Es diciembre de 1998 y Roberto Bolaño llega a Chile después de 25 años sin pisar tierra natal. Describe su viaje en el avión: “Volamos. Mi hijo duerme plácidamente. Mi mujer duerme plácidamente. Los dos son españoles y es la primera vez que viajan a América. Yo no duermo. Yo nací en América. Soy chileno, estoy despierto y sostengo mentalmente las alas del avión. Escucho hablar al resto de los pasajeros. La mayoría están dormidos, pero hablan en sueños. Tienen pesadillas o sueños recurrentes. Son chilenos”.
Roberto Bolaño ha vuelto a Chile volando como chileno. Despierto, con pesadillas, hablando en sueños. Bolaño se pierde en la chilenidad. Poco después de aterrizar, sentado en un café capitalino, da una entrevista. Cuenta que hace poco, en una librería, vio una antología de cuentos chilenos a cargo del escritor Poli Délano. “Él fue amigo mío”, dice entonces Bolaño. “Nos conocimos en México en 1975 ó 1976. No es que nos hayamos visto una vez: estuve en su casa infinidad de veces. Y no me incluyó en la antología, cosa que me dejó sorprendidísimo”, insiste Bolaño con una molestia que va saliendo de a poco, muy ligera todavía. Y sigue: “Mi libro de cuentos Llamadas telefónicas está en las librerías chilenas desde 1997 (…) Poli Délano hace esta antología en 1998 e incluye a todo el mundo. No sé, como a treinta autores. Claro, si hubiera incluido a cuatro o cinco muy buenos, yo diría vale. Creo que lo que ha hecho Poli es el denominador común de lo que pasa con mi literatura acá: no me ven. Yo creo que no me consideran chileno… Pero eso mejor no lo pongas”, pide. A los diez segundos se arrepiente: “Mejor ponlo”, zanja aquella tarde de 1998.
Bolaño regresó a Chile hace diez años y movió las aguas de la literatura local. Tiró flores a unos y palos a otros. Lo ignoraron, sí, claro. Pero al rato lo reconocieron, lo admiraron y le prendieron velas. El mejor escritor chileno vivía en España pero seguía siendo chileno, qué honor. Todos querían ser del club de Bolaño. Se inventó el adjetivo: bolañano. O mejor bolañesco. La escritura bolañesca, el gesto bolañesco, los escritores bolañescos. En su momento había sido José Donoso. Ahora venía Roberto Bolaño. Y la hora de Roberto Bolaño se prolongó y quedó.
Alguien se preguntaba hace un tiempo si Bolaño no había ensombrecido a otros escritores con su brillo. Yo, la verdad, no creo que haya ensombrecido nombres. En realidad me parece que fue al revés: Bolaño iluminó a muchísimos autores. Incluso cuando se peleaba con alguien lo estaba iluminando, porque estaba diciendo: “Hey, con éste hay que pelearse, a éste hay que atender”. Como lector, además, iluminó a varios clásicos que tenían luz propia –Arquíloco de Paros, el que más– pero a los que no vino nada de mal el farito contemporáneo. A propósito, Bolaño fumaba unos cigarros mexicanos llamados Faros. Todo el mundo les decía faritos a los cigarros porque eran (son, aún existen) delgaditos como el dedo de un niño. De chico, cuando vivía en México precisamente, Bolaño tenía una tortuga llamada Aquiles. O sea que ya andaba por esos rumbos el adolescente Bolaño. La furia de Aquiles que aún ni sospechaba que tenía adentro.
Bolaño era muy, pero muy parecido a su prosa, pienso. Exigente, con carácter, intempestivo, a ratos gracioso, resuelto, despreocupado, con una energía apabullante, hilando fino, con el ojo puesto en la minucia. Sus personajes están siempre al borde de algún abismo. Pero el humor los salva o al menos hace que la caída sea menos estrepitosa. En los libros de Bolaño asistimos a una apariencia de normalidad mientras todo se va haciendo pedazos. O al revés: tenemos la sensación de que algo escalofriante está ocurriendo mientras no visualizamos nada extraordinario. Es el desembarco en un charco oscuro. Y al lado, muy cerca, es el brillo total. La poesía siempre al borde de la muerte. Es a fin de cuentas un movimiento que va del horror a la piedad. O peor: el horror con destellos de piedad.
Después de su muerte, en el año 2003, vino el estallido. En Chile Bolaño se volvió, en cierta forma, un nuevo canon. Un canon sobre infinitos cánones. Bolaño como un icono, como el rey de una tribu, el ídolo de un Chile caprichoso. Y ya van cinco años y el entusiasmo está lejos de apagarse. Al contrario. ¿Qué es lo que hace al final que el nombre de Bolaño siga brillando, siga planeando sobre una literatura imaginaria llamada literatura chilena o latinoamericana o literatura a secas? ¿Dónde arranca su particularidad? ¿Qué lo vuelve asombroso, admirable, elogiable? Acaso sea el modo, más que el contenido, se me ocurre. El tono, el fulgor turbulento de su prosa. Y también el punto de partida y el desembarco. Porque la literatura de Bolaño reconoce la tradición pero la integra de tal manera que siempre parece estar partiendo de una esquina propia. No del realismo mágico, no del realismo sucio, no del surrealismo. Es un punto de partida nuevo que recoge lo cotidiano y lo vuelve paradigmático. Bolaño puede ser tributario de Arquíloco de Paros y de Nicanor Parra. De Borges y Perec. De Poe y Rulfo. De Dickens y Kafka. Bolaño sigue el canon, pero no se inflama con él.
“Vivir es un milagro irrepetible y en cambio escribir es algo bastante jodido”, ha escrito poco antes de morir.
Es diciembre de 1998 y Bolaño ha vuelto a Chile después de 25 años. En el zarandeado vuelo que lo ha traído de España se ha sentido chileno. Chileno de un Chile quimérico. Ha permanecido despierto mientras los demás dormían. Ha pensado que el resto tenía pesadillas. Ha pensado que los escritores chilenos entonces no lo consideran chileno. Ha dicho, acaso descifrando un sueño, que es extraño volver a Chile, el país pasillo, pero que si uno lo piensa dos y hasta tres veces, es extraño volver a cualquier parte. “En el supuesto, claro, de que uno efectivamente vuelva y no esté soñando que vuelve”, ha aclarado. Y luego ha zanjado: “Volví después de 25 años. Las calles, en realidad, parecían las mismas de siempre. Los rostros de los chilenos también. Eso puede conducir al más mortal de los aburrimientos o a la locura. Así que esta vez, para variar, me lo tomé con calma y decidí esperar los acontecimientos sentado en una silla, que es el mejor sitio para evitar que un pasillo te sorprenda”. Después ha tomado el avión de vuelta a España. Ha sostenido mentalmente las alas del avión. Se ha ido.
Roberto Bolaño ha vuelto a Chile volando como chileno. Despierto, con pesadillas, hablando en sueños. Bolaño se pierde en la chilenidad. Poco después de aterrizar, sentado en un café capitalino, da una entrevista. Cuenta que hace poco, en una librería, vio una antología de cuentos chilenos a cargo del escritor Poli Délano. “Él fue amigo mío”, dice entonces Bolaño. “Nos conocimos en México en 1975 ó 1976. No es que nos hayamos visto una vez: estuve en su casa infinidad de veces. Y no me incluyó en la antología, cosa que me dejó sorprendidísimo”, insiste Bolaño con una molestia que va saliendo de a poco, muy ligera todavía. Y sigue: “Mi libro de cuentos Llamadas telefónicas está en las librerías chilenas desde 1997 (…) Poli Délano hace esta antología en 1998 e incluye a todo el mundo. No sé, como a treinta autores. Claro, si hubiera incluido a cuatro o cinco muy buenos, yo diría vale. Creo que lo que ha hecho Poli es el denominador común de lo que pasa con mi literatura acá: no me ven. Yo creo que no me consideran chileno… Pero eso mejor no lo pongas”, pide. A los diez segundos se arrepiente: “Mejor ponlo”, zanja aquella tarde de 1998.
Bolaño regresó a Chile hace diez años y movió las aguas de la literatura local. Tiró flores a unos y palos a otros. Lo ignoraron, sí, claro. Pero al rato lo reconocieron, lo admiraron y le prendieron velas. El mejor escritor chileno vivía en España pero seguía siendo chileno, qué honor. Todos querían ser del club de Bolaño. Se inventó el adjetivo: bolañano. O mejor bolañesco. La escritura bolañesca, el gesto bolañesco, los escritores bolañescos. En su momento había sido José Donoso. Ahora venía Roberto Bolaño. Y la hora de Roberto Bolaño se prolongó y quedó.
Alguien se preguntaba hace un tiempo si Bolaño no había ensombrecido a otros escritores con su brillo. Yo, la verdad, no creo que haya ensombrecido nombres. En realidad me parece que fue al revés: Bolaño iluminó a muchísimos autores. Incluso cuando se peleaba con alguien lo estaba iluminando, porque estaba diciendo: “Hey, con éste hay que pelearse, a éste hay que atender”. Como lector, además, iluminó a varios clásicos que tenían luz propia –Arquíloco de Paros, el que más– pero a los que no vino nada de mal el farito contemporáneo. A propósito, Bolaño fumaba unos cigarros mexicanos llamados Faros. Todo el mundo les decía faritos a los cigarros porque eran (son, aún existen) delgaditos como el dedo de un niño. De chico, cuando vivía en México precisamente, Bolaño tenía una tortuga llamada Aquiles. O sea que ya andaba por esos rumbos el adolescente Bolaño. La furia de Aquiles que aún ni sospechaba que tenía adentro.
Bolaño era muy, pero muy parecido a su prosa, pienso. Exigente, con carácter, intempestivo, a ratos gracioso, resuelto, despreocupado, con una energía apabullante, hilando fino, con el ojo puesto en la minucia. Sus personajes están siempre al borde de algún abismo. Pero el humor los salva o al menos hace que la caída sea menos estrepitosa. En los libros de Bolaño asistimos a una apariencia de normalidad mientras todo se va haciendo pedazos. O al revés: tenemos la sensación de que algo escalofriante está ocurriendo mientras no visualizamos nada extraordinario. Es el desembarco en un charco oscuro. Y al lado, muy cerca, es el brillo total. La poesía siempre al borde de la muerte. Es a fin de cuentas un movimiento que va del horror a la piedad. O peor: el horror con destellos de piedad.
Después de su muerte, en el año 2003, vino el estallido. En Chile Bolaño se volvió, en cierta forma, un nuevo canon. Un canon sobre infinitos cánones. Bolaño como un icono, como el rey de una tribu, el ídolo de un Chile caprichoso. Y ya van cinco años y el entusiasmo está lejos de apagarse. Al contrario. ¿Qué es lo que hace al final que el nombre de Bolaño siga brillando, siga planeando sobre una literatura imaginaria llamada literatura chilena o latinoamericana o literatura a secas? ¿Dónde arranca su particularidad? ¿Qué lo vuelve asombroso, admirable, elogiable? Acaso sea el modo, más que el contenido, se me ocurre. El tono, el fulgor turbulento de su prosa. Y también el punto de partida y el desembarco. Porque la literatura de Bolaño reconoce la tradición pero la integra de tal manera que siempre parece estar partiendo de una esquina propia. No del realismo mágico, no del realismo sucio, no del surrealismo. Es un punto de partida nuevo que recoge lo cotidiano y lo vuelve paradigmático. Bolaño puede ser tributario de Arquíloco de Paros y de Nicanor Parra. De Borges y Perec. De Poe y Rulfo. De Dickens y Kafka. Bolaño sigue el canon, pero no se inflama con él.
“Vivir es un milagro irrepetible y en cambio escribir es algo bastante jodido”, ha escrito poco antes de morir.
Es diciembre de 1998 y Bolaño ha vuelto a Chile después de 25 años. En el zarandeado vuelo que lo ha traído de España se ha sentido chileno. Chileno de un Chile quimérico. Ha permanecido despierto mientras los demás dormían. Ha pensado que el resto tenía pesadillas. Ha pensado que los escritores chilenos entonces no lo consideran chileno. Ha dicho, acaso descifrando un sueño, que es extraño volver a Chile, el país pasillo, pero que si uno lo piensa dos y hasta tres veces, es extraño volver a cualquier parte. “En el supuesto, claro, de que uno efectivamente vuelva y no esté soñando que vuelve”, ha aclarado. Y luego ha zanjado: “Volví después de 25 años. Las calles, en realidad, parecían las mismas de siempre. Los rostros de los chilenos también. Eso puede conducir al más mortal de los aburrimientos o a la locura. Así que esta vez, para variar, me lo tomé con calma y decidí esperar los acontecimientos sentado en una silla, que es el mejor sitio para evitar que un pasillo te sorprenda”. Después ha tomado el avión de vuelta a España. Ha sostenido mentalmente las alas del avión. Se ha ido.