donde –por medio de epifanías de larga distancia suspendidas en el espacio o abruptas aceleraciones en el tempo enmarcadas en el formato de novela abierta, de novela exterior e interior al mismo tiempo–, lo que se persigue y se alcanza no es otra cosa que una teoría del mundo, de todo el mundo”.

Añadiría que Bolaño andaba tras la teoría del mundo, sí, pero más bien la que se refiere a los abismales mundos infinitos dentro del mundo; las sombras de aquel todo imposible de abarcar tal y como se manifiesta azul y resplandeciente desde la imagen de un satélite espacial en órbita. Tal vez, por ello, al terminar 2666 uno queda sumido en un estado de tristeza, como si también fuera o quisiera ser por un instante un sonámbulo en busca del humo que finalmente lo venció justo después de escribir esta portentosa novela póstuma.